Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo tercero de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo quinto de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo décimo cuarto

De qué manera el gusto por los goces materiales se une entre los norteamericanos al amor, a la libertad y al cuidado de los negocios públicos

Cuando un Estado democrático vuelve hacia la monarquía absoluta, la actividad que se tenía anteriormente en los negocios públicos y en los privados, viniendo de golpe a concentrarse en estos últimos, se traduce, por algún tiempo en una gran prosperidad material; mas presto se afloja el movimiento y cesa el desarrollo de la producción.

No creo que se pueda citar un solo pueblo manufacturero y comerciante, desde los tirios hasta los florentinos y los ingleses, que no haya sido libre; luego, hay un lazo estrecho y existe una relación necesaria entre la libertad y la industria. Esto se observa generalmente en todas las naciones, pero más en las democráticas.

He hecho ver anteriormente por qué los hombres que viven en los siglos de igualdad tienen una continua necesidad de la asociación para procurarse casi todos los bienes que codician y, por otra parte, he manifestado cómo la gran libertad política perfeccionaba y vulgarizaba en su seno el arte de asociarse. La libertad de estos siglos es útil particularmente a la producción de las riquezas; y puede verse, al contrario, que el despotismo le es perjudicial.

El estado natural del poder absoluto, en los siglos democráticos, no es ni cruel ni bárbaro, pero sí minucioso y delicado en extremo. Un despotismo de esta índole, aunque no menosprecie a la humanidad, se opone directamente al genio del comercio y a los instintos de la industria. Así, los hombres de los tiempos democráticos tienen necesidad de ser libres, a fin de procurarse con más comodidad los goces materiales que anhelan incesantemente.

Sin embargo, sucede algunas veces que el gusto excesivo que conciben por estos mismos goces, los entrega al primer dueño que se presenta. La pasión del bienestar se vuelve contra ella misma, y aleja sin descubrirlo el objeto de sus ansias.

En la vida de los pueblos democráticos, hay, en efecto, un paso muy peligroso.

Cuando el gusto de los goces materiales se desenvuelve en uno de estos pueblos con más rapidez que las luces y los hábitos de la libertad, sobreviene un momento en que los hombres son arrastrados como fuera de sí mismos, a la vista de estos nuevos bienes que van pronto a adquirir. Preocupados por el solo cuidado de hacer fortuna, no ven el lazo estrecho que une la particular de cada uno de ellos a lá prosperidad de todos, y no hay necesidad de arrancar voluntariamente a tales ciudadanos los derechos que poseen; pues los dejan voluntariamente escapar ellos mismos. El ejercicio de sus deberes políticos les parece un contratiempo que los distrae de su industria; y, si se trata de elegir a sus representantes, de prestar auxilio a la autoridad o de discutir en común los negocios públicos, el tiempo les falta, porque no saben disiparlo en trabajos inútiles. Éstos son allí juegos de ociosos, que no convienen a hombres graves ocupados en los intereses serios de la vida. Tales personas creen seguir la doctrina del interés; pero no se forman de ella sino una falsa idea, y para atender mejor a lo que llaman sus negocios descuidan el principal, que es el ser siempre dueños de sí mismos.

No queriendo los ciudadanos que trabajan pensar en la cosa pública y no existiendo la clase que podría encargarse de este cuidado para llenar sus ocios, el lugar del gobierno queda como vacío. Si, en este momento crítico, un hábil ambicioso viniese a apoderarse del mando, encontraría sin duda libre el camino para todas las usurpaciones.

Si cuida algún tiempo de que todos los intereses materiales prosperen, el campo quedará libre; tanto más cuanto garantice un buen orden. Los hombres que tienen la pasión de los goces materiales descubren de qué manera las agitaciones de la libertad turban su bienestar, antes de darse cuenta de cómo contribuyen a procurárselo, y el menor ruido de las pasiones públicas al penetrar en medio de los pequeños goces de su vida privada, los despierta y les quita el sosiego: el miedo a la anarquía los tiene por mucho tiempo en suspenso y prontos siempre a arrojarse fuera de la libertad al primer desorden.

Convendré, sin dificultad, en que la paz pública es un gran bien; pero no quiero, sin embargo, olvidar que a través del buen orden han llegado los pueblos a la tiranía. No por esto se debe entender que los pueblos deban despreciar la paz pública, sino que es preciso que no se contenten sólo con ella. Una nación que sólo pide a su gobierno la conservación del orden es esclava de su bienestar y es fácil que aparezca el hombre que ha de encadenarla.

El despotismo de los grupos no es menos temible que el de un solo hombre.

Cuando la masa de ciudadanos no quiere ocuparse sino de sus asuntos privados, los partidos menos numerosos no deben perder la esperanza de hacerse dueños de los negocios públicos. Entonces no es raro ver en la vasta escena del mundo, así como en nuestros teatros, a la multitud representada por algunos hombres. Éstos hablan solos, en nombre de una muchedumbre ausente o descuidada; sólo obran en medio de la inmovilidad universal; disponen, según sus caprichos, de todas las cosas; cambian las leyes y tiranizan a su antojo las costumbres; se asombra uno al contemplar el pequeño número de débiles e indignas manos en que así puede caer un gran pueblo.

Hasta hoy, los norteamericanos han evitado felizmente todos los escollos que acabo de indicar y, en verdad, merecen por esto que se les admire.

Quizá no existe país en la Tierra donde se encuentren menos ociosos que en Norteamérica y donde todos los que trabajan busquen con más ansia el bienestar. Pero si la pasión de los norteamericanos por los goces materiales es violenta, al menos no es ciega, y la razón, aunque incapaz de moderarla, la dirige.

Un norteamericano se ocupa de sus negocios privados como si estuviese solo en el mundo, y un momento después se entrega a la cosa pública como si los hubiese olvidado: tan pronto se cree animado de la ambición más egoísta como poseído del patriotismo más vivo, y parece imposible que el corazón humano pueda dividirse de esta manera. Los habitantes de los Estados Unidos muestran alternativamente una pasión tan violenta y tan semejante por su bienestar y su libertad, que puede creerse que estas pasiones se unen y se confunden en algún lugar de su alma. Los norteamericanos ven en su libertad el mejor instrumento y la más grande garantía de su bienestar y aman estas dos cosas, la una por la otra. No piensan que no les interesa mezclarse en los negocios públicos, antes por el contrario, creen que su principal objeto debe ser asegurar por sí mismos un gobierno que les permita adquirir los bienes que desean y que no les prohiba gozar en paz los que ya han adquirido.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo tercero de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo quinto de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha