Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo sexto de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo octavo de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo décimo séptimo

Por qué en los tiempos de igualdad y de duda conviene alejar el objeto de las acciones humanas

En los siglos de fe, se coloca el objeto final de la vida más allá de la vida misma. Los hombres de tales épocas se acostumbran naturalmente y, por decirlo así, sin querer, a considerar durante una larga serie de años, un objeto inmóvil hacia el cual marchan siempre, y poco a poco aprenden a reprimir mil pequeños deseos pasajeros, para llegar después a satisfacer mejor ese grande y permanente deseo que los atormenta. Cuando los mismos hombres quieren ocuparse de las cosas de la Tierra, se vuelven a encontrar con semejantes hábitos y fijan a sus acciones de acá abajo un objeto general y determinado, hacia el cual se dirigen todos sus esfuerzos. No se les ve emprender diariamente nuevos proyectos, pero tienen ciertos designios que no dejan de proseguir. Esto explica por qué los pueblos religiosos han hecho a menudo tantas cosas duraderas; se ve que al ocuparse del otro mundo, habían hallado el gran secreto de ser felices en éste.

Las religiones habitúan generalmente al hombre a conducirse en función del porvenir, siendo en esto último tan útiles a la felicidad de esta vida como de la otra: ése es uno de sus principales aspectos políticos.

Pero, a medida que se oscurecen las luces de la fe, la vista de los hombres se recoge, y se diría que cada vez el objeto de las acciones humanas les parece más próximo.

Una vez que se han acostumbrado a no ocuparse de lo que debe sucederles después de su vida, se les ve caer fácilmente en esa completa y brutal indiferencia del porvenir, que responde exactamente a ciertos instintos de la especie humana. En cuanto pierden la costumbre de colocar el objeto de sus principales esperanzas a una larga distancia, se inclinan a realizar sin retraso sus menores deseos, y parece que desde el momento en que desesperan de vivir eternamente, se disponen a obrar como si no debiesen existir más que un solo día.

Siempre es de temerse en los siglos de incredulidad que los hombres se entreguen a la diaria contingencia de sus deseos y que, renunciando del todo a obtener lo que no pueden adquirir sin muchos esfuerzos, no constituyan nada grande, pacífico ni estable.

Este peligro es todavía mayor si, en un pueblo que tenga tales disposiciones, el estado social se vuelve democrático.

Cuando cada uno trata incesantemente de cambiar de puesto, cuando una inmensa competencia se abre a todos y las riquezas se acumulan y disipan en pocos instantes en medio del tumulto de la democracia, la idea de una fortuna fácil y repentina, de grandes bienes prontamente adquiridos y perdidos y la imagen de la casualidad, bajo todas sus formas, se presentan al espíritu humano. La inestabilidad del estado social favorece la volubilidad natural de los deseos, y en medio de esas perpetuas fluctuaciones de la suerte, lo presente se engrandece, oculta el porvenir que se borra y los hombres no quieren ocuparse sino del día siguiente.

En este país en que, por un concurso desdichado, la irreligión y la democracia se encuentran, los filósofos y los gobernantes deben interesarse en alejar siempre de la vista de los hombres el objeto de las acciones humanas.

Es preciso que el moralista aprenda a defenderse, circunscribiéndose al espíritu de su siglo y de su país; que diariamente se esfuerce en hacer ver a sus contemporáneos que, en medio del movimiento perpetuo que los rodea, es más fácil de lo que ellos suponen, concebir y ejecutar grandes empresas; que les haga ver que, aunque la humanidad haya cambiado de aspecto, los métodos con cuya ayuda pueden los hombres procurarse la prosperidad de este mundo, son los mismos, y que tanto en los pueblos democráticos como en los demás, solamente resistiendo a mil pequeñas pasiones particulares de todos los días, es como se puede llegar a satisfacer la pasión general del bienestar, que nos atormenta continuamente.

El deber de los que gobiernan se halla asimismo determinado. Si en todos los tiempos conviene que los que dirigen las naciones se conduzcan con la mira puesta en el porvenir, todavía es esto más necesario en las épocas democráticas y de incredulidad. Obrando así, los jefes de las democracias hacen, no solamente prosperar los negocios públicos, sino que con su ejemplo enseñan a los particulares el arte de manejar los negocios privados.

Es preciso, sobre todo, que se esfuercen en desterrar cuanto les sea posible el azar del mundo político.

La súbita e inmerecida elevación de un cortesano no produce sino una impresión pasajera en un país aristocrático, porque el conjunto de las instituciones y de las creencias obliga habitualmente a los hombres a marchar con lentitud por caminos de que no pueden separarse.

Pero nada hay tan pernicioso como presenciar semejantes ejemplos por un pueblo democrático. Acaban precipitando su corazón hacia la corriente que todo lo arrastra. Principalmente en los tiempos de escepticismo y de igualdad es cuando se debe evitar con cuidado que el favor del pueblo o el del príncipe, cuando el azar nos favorece o nos priva, ocupe el lugar de la ciencia o del trabajo. Debe desearse que cada progreso parezca el fruto de un esfuerzo, de tal suerte que no haya grandezas fáciles de adquirir, y que la ambición se vea obligada a fijar por largo tiempo sus miradas en un objeto antes de lograrlo.

Es preciso que los gobiernos se apliquen por volver a dar a los hombres ese gusto por el porvenir, que no inspiran ya ni la religión ni el estado social y que, sin decirlo, enseñen cada día prácticamente a los ciudadanos que la riqueza, el poder y la fama, son la recompensa del trabajo; que los grandes éxitos se encuentran al final de los grandes deseos, y solamente es duradero lo que se obtiene con esfuerzo.

Cuando los hombres se han habituado a prever con mucha anticipación lo que les debe suceder aquí abajo y a alimentarse con esperanzas, les es difícil contener su espíritu en los límites precisos de la vida, y están dispuestos a traspasarIos para extender sus miradas hacia el más allá.

No dudo que habituando a los ciudadanos a pensar en el porvenir en este mundo, se les acercaría poco a poco, y sin que ellos mismos lo supiesen, a las creencias religiosas.

Así, el medio que permite a los hombres prescindir, hasta cierto punto, de la religión, es quizá, después de todo, el único que nos queda para volver a atraer por un largo rodeo al género humano hacia la fe.

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