LIBRO SEGUNDO
Segunda parte
Capítulo primero
Por qué razón los pueblos democráticos muestran un amor más vehemente y más durable hacia la igualdad, que en favor de la libertad
No tengo necesidad de decir que la primera y la más viva pasión que la igualdad de condiciones hace nacer, es el amor a esta misma igualdad, y no se extrañará que me ocupe de ella antes que de las otras.
Cada cual ha observado que en nuestros días y especialmente en Francia esta pasión de la igualdad, toma cada vez un lugar más amplio en el corazón humano. Se ha dicho muchas veces que nuestros contemporáneos tenían un amor más ardiente y más tenaz hacia la igualdad que por la libertad; pero no encuentro que se hayan averiguado bien todavía las causas de este hecho, y por tanto yo trataré de hacerlo.
Imaginemos un punto extremo en que la libertad y la igualdad se toquen y se confundan: yo supongo que todos los ciudadanos concurran allí al gobierno, y que cada uno tenga para ello igual derecho. No difiriendo entonces ninguno de sus semejantes, nadie podrá ejercer un poder tiránico, pues, en este caso, los hombres serán perfectamente libres, porque serán del todo iguales, y perfectamente iguales porque serán del todo libres, siendo este el objeto ideal hacia el cual propenden siempre los pueblos democráticos.
He aquí la forma más completa que puede tener la igualdad sobre la tierra; pero hay otras muchas que sin ser tan perfectas, no son menos apetecidas por los pueblos.
La igualdad puede establecerse en la sociedad civil y no por eso reina en el mundo político. Se puede tener el derecho de entregarse a los mismos goces, de entrar en las mismas profesiones, de encontrarse en los mismos lugares; en una palabra, de vivir del mismo modo y de buscar las riquezas por los mismos medios, sin tomar todos la misma parte en los asuntos de gobierno. Aun puede establecerse una especie de igualdad en el mundo político, sin que la libertad política exista; un individuo es igual a todos sus semejantes, exceptuando uno solo, que es el señor de todos indistintamente y que elige entre ellos a los agentes de su poder.
Sería fácil formar otras muchas hipótesis en que se combinase una igualdad muy grande con instituciones más o menos libres, y quizá con instituciones que no lo fuesen absolutamente.
Aunque los hombres no pueden llegar a ser del todo iguales sin ser enteramente libres y, por consecuencia, la igualdad, en su último extremo, se confunde con la libertad, hay razón para distinguir la una de la otra.
El gusto que los hombres tienen por la libertad y el que sienten por la igualdad son, en efecto, dos cosas distintas, y me atrevo a añadir que en los pueblos democráticos estas dos cosas son desiguales.
Si se quiere fijar la atención, se verá que en cada siglo se encuentra un hecho singular y dominante del que dependen todos los demás; este hecho da casi siempre origen a un primer pensamiento o a una pasión principal, que acaba por atraer después hacia ella y por arrastrar en su curso todos los sentimientos y todas las ideas; es como un gran río hacia el cual parece correr cada uno de los pequeños arroyos que le rodean.
La liberlad se manifiesta a los hombres en diferentes tiempos y bajo diversas formas, y no se sujeta exclusivamente a un estado social, ni se encuentra sólo en las democracias; no podría, por lo mismo, formar el carácter distintivo de los siglos democráticos.
El hecho particular y dominante que singulariza a estos siglos, es la igualdad de condiciones y la pasión principal que agita el alma en semejantes tiempos es el amor a esta igualdad.
No hay que preguntar cuál es el atractivo singular que hallan los homhres de las épocas democráticas en vivir como iguales, ni las razones particulares que pueden tener para aferrarse tan obstinadamente a la igualdad, mejor que a los demás bienes que la sociedad les presenta. La igualdad forma el carácter distintivo de la época en que ellos viven, y esto basta para explicar por qué la prefieren a todo lo demás.
Fuera de esta razón, hay otras que en todos los tiempos conducirán a los hombres a preferir la igualdad a la libertad.
Si un pueblo tratase de destruir, o solamente de disminuir por sí mismo la igualdad que reina en su seno, no lo conseguiría sino después de largos y penosos esfuerzos. Sería preciso que modificase su estado social, aboliese sus leyes y renovase sus ideas. Pero para perder la libertad política, basta sólo con no retenerla, y ella misma se desvanece.
Los hombres no solamente quieren a la igualdad porque la aman, sino también porque se persuaden de que debe durar siempre. No se encuentran hombres, por limitados y superficiales que se los suponga, que no reconozcan que la libertad política puede con sus excesos comprometer la tranquilidad, el patrimonio y la vida misma de los particulares. Por el contrario, sólo las personas perspicaces y advertidas pueden percibir los peligros con que la igualdad amenaza, y éstas evitan ordinariamente señalarlos, porque saben que los males que temen están muy remotos y se lisonjean de que no alcanzarán sino a las generaciones venideras, de las que se inquieta muy poco la presente. Los males que la libertad causa son algunas veces inmediatos, visibles para todos, y todos, más o menos, los conocen; los males que la extrema igualdad puede producir, no se manifiestan sino poco a poco, se insinúan gradualmente en el cuerpo social; no se los ve más que de tiempo en tiempo y en el momento en que se hacen más violentos, el hábito de verlos hace que ya no se los sienta.
Los bienes que procura la libertad no se descubren sino a la larga, y no es siempre fácil averiguar la causa que los produce.
La libertad política proporciona de tiempo en tiempo, a un cierto número de ciudadanos, placeres sublimes.
La igualdad suministra cada día una gran cantidad de pequeños goces a cada hombre. Sus hechizos se sienten a cada momento y están al alcance de todos; a los corazones más nobles no les son insensibles, y las almas más vulgares hacen de ellos sus delicias. La pasión que la igualdad hace nacer, debe ser a la vez general y enérgica.
Los hombres no pueden gozar de la libertad política sin comprarla mediante algunos sacrificios, y si la consiguen es con muchos esfuerzos; pero los placeres que la igualdad procura se ofrecen por sí solos; cada uno de los pequeños incidentes de la vida privada parece hacerlos nacer, y para gustarlos no se necesita más que vivir.
Los pueblos democráticos quieren la igualdad en todas las épocas; pero hay algunas en que llevan este deseo hasta el extremo de una pasión violenta. Esto sucede en el momento en que la antigua jerarquía social, por largo tiempo amenazada, acaba por destruirse, después de una lucha intestina en la que las barreras que separan a los ciudadanos son al fin derribadas. Los hombres se precipitan entonces hacia la igualdad como si fuera una conquista y se unen a ella como a un bien precioso que se les quisiese arrebatar. La pasión de la igualdad penetra por todas partes en el corazón humano, se extiende en él y, por decirlo así, lo ocupa por entero; y aunque se diga a los hombres que entregándose tan ciegamente a una pasión exclusiva comprometen sus más caros intereses, no lo escucharán. También será inútil advertirles que la libertad se les escapa de las manos mientras fijan su vista en otra parte. Están ciegos y no descubren en todo el universo más que un solo bien digno de envidia.
Todo esto se aplica a las naciones democráticas; lo que sigue no tiene relación más que con nosotros mismos.
En la mayor parte de las naciones modernas, y en particular en todos los pueblos del continente europeo, el gusto y la idea de la libertad no han empezado a nacer y a desenvolverse sino en el momento en que las condiciones empezában a igualarse, y como consecuencia de esta igualdad misma. Los reyes absolutos son los que más han trabajado para igualar las clases entre sus súbditos. En estos pueblos la igualdad ha precedido a la libertad: la igualdad era, pues, un hecho antiguo, cuando la libertad era todavía una cosa nueva; la una había creado ya opiniones, usos y leyes que le eran propios, mientras que la otra se presentaba sola y. por primera vez al mundo. Así, la segunda, apenas existía en los gustos y en las ideas cuando la primera habla ya penetrado en los hábitos, apoderándose de las costumbres y dando un giro particular a las acciones menos importantes de la vida. ¿Será, pues, raro, que los hombres de nuestros días prefieran la una a la otra?
Creo que los pueblos democráticos tienen un gusto natural por la libertad: abandonados a sí mismos, la buscan, la quieren y ven con dolor que se les aleje de ella. Pero tienen por la igualdad una pasión ardiente, insaciable, eterna e invencible; quieren la igualdad en la libertad, y si así no pueden obtenerla, la quieren hasta en la esclavitud; de modo que sufrirán pobreza, servidumbre y barbarie, pero no a la aristocracia.
Esto es exacto en todos los tiempos; pero sobre todo en el nuestro. Los hombres y los poderes que quieren luchar contra esta acción irresistible, serán derribados y destruidos por ella. En nuestros días, la libertad no puede establecerse sin su apoyo, y ni aun el despotismo puede reinar sin ella.