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LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo primero

De qué manera se suavizan las costumbres a medida que se igualan las condiciones

Vemos, desde hace varios siglos, que las condiciones se igualan y descubrimos a la vez que las costumbres se moderan. Pero, esas dos cosas, ¿son solamente contemporáneas, o existe entre ellas algún lazo secreto que no permita a la una adelantar sin la otra?

Hay varias causas que pueden concurrir a hacer menos toscas las costumbres de un pueblo; pero, entre todas, la que me parece más poderosa es la igualdad de condiciones. Ésta, y la suavidad de las costUmbres, no sólo son en mi concepto hechos contemporáneos, sino también correlativos.

Cuando los fabulistas quieren interesarnos en las acciones de los animales, atribuyen a éstos ideas y pasiones humanas, y del mismo modo obran los poetas cuando hablan de genios y de ángeles, porque no hay desdichas tan grandes ni felicidad tan completa que puedan detener nuestro espíritu y ocupar nuestro corazón, si no se nos presentan a nosotros mismos bajo caracteres distintos.

Esto puede muy bien aplicarse al objeto que ahora nos ocupa.

Cuando todos los hombres están colocados de una manera irrevocable, según su profesión, sus bienes y su nacimiento, en el seno de una sociedad aristocrática, los miembros de cada clase se consideran hijos de la misma familia y experimentan unos por otros una continua y activa simpatía que jamás podrá encontrarse en el mismo grado entre los ciudadanos de una democracia.

Pero no sucede lo mismo con las diferentes clases entre sí.

En un pueblo aristocrático, cada casta tiene sus opiniones, sus sentimientos, sus derechos, sus costumbres y hasta su existencia aparte. Así, los hombres que la componen no se parecen a los otros, ni tienen el mismo modo de pensar y de sentir y apenas creen que forman parte de la misma humanidad; no pueden comprender bien lo que los otros experimentan ni juzgarlo por ellos mismos.

No obstante, algunas veces se les ve prestarse con ardor un auxilio mutuo; mas esto no se opone a lo que precede.

Estas mismas instituciones aristocráticas que habían habían hecho tan diferentes a los seres de una misma especie, los habían unido, sin embargo, unos con otros con un lazo político muy estrecho.

Aunque el esclavo no se interesase naturalmente en la suerte de los nobles, no por esto se creía menos obligado a sacrificarse por el que entre ellos era su jefe, y aunque el noble se creyese de naturaleza diferente a la de los siervos, juzgaba, sin embargo, que su honor y su deber lo obligaban a defender, con peligro de su propia vida, a los que vivían en sus dominios.

Es evidente que estas obligaciones mutuas no nacían del derecho natUral, sino del político y que la sociedad obtenía más de lo que la humanidad sola hubiera podido hacer, pues el apoyo no se prestaba por la calidad de hombre, sino por la de vasallo o señor. Las instituciones feudales hacían muy sensibles los males de ciertos hombres, pero no las miserias de la especie humana. Prestaban más bien generosidad que dulzura a las costumbres, y aunque surgiesen grandes sacrificios, no hacían nacer verdaderas simpatías; pues no hay simpatías reales sino entre personas semejantes, y en los siglos aristocráticos no se consideran como tales sino los miembros de la misma casta.

Cuando los cronistas de la Edad Media, que pertenecían todos por su nacimiento o por sus hábitos a la aristocracia, refieren el fin trágico de un noble, lo hacen con mucho dolor; mas nos cuentan la matanza y los tormentos de la gente del pueblo sin emoción y sin relieve alguno.

No es que esos escritores tuvieran un odio habitual o un desprecio sistemático por el pueblo. La guerra no estaba entonces declarada entre las diversas clases del Estado; obedecían a un instinto más bien que a una pasión, y como no se formaban una idea clara de los sentimientos del pueblo, se interesaban débilmente por su suerte.

Así sucedía también con los hombres del pueblo en cuanto el lazo feudal llegaba a romperse. Los mismos siglos que han presenciado tantos sacrificios heroicos de los vasallos por sus señores, han sido testigos de crueldades inauditas que de tiempo en tiempo han ejercido las clases bajas contra las altas.

Esta mutua insensibilidad no dependía solamente de la falta de orden y de cultura, pues se encuentran aún sus huellas en los siglos siguientes, que después de haberse hecho moderados y cultos, continuaron siendo todavía aristocráticos.

En el año 1675, las clases bajan de la Bretaña se sublevaron con motivo de un nuevo impuesto. Estos movimientos tumultuosos fueron reprimidos con una atrocidad sin ejemplo. He aquí cómo Madame de Sévigné, testigo de estos horrores, los refiere a su hija:

En Rochers, a 3 de octubre de 1675.

Por Dios, hija mía, qué graciosa es tu carta de Aix; ojalá las leyeses de nuevo antes de enviarlas, pues lo que tienen de agradable te compensaría el trabajo de escribir tantas. ¿Has visitado ya toda la Provenza? No habría por cierto ningún placer en recorrer la Bretaña, a menos que guste mucho oler el vino. ¿Quieres saber noticias de Rennes? Se ha impuesto una contribución de cien mil escudos, y si no se entrega esa suma en veinticuatro horas se doblará y se exigirá por la tropa. Todos los habitantes de una gran calle han sido echados y desterrados, y se ha prohibido, bajo pena de la vida, recogerlos; de suerte que se ven estos miserables, entre los cuales hay recién paridas, viejos y niños, andar errantes llorando al salir de esta ciudad, sin saber a dónde ir, sin tener con qué alimentarse ni dónde dormir. Anteayer murió en el suplicio de la rueda el que tocaba el violín cuando empezó la bulla y el robo del papel sellado, lo descuartizaron y expusieron sus miembros en los cuatro ángulos de la ciudad. Han arrestado a sesenta vecinos y desde mañana empezarán a ahorcarlos. Esta provincia es un lindo ejemplo para las otras, y principalmente para enseñar a respetar gobernadores y gobernadoras, y a no tirar piedras a su tejado (1).

Madame de Tarente estuvo ayer en estos bosques con un tiempo delicioso; pero no hay que hablarle de habitación ni de comida, pues entra por una puerta y vuelve a salir por la otra ...

En otra carta añade:

Me hablas de un modo chistoso de nuestras miserias; ya no hay tantos ajusticiados en la rueda; sólo uno cada ocho días, para entretener a la justicia. Es verdad que la horca me parece ahora un refresco. Desde que estoy en esta comarca, me he formado una idea muy diferente de la justicia. Vuestros galeotes me parecen una sociedad de hombres de bien, que se han retirado del mundo para llevar una vida más tranquila.

No se crea que Madame de Sévigné, que escribió estas líneas, era un ente bárbaro y egoísta; amaba apasionadamente a sus hijos y se mostraba muy sensible a las penas de sus amigos; leyendo sus obras, se descubre que trataba con bondad e indulgencia a sus vasallos y servidores; pero Madame de Sévigné no concebía muy claramente que pudiera sufrir el que no era gentilhombre.

En nuestros días, el hombre más cruel, escribiendo a la persona más insensible, no se entregaría con calma a la insoportable y dolorosa burla que acabo de reproducir, y aun cuando sus costumbres particulares se lo permitiesen, las generales de la nación se lo prohibirían.

¿De dónde viene esto? ¿Somos nosotros más sensibles que nuestros padres? No lo sé, pero seguramente nuestra sensibilidad se extiende a más objetos.

Cuando las clases son casi iguales en un pueblo, todos los hombres tienen poco más o menos el mismo modo de pensar y de sentir y cada uno puede juzgar en un momento las sensaciones de todos los demás; echa una mirada rápida sobre sí mismo y esto le basta. No hay desdichas que no conciba sin dificultad, cuya extensión le descubre un instinto secreto. En vano se tratará de extranjeros o de enemigos; su imaginación lo colocará pronto en lugar de ellos, mezclando a su piedad algo personal que le hará sufrir a él mismo cuando se despedaza el cuerpo de su semejante.

Raras veces se sacrifican los hombres unos por otros en los países democráticos; pero muestran una compasión general por todos los miembros de la especie humana. No se les ve causar males inútiles y, cuando sin perjudicarse mucho a sí mismos pueden aliviar los dolores ajenos, tienen gusto en hacerlo; no son verdaderamente desinteresados, pero sí benignos y amables.

Aunque los norteamericanos hayan reducido, por decirlo así, el egoísmo a teoría social y filosófica, no se muestran por eso menos accesibles a la compasión.

No hay país en que la justicia penal se administre con más benignidad que en los Estados Unidos y, mientras los ingleses parece que quieren conservar como cosa preciosa en su legislación los sangrientos vestigios de la Edad Media, los norteamericanos casi han hecho desaparecer la pena de muerte de sus códigos.

Creo que la América del Norte es el único país de la Tierra en donde, desde hace cincuenta años, no se ha quitado la vida a un solo ciudadano, por delitos políticos.

Lo que acaba de probar que esta singular dulzura de los norteamericanos proviene principalmente de su estado social, es la manera como tratan a sus esclavos.

Quizá no exista colonia europea en el Nuevo Mundo en que la condición física de los negros sea menos dura que en los Estados Unidos. Sin embargo, los esclavos sufren allí todavía espantosas miserias y se hallan constantemente expuestos a castigos muy crueles. Es fácil descubrir que la suerte de estos infortunados inspira poca compasión a sus amos y que éstos ven en la esclavitud, no solamente un hecho del que se aprovechan, sino también un mal que no los conmueve siquiera. De suerte que el mismo hombre lleno de humanidad hacia sus semejantes cuando son sus iguales, se vuelve insensible a sus desdichas desde que cesa la igualdad. Es preciso, pues, atribuir su dulzura a esta igualdad, más bien que a la cavilización y a la instrucción.

Lo que acabo de decir de los individuos, se aplica hasta cierto punto a los pueblos.

Cuando cada nación tiene sus opiniones, sus creéncias, sus leyes y sus usos aparte, se considera como formando ella sola la humanidad entera y no se siente afectada sino por sus propias desgracias. Si la guerra llega a encenderse entre dos pueblos dispuestos de este modo, no puede dejar de ser cruel y bárbara.

Los romanos en tiempo de sus mayores luces, degollaban a los generales enemigos, después de haberlos arrastrado en triunfo detrás de un carro y echaban los prisioneros a las bestias para divertir al pueblo. Cicerón, que se lamenta a grandes voces ante la idea de un ciudadano crucificado, no encuentra nada que censurar en estos atroces abusos de la victoria. Es evidente que a sus ojos un extranjero no es de la misma especie humana que un romano.

Al contrario, a medida que los pueblos se vuelven más semejantes los unos a los otros, se muestran recíprocamente más compasivos hacia sus miserias, y el derecho de gentes se suaviza.




Notas

(1) Para conocer el sentido de esta burla, es preciso no olvidar que Madame de Grignan era gobernadora de Provenza.

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