Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo séptimo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo noveno de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo décimo octavo

Por qué los escritores y los oradores norteamericanos tienen, por lo general, un estilo ampuloso

He observado frecuentemente que los norteamericanos, que tratan en general los negocios en un lenguaje claro y seco, desprovisto de adorno alguno y cuya extrema sencillez es muchas veces vulgar, se afectan cuando utilizan el estilo poético; entonces se muestran pomposos de un extremo a otro del discurso, y se creería, viéndoseles prodigar las imágenes a cada paso, que jamás han dicho nada con sencillez.

Los ingleses caen raras veces en semejante defecto; y la causa se puede indicar con facilidad.

En las sociedades democráticas cada ciudadano se ocupa habitualmente en contemplar un objeto muy pequeño, que es el mismo, y si eleva más la vista, no percibe sino la inmensa imagen de la sociedad, o la figura todavía mayor del género humano. No tiene sino ideas particulares y muy claras o nociones muy generales y vagas; el espacio intermedio está vacío.

Cuando se le ha hecho salir de sí mismo aguarda siempre que se ofrezca a su vista algún objeto prodigioso, y sólo bajo esta condición consiente en separarse un momento de los pequeños y complicados cuidados que agitan y alegran su vida.

Esto parece explicar bastante bien por qué los hombres de las democracias, que tienen en general negocios de poca trascendencia, reclaman de sus poetas concepciones tan vastas y pinturas tan desmesuradas. Por su parte, los escritores obedecen casi siempre a estos instintos de que ellos mismos participan; de manera que envanecen su imaginación incesantemente y, extendiéndola sin límites, la dirigen hacia lo gigantesco, abandonando con frecuencia lo grandioso.

De este modo se figuran atraer rápidamente las miradas de la multitud y fijarlas fácilmente alrededor de sí; lo cual consiguen muchas veces, porque la multitud, que no busca en la poesía sino objetos muy vastos, no tiene tiempo para considerar exactamente las proporciones de los que se le presentan, ni gusto bien cimentado para conocer en qué consisten sus desproporciones; de manera que el autor y el público se corrompen recíprocamente.

Hemos visto, por otra parte, que en los siglos democráticos, las fuentes de la poesía son bellas, pero poco abundantes; así es que bien pronto se agotan y, no encontrando ya los poetas materias para lo ideal ni en lo verdadero ni en lo positivo, se separan enteramente de estos principios y crean monstruos.

No temo que la poesía de los pueblos democráticos se muestre tímida, ni que se humille en extremo; pues más bien recelo que se perderá a cada instante en las nubes, acabando por pintar regiones enteramente imaginarias. Temo, sí, que la obra de los poetas democráticos ofrezca frecuentemente imágenes inmensas e incoherentes, pinturas sobrecargadas, conjuntos extravagantes y que los seres fantásticos salidos de su espíritu hagan recordar algunas veces con sentimiento el mundo real.

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