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LIBRO SEGUNDO
Segunda parte
Capítulo quinto
El uso que hacen los norteamericanos de la asociación en la vida civil
No pretendo hablar de esas asociaciones políticas por cuyo medio tratan los hombres de defenderse contra la acción despótica de una mayoría o contra las usurpaciones del poder real. En otro lugar me he ocupado ya de esto. Es evidente que si cada ciudadano, a medida que se hace individualmente más débil y, por consiguiente, más incapaz de preservar por sí solo su libertad, no aprendiese a unirse a sus semejantes para defenderla, la tiranía crecería, necesariamente con la igualdad. No se trata aquí sino de las asociaciones que se forman en la vida civil, y cuyo objeto no tiene nada de político.
Las asociaciones políticas que existen en los Estados Unidos no forman más que una parte del cuadro inmenso que el conjunto de las asociaciones presenta en ese país.
Los norteamericanos de todas las edades, de todas condiciones y del más variado ingenio, se unen constantemente y no sólo tienen asociaciones comerciales e industriales en que todos toman parte, sino otras mil diferentes: religiosas, morales, graves, fútiles, muy generales y muy particulares. Los norteamericanos se asocian para dar fiestas, fundar seminarios, establecer albergues, levantar iglesias, distribuir libros, enviar misioneros a los antípodas y también crean hospitales, prisiones y escuelas. Si se trata, en fin, de sacar a la luz pública una verdad o de desenvolver un sentimiento con el apoyo de un gran ejemplo, se asocian. Siempre que a la cabeza de una nueva empresa se vea, por ejemplo, en Francia al gobierno y en Inglaterra a un gran señor, en los Estados Unidos se verá, indudablemente, una asociación.
He encontrado en Norteamérica ciertas asociaciones, de las cuales confieso que ni aun siquiera tenía idea, y muchas veces he admirado el arte prodigioso con que los habitantes de los Estados Unidos determinan un fin común para los esfuerzos de un gran número de hombres, haciéndolos marchar hacia él libremente. He recorrido después Inglaterra, de donde los norteamericanos han tomado algunas de sus leyes y muchos de sus usos, y me ha parecido que estaban muy lejos de hacer un empleo tan útil y tan constante de la asociación.
Sucede muchas veces que los ingleses realizan aisladamente muy grandes cosas, mientras que apenas hay empresa, por pequeña que sea, para la cual no se unan los norteamericanos. Es evidente que los primeros consideran a la sociedad como un medio poderoso de acción, al paso que los otros ven en ella el único medio con que pueden obrar. Así, el país más democrático de la Tierra, es aquel en que los hombres han perfeccionado más el arte de seguir en común el objeto de sus deseos y han aplicado al mayor número de objetos esta nueva ciencia.
¿Se debe este resultado a un accidente, o consiste tal vez en que hay una relación necesaria entre las asociaciones y la igualdad? Las sociedades aristocráticas encierran siempre en su seno, en medio de multitud de individuos que no pueden nada por sí mismos, un pequeño número de ciudadanos muy ricos y muy poderosos, y cada uno de éstos puede ejecutar por sí solo grandes empresas.
En las sociedades aristocráticas, los hombres no necesitan unirse para obrar, porque se conservan fuertemente unidos. Cada ciudadano rico y poderoso forma allí como la cabeza de una asociación permanente y forzada, que se compone de los que dependen de él y hace concurrir a la ejecución de sus designios.
En los pueblos democráticos, por el contrario, todos los ciudadanos son independientes y débiles; nada, casi, son por sí mismos, y ninguno de ellos puede obligar a sus semejantes a prestarle ayuda, de modo que caerían todos en la impotencia si no aprendiesen a ayudarse libremente.
Si los hombres que viven en los países democráticos no tuviesen el derecho ni la satisfacción de unirse con fines políticos, su independencia correría grandes riesgos; pero podrían conservar por largo tiempo sus riquezas y sus luces, mientras que si no adquiriesen la costumbre de asociarse en la vida ordinaria, la civilización misma estaría en peligro. Un pueblo en que los particulares perdiesen el poder de hacer aisladamente grandes cosas, sin adquirir la facultad de producirlas en común, volvería bien pronto a la barbarie.
Desgradaciadamente, el mismo estado social que hace las asociaciones tan necesarias en los pueblos democráticos, las vuelve más difíciles que en todos los demás.
Cuando muchos miembros de una aristocracia quieren asociarse, lo hacen fácilmente, ya que cada uno de ellos contribuye con una gran fuerza, el número de socios puede ser muy pequeño y entonces les es más fácil conocerse, comprenderse y establecer reglas fijas.
No se encuentra la misma facilidad en las naciones democráticas; allí es preciso que sean muy numerosos los asociados para que la asociación tenga algún poder. Sé que hay muchos contemporáneos míos a quienes esto no detiene, pues pretenden que a medida que los ciudadanos se vuelven más débiles y más ineptos, es preciso hacer al gobierno más activo y más hábil, para que la sociedad ejecute lo que no pueden hacer los individuos. Creen que diciendo esto han respondido a todo, pero yo pienso que se equivocan.
Un gobierno podría ocupar el lugar de algunas de las más grandes asociaciones norteamericanas y, en el seno de la Unión, muchos Estados particulares lo han defendido así.
Pero ¿qué poder político es suficiente a la gran cantidad de empresas pequeñas que los ciudadanos norteamericanos realizan todos los días con ayuda de la asociación?
Es fácil prever que se acerca el tiempo en que el hombre será incapaz de producir por sí solo las cosas más comunes y más necesarias para la vida. La tarea del poder social crecerá incesantemente y sus mismos esfuerzos la harán más vasta cada día, porque cuanto más ocupe el lugar de las asociaciones, mayor necesidad tendrán los particulares de que aquéllos vengan en su ayuda, al perder la idea de asociarse. Éstas son causas y efectos que se producen sin cesar. ¿La administración pública acabará por dirigir todas las industrias para las que no es suficiente un ciudadano aislado? Y si por fin llega un momento en que, por la extrema división de los bienes raíces, se encuentre la tierra repartida hasta lo infinito, de modo que no pueda cultivarse sino por asociaciones de labradores ¿será preciso que el Jefe del gobierno abandone la dirección del Estado para empuñar el arado?
La moral y la inteligencia de un pueblo no correrían menos riesgo que sus negocios y su industria, si el gobierno viniese a formar parte de todas las asociaciones.
Las ideas y los sentimientos no se renuevan, el corazón no se engrandece ni el espíritu humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres sobre otros.
He hecho ver que esta acción es casi nula en los países democráticos y que es preciso crearla artificialmente. Esto es precisamente lo que las asociaciones pueden hacer.
Cuando los miembros de una aristocracia adoptan una idea nueva o conciben un sentimiento nuevo, lo colocan en cierto modo a su lado en el gran teatro en que ellos mismos se hallan, y exponiéndolo así a la vista de la multitud, lo introducen con facilidad en el espíritu o en el corazón de todos aquellos que los rodean.
En los países democráticos, sólo el poder social se halla naturalmente en estado de obrar así; pero es fácil conocer que su acción es siempre insuficiente y muchas veces peligrosa.
Un gobierno no puede bastar para conservar y renovar por sí sólo la afluencia de sentimientos y de ideas en un gran pueblo, así como no podría conducir todas las empresas industriales. En cuanto pretendiese salir de la esfera política, para lanzarse por esta nueva vía, ejercería, sin quererlo, una tiranía insoportable; pues un gobierno no sabe más que dictar reglas precisas, impone los sentimientos e ideas que él favorece y con dificultad se pueden distinguir sus órdenes de sus consejos.
Todavía será peor si se considera realmente interesado en que nada se altere, pues entonces permanecerá inmóvil y entorpecido por un sueño voluntario.
Es, pues, indispensable, que un gobierno no obre por sí solo. Las asociaciones son las que en los pueblos democráticos deben ocupar el lugar de los particulares poderosos que la igualdad de condiciones ha hecho desaparecer.
Tan pronto como varios habitantes de los Estados Unidos conciben un sentimiento o una idea que quieren propagar en el mundo, se buscan con insistencia y así se encuentran y se unen. Desde entonces ya no son hombres aislados, sino un poder que se ve de lejos, cuyas acciones sirven de ejemplo, un poder que habla y que es escuchado.
La primera vez que oí decir en los Estados Unidos que cien mil hombres se habían comprometido públicamente a no hacer uso de licores fuertes, la cosa me pareció más ridícula que seria. Al principio, no veía por qué estos ciudadanos tan sobrios no se contentaban con beber agua en el seno de sus familias, y al fin pude comprender que aquellos cien mil norteamericanos, horrorizados por el progreso que hacia alrededor suyo la embriaguez, habían querido favorecer la sobriedad, obrando precisamente como un gran señor que se vistiera con muchísima sencillez a fin de inspirar a los ciudadanos desprecio por el lujo. Si estos cien mil hombres hubieran vivido en Francia, cada uno se habría dirigido al gobierno suplicándole que vigilase las tabernas en toda la superficie del reino. No hay nada, en mi concepto, que merezca más nuestra atención que las asociaciones morales e intelectuales de Norteamérica. Las asociaciones políticas e industriales de los norteamericanos se conciben fácilmente; pero las otras se nos ocultan y, si las descubrimos, las comprendemos mal, porque nunca hemos visto nada semejante. Se debe reconocer, sin embargo, que son tan necesarias al pueblo norteamericano como las primeras y aún quizá más.
En los países democráticos, la ciencia de las asociaciones es la ciencia madre y el progreso de todas las demás depende del progreso de ésta.
Entre las leyes que rigen las sociedades humanas, hay una que parece más precisa y más clara que todas las demás. Para que los hombres permanezcan civilizados o lleguen a serlo, es necesario que el arte de asociarse se desarrolle entre ellos y se perfeccione en la misma proporción en que la igualdad de condiciones aumenta.
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