Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo cuarto de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo sexto de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo décimo quinto

Cómo las creencias religiosas atraen de cuando en cuando el alma de los norteamericanos hacia los goces inmateriales

En los Estados Unidos, cuando llega el séptimo día de cada semana, la vida comercial e industrial de la nación parece suspendida; todos los ruidos cesan. Un profundo reposo, o más bien una especie de recogimiento solemne, le sucede; el alma entra al fin en posesión de sí misma y se contempla.

Durante ese día, los lugares consagrados al comercio están desiertos, cada ciudadano rodeado de su familia se dirige al templo, y allí se le preparan extraños discursos que parecen poco a propósito para su oído; se le habla de los innumerables males causados por el orgullo y la codicia; de la necesidad de reglamentar sus deseos; de los goces que nacen de la virtud y de la verdadera dicha que la acompaña.

Vuelto a su morada, no se le ve correr a los registros de sus negocios; abre el libro de las Sagradas Escrituras y encuentra pinturas sublimes y conmovedoras de la grandeza y de la bondad del Creador, de la infinita magnificencia de las obras de Dios, del alto destino reservado a los hombres, de sus deberes y de sus derechos a la inmortalidad.

Así es como, de tiempo en tiempo, el norteamericano huye en cierto modo de sí mismo y, desligándose por un momento de las pequeñas pasiones que agitan su vida y de los intereses pasajeros que la impulsan, penetra de repente en un mundo ideal en donde todo es grande, puro y eterno.

He examinado, en otro lugar de esta obra, las causas a que era preciso atribuir la conservación de las instituciones políticas de los norteamericanos, y la religión me ha parecido una de las principales. Hoy, que me ocupo de los individuos, la encuentro de nuevo y veo que no es menos útil a cada ciudadano que a todo el Estado.

Los norteamericanos muestran, por su práctica, que sienten la necesidad de moralizar la democracia por medio de la religión. Lo que piensan de sí mismos sobre esto es una verdad de la que toda nación democrática debe estar convencida.

No dudo que la constitución social y política de un pueblo lo disponga a ciertas creencias y a ciertos gustos, en los que ahonda en seguida sin dificultad, mientras que estas mismas causas lo separan de ciertas opiniones y de ciertas inclinaciones, sin que trabaje por sí mismo en ello o, mejor, sin que se lo figure siquiera.

Todo el arte del legislador consiste en discernir bien estas inclinaciones naturales de las sociedades humanas, para saber cuándo es necesario ayudar el esfuerzo de los ciudadanos y cuándo convendría más bien debilitarlo; pues sus obligaciones difieren según los tiempos, y lo único que hay inmóvil es el objeto a que debe dirigirse siempre el género humano, porque los medios para llegar a él varían constantemente.

Si yo hubiese nacido en una época aristocrática, en medio de una nación en la que la riqueza hereditaria de los unos y la pobreza irremediable de los otros desviasen igualmente a los hombres de la idea de lo mejor y tuviesen a las almas como aletargadas en la contemplación del otro mundo, querría que se me permitiese estimular en un pueblo semejante el sentimiento de las necesidades; me ocuparía de descubrir los medios más cómodos y rápidos para satisfacer los nuevos deseos que habría hecho nacer y, dirigiendo hacia los estudios físicos los más grandes esfuerzos del espíritu humano, trataría de excitarlo a la busca del bienestar.

Si sucediera que algunos hombres se acaloraran en busca de la riqueza y mostraran un amor excesivo por toda clase de goces materiales, no me alarmaría; pues estos rasgos particulares desaparecerían muy rápidamente en la fisonomía común.

Mas los legisladores de las democracias tienen otros cuidados.

Que se dé a los pueblos democráticos instrucción y libertad y se les deje obrar y llegarán a obtener sin dificultad todos los bienes que el mundo puede ofrecer; perfeccionarán las artes útiles y harán cada día la vida más cómoda, más grata y más dulce; su estado social los inclina naturalmente hacia ese lado: no temo que se detengan.

Pero, mientras el hombre se complace en esta indagación honesta y legítima del bienestar, debe temerse que al fin pierda el uso de sus más altas facultades y que al pretender mejorarlo todo alrededor suyo, se degrade a su vez. Aquí y no en otra parte está el peligro.

Es preciso que los legisladores de las democracias y todos los hombres honrados y esclarecidos que en ellas viven, se apliquen sin descanso a elevar las almas y a tenerlas dirigidas hacia el Cielo. Es necesario que todos los que se interesan en el porvenir de las sociedades democráticas se unan y, de común acuerdo, hagan continuos esfuerzos para extender en el seno mismo de estas sociedades el placer de lo infinito, el sentimiento de lo grande y el amor a los placeres inmateriales.

Si se encuentran entre las opiniones de un pueblo democrático algunas de esas malignas teorías que tienden a hacer creer que todo perece con el cuerpo, considérese a los hombres que las profesan como enemigos naturales de ese pueblo.

Encuentro entre los materialistas muchas cosas que me ofenden. Sus doctrinas me parecen perniciosas y su orgullo me indigna: si su sistema pudiera servir de alguna utilidad al hombre, me parece que sería solamente la de darles una modesta idea de sí mismos; pero ellos no dejan ver que así sea, y cuando creen haber probado suficientemente que son brutos, se muestran tan soberbios como si hubiesen demostrado que son dioses.

El materialismo es, en todas las naciones, una enfermedad peligrosa del espíritu humano, pero debe temerse particularmente en un pueblo democrático, porque se combina maravillosamente con el vicio más familiar del corazón de estos pueblos.

La democracia favorece el afán de los goces materiales, que si se háce excesivo, dispone bien pronto a los hombres a creer que todo es materia; y el materialismo, a su vez, acaba por arrancarlos con un ardor insensato hacia esos mismos goces materiales. Tal es el círculo fatal a que las naciones democráticas son impelidas. Conviene, pues, que vean el peligro y se contengan.

La mayor parte de las religiones no son sino medios generales, simples y prácticos, de enseñar a los hombres la inmaterialidad del alma, y ésta es la principal ventaja que un pueblo democrático obtiene de las creencias y lo que las hace más necesarias en tal pueblo que en todos los demás.

Cuando una religión, cualquiera que sea, ha echado profundas raíces en el seno de una democracia, guardaos de querer desquiciarla; conservadla más bien con cuidado, como la herencia más preciosa de los siglos aristocráticos; no tratéis de arrancar a los hombres sus antiguas opiniones religiosas para sustituirlas por otras nuevas, porque en el tránsito de una fe a otra, el alma puede encontrarse un momento vacía de creencias, extenderse en ella el amor a los goces materiales, y venir éstos a ocuparla totalmente.

Seguramente la metempsicosis no es más razonable que el materialismo, pero si fuese absolutamente indispensable que una democracia eligiese entre los dos, no vacilaría en juzgar que los ciudadanos corren menos riesgo de embrutecerse, pensando que su alma va a pasar al cuerpo de un cerdo, que creyendo que no existe.

La creencia en un principio inmaterial e inmoral, unido por algún tiempo a la materia, es tan necesaria para la grandeza del hombre, que produce excelentes efectos, aun sin hacer mérito de las recompensas y de las penas, limitándose a pensar que después de la muerte el principio divino encerrado en el hombre se absorbe en Dios o va a animar a otra criatura.

Aquéllos consideran el cuerpo como la parte secundaria e inferior de nuestra naturaleza y la desprecian aun en el momento mismo de sufrir su influencia; en tanto que tienen un aprecio natural y una admiración secreta para la parte inmaterial del hombre, todavía rehusan algunas veces someterse a su imperio. Esto basta para dar cierto giro elevado a sus ideas y a sus gustos, y para dirigirlos sin interés y como por sí mismos hacia los sentimientos puros y a las grandes ideas.

No es cierto que Sócrates y su escuela tuviesen opiniones fijas sobre lo que debía acontecer al hombre en la otra vida; pero la sola creencia que admitían, de que el alma no tiene nada de común con el cuerpo y que le sobrevive, bastó para dar a la filosofía platónica esa especie de elevación sublime que la distingue.

Cuando se lee a Platón, se descubre que en los tiempos anteriores a él y en el suyo mismo, existían muchos escritores que preconizaban el materialismo. Sus escritos no han llegado hasta nosotros, o si llegaron fue en forma muy incompleta. Así ha sucedido en casi todos los siglos; la mayor parte de las grandes reputaciones literarias se han unido al espiritualismo; el instinto y el gusto del espíritu humano sostienen esta doctrina, la salvan frecuentemente a despecho de los hombres, y conservan los nombres de los que se adhieren a ella. No hay que creer, pues, que la pasión de los goces materiales y las opiniones que nacen de ella puedan bastar jamás a un pueblo, cualquiera que sea, por otra parte, su estado político. El corazón del hombre es más vasto de lo que se supone; puede sentir a un mismo tiempo el gusto hacia los bienes de la tierra y el amor por los del cielo, y aunque parezca algunas veces entregarse con pasión a uno de los dos, jamás pasará mucho tiempo sin ocuparse del otro.

Si es fácil ver que particularmente en los tiempos de democracia es cuando más importa que imperen las opiniones espiritualistas, no es fácil decir de qué manera deben obrar los que gobiernan los pueblos democráticos para que aquéllas reinen.

No creo en la prosperidad ni en la duración de las filosofías oficiales y, en cuanto a las religiones de Estado, siempre he creído que si alguna vez podían servir momentáneamente a los intereses del poder político, tarde o temprano serían fatales para la Iglesia.

No soy tampoco del número de los que juzgan que para realzar la religión a los ojos de los pueblos y honrar el espiritualismo que ella representa, convenga dar indirectamente a sus ministros una influencia política que la ley les rehusa. Me siento tan penetrado de los peligros que corren las creencias cuando sus intérpretes se mezclan en los negocios públicos, y estoy tan convencido de que es preciso mantener a todo trance el cristianismo en el seno de las democracias nuevas, que preferiría encadenar a los sacerdotes en el santuario a dejarlos salir de él. ¿Qué medios quedan, pues, a la autoridad para conducir a los hombres hacia las opiniones espiritualistas o retenerlos en la religión que las inspira?

Lo que voy a decir va a perjudicarme mucho a los ojos de los políticos: creo que el único medio eficaz de que los gobiernos pueden servirse para honrar el dogma de la inmortalidad del alma, es obrar siempre como si ellos mismos lo creyesen, y pienso que adaptándose escrupulosamente a la moral religiosa en los grandes negocios, es como pueden lisonjearse de enseñar a los ciudadanos a conocerla, a amarla y a respetarla en los pequeños.

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