Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo octavo de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo noveno

De qué manera aplican los norteamericanos la doctrina del interés bien entendido en materia de religión

Si la doctrina del interés bien entendido no mirase sino a este mundo, en verdad no sería suficiente; pues hay un gran número de sacrificios que no pueden hallar su recompensa sino en el otro, y por grandes esfuerzos que se hicieran para probar la utilidad de la virtud, le sería siempre difícil hacer bien a un hombre que no quisiese morir.

Es, pues, necesario, saber si la doctrina del interés bien entendido puede conciliarse fácilmente con las creencias religiosas.

Los filósofos que la enseñan dicen a los hombres que, para ser felices en la vida, deben vigilar sus pasiones y reprimir con cuidado sus excesos; que no puede adquirirse una felicidad permanente sino renunciando a mil goces pasajeros y que es preciso, en fin, triunfar incesantemente de sí mismo para servirse mejor.

Los fundadores de casi todas las religiones se han expresado poco más o menos del mismo modo; sin indicar a los hombres un camino distinto, no han hecho sino apartar el fin, y en lugar de colocar en este mundo las recompensas de los sacrificios que imponen, las han puesto en el otro. Sin embargo, me niego a creer que todos aquellos que practican la virtud por espíritu de religión obren con la esperanza de una recompensa.

He encontrado cristianos celosos que se olvidan sin cesar de sí mismos, a fin de trabajar con más ardor en beneficio de todos; y los he oído decir que no obran así sino por merecer los bienes del otro mundo; pero no puedo dejar de pensar que se engañan a sí mismos, y los respeto demasiado para creerlos.

Es verdad que el cristianismo nos dice que es preciso preferir el prójimo a uno mismo, para ganar el Cielo; pero también nos enseña que se debe hacer el bien a nuestros semejantes por el amor de Dios. He aquí una bella expresión; el hombre penetra por su inteligencia en el pensamiento divino, ve que el objeto de Dios es el orden, se asocia libremente a este gran designio y, sacrificando sus intereses particulares a este orden admirable de cosas, no espera más recompensa que la satisfacción de contemplarlo.

No creo que el único móvil de los hombres religiosos sea el interés; pero me parece que es el medio principal de que se sirven las religiones mismas para conducir a los hombres, y no dudo que por este lado se apoderan de la multitud y se hacen populares.

No veo, pues, claramente por qué la doctrina del interés bien entendido habría de separar a los hombres de las creencias religiosas y me parece por el contrario, descubrir cómo los acerca a ellas.

Supongo que para alcanzar la felicidad de este mundo un hombre resista en todas las ocasiones al instinto y raciocine con calma sobre todos los actos de la vida; que, en lugar de ceder ciegamente al ímpetu de sus primeros deseos, aprenda el arte de combatirlos y se habitúe a sacrificar sin esfuerzos el placer del momento al interés permante de toda su vida.

Si un hombre semejante tiene fe en la religión que profesa, no le costará mucho sujetarse a las mortificaciones que le impone. La razón misma aconseja hacerlo y la costumbre lo ha preparado con anticipación para sufrirlo. Si tiene dudas acerca del objeto de sus esperanzas no se detendrá en ellas, y juzgará prudente arriesgar algunos de sus bienes de este mundo para conservar sus derechos a la inmensa herencia que se le promete en el otro.

No hay mucho que perder -ha dicho Pascal-, equivocándose en creer que la religión cristiana es verdadera; pero ¡qué desgracia sería equivocarse, creyéndola falsa!

Los norteamericanos no muestran una gran indiferencia por la otra vida, ni desprecian con pueril orgullo los peligros de que esperan sustraerse. Practican su religión sin rubor y sin debilidad; pero se ve ordinariamente hasta en medio de su celo un no sé qué de reposo, de método y de cálculo, que parece que es su razón, más bien que el corazón, la que los conduce al pie de los altares.

No sólo profesan los norteamericanos por interés su religión, sino que ven en este mundo el interés que se puede tener en seguirla.

En la Edad Media, los sacerdotes no hablaban sino de la otra vida y apenas se fijaban en probar que un cristiano sincero podía ser feliz en este mundo. Los predicadores norteamericanos se dirigen sin cesar a las cosas de la Tierra y con dificultad apartan de ellas sus miradas. Para conmover mejor al auditorio le hacen ver, cada día, de qué modo las creencias favorecen la libertad y el orden público, y frecuentemente sucede que es difícil saber, al oírlos, si el objeto principal de la religión es procurar la eterna felicidad en el otro mundo o el bienestar en el presente.

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