Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo segundo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo cuarto de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo tercero

Por qué los norteamericanos son tan poco susceptibles en su país y se muestran tan susceptibles en el nuestro

Los norteamericanos tienen un temperamento vengativo, como todos los pueblos serios y reflexivos. No olvidan casi nunca una ofensa; pero no es fácil ofenderlos, y su resentimiento es tan lento en inflamarse como en extinguirse.

En las sociedades aristocráticas, donde un pequeño número de individuos dirige todas las cosas, las relaciones exteriores de los hombres entre sí están sometidas a convenciones, más o menos fijas. Entonces, cada uno cree saber con precisión de qué manera conviene manifestar su respeto o mostrar su benevolencia, y la etiqueta es una ciencia que a nadie se disculpa ignorar.

Estos usos de la primera clase sirven de modelo a todas las demás, y cada una de ellas se hace un código aparte, al que todos sus miembros están obligados a conformarse.

Así, las reglas de urbanidad forman una legislación compleja que es difícil poseer completamente y de la cual no es permitido separarse sin riesgo; de suerte que cada día los hombres están expuestos sin cesar a hacer o a recibir involuntariamente crueles heridas.

Mas a medida que las clases desaparecen, que los hombres distintos por su educación y su nacimiento se mezclan y se confunden en los mismos lugares, se hace casi imposible extenderse acerca de las reglas del buen vivir. Como la ley es indeterminada, desobedecer no es un crimen ni a los ojos mismos de los que la conocen; se fijan más bien en el fondo de las acciones que en la forma, y se llega a ser a la vez menos cortés y menos pendenciero.

Hay una infinidad de pequeños miramientos de los que no hace caso un norteamericano, porque juzga que no se le deben o supone que ignoran debérselos.

No se da cuenta tampoco de que se le falta o bien lo dispensa; de suerte que sus maneras vienen a ser más corteses y sus costumbres más simples y varoniles.

Esta indulgencia recíproca que muestran los norteamericanos y esta viril confianza que manifiestan, procede todavía de una causa más general y profunda, que ya he indicado en el capítulo anterior.

En los Estados Unidos, las clases no difieren sino muy poco en la sociedad civil y absolutamente nada en el mundo político; un norteamericano no se cree obligado a hacer servicios particulares a ninguno de sus semejantes, ni los exige tampoco de los demás. Como no ve que su interés consista en procurarse con ardor la compañía de algunos de sus conciudadanos, apenas se figura que puedan rechazar la suya; como a nadie desprecia por su condición, se imagina que por la misma causa nadie puede despreciarlo, y hasta que no ve claramente la injuria, no cree que se trate de ultrajarle.

El estado social dispone naturalmente a los norteamericanos a no ofenderse con facilidad por pequeñeces; y, por otro lado, la libertad democrática de que gozan acaba por hacer pasar esta mansedumbre a las costumbres nacionales.

Las instituciones políticas de los Estados Unidos ponen incesantemente en contacto a los ciudadanos de todas las clases y los obligan a seguir en común grandes empresas. Personas tan ocupadas tienen poco tiempo para fijarse en los pormenores de la etiqueta y mucho interés además en vivir de acuerdo para detenerse en ella. Fácilmente se acostumbran a considerar en aquellos con quienes se ven, los sentimientos y las ideas, más bien que sus modales, y no se alteran por bagatelas.

He notado muchas veces que en los Estados Unidos es difícil hacer comprender a un hombre que molesta su presencia, y no siempre basta para esto servirse de medios indirectos.

Si contradigo a cada paso a un norteamericano con el objeto de darle a conocer que sus discursos me importunan, lo veo hacer nuevos esfuerzos para convencerme; si guardo un obstinado silencio, se imagina que reflexiono profundamente en las verdades que me presenta, y cuando al fin logro desprenderme de él, supone que un negocio urgente me llama a otra parte. Este hombre no comprende que me cansa sin que yo se lo diga y no puedo librarme de él, sino haciéndome su enemigo mortal.

Lo que sorprende a primera vista es que este mismo hombre transportado a Europa pase de repente a un trato desagradable y difícil, hasta tal punto que es casi tan imposible dejar de ofenderlo como lo era antes el desagradarlo. Mas estos dos efectos tan diferentes son producidos por la misma causa.

Las instituciones democráticas dan, en general, a los hombres, una vasta idea de su patria y de sí mismos. El norteamericano sale de su país, lleno de orgullo, llega a Europa y desde luego descubre que no se ocupan tanto como él se imaginaba de los Estados Unidos y del gran pueblo que los habita. Esto comienza a resentirlo.

Ha oído decir que las condiciones no son iguales en nuestro hemisferio, y en efecto advierte que entre las naciones de Europa la distinción de clases no se ha borrado enteramente; que la riqueza y el nacimiento conservan privilegíos inciertos que él no puede despreciar ni definir. Ese espectáculo lo inquieta y lo sorprende, porque es del todo nuevo para él, y nada de lo que ha visto en su país le ayuda a comprenderlo. No sabe absolutamente qué lugar le conviene ocupar en esta jerarquía medio destruida y entre estas clases bastante diferentes para aborrecerse y despreciarse y bastante unidas para que esté siempre dispuesto a confundirlas. Teme colocarse muy alto, y más todavía muy bajo; este doble riesgo tiene su espíritu mortificado y dificulta constantemente sus actos y sus discursos.

La tradición le ha enseñado que en Europa el ceremonial variaba hasta lo infinito, según las condiciones; ese recuerdo acaba de inquietarle, y teme tanto más no obtener las consideraciones que le son debidas, cuanto que precisamente no sabe en qué consisten. Camina siempre como un hombre rodeado de emboscadas, y la sociedad, lejos de ser para él un recreo, es un trabajo serio. Fija la atención en las más mínimas acciones de los demás, observa sus miradas y analiza con cuidado todas sus palabras, temiendo que encierren algunas alusiones ocultas que lo ofendan. No sé si es posible encontrar un gentilhombre de aldea más puntilloso en cuanto a ceremonias; lo cierto es que se esfuerza en obedecer las más insignificantes leyes de la etiqueta, y no sufre que se olvide ninguna para con él; está a la vez lleno de exigencias y de escrúpulos; desearía hacer lo suficiente, pero teme hacer demasiado, y como no conoce bien los límites de lo uno ni de lo otro, se mantiene en una reserva embarazosa y altiva.

Pero no es eso todo, y vamos a examinar otro doblez del corazón humano.

Un norteamericano habla constantemente de la admirable igualdad que reina en los Estados Unidos y tiene un gran orgullo por su país; pero se aflije en secreto por sí mismo y aspira a demostrar que él es la excepción del orden general que preconiza.

Apenas se encuentra un norteamericano que no crea tener alguna relación por su nacimiento con los primeros fundadores de las colonias, y en cuanto a los vástagos de las grandes familias de Inglaterra, Norteamérica me ha parecido llena de ellos.

El primer cuidado de todo norteamericano opulento, cuando llega a Europa, es rodearse de todos los esplendores del lujo, y teme tanto que se le considere como simple ciudadano de una democracia, que se compone de mil maneras para presentar todos los días una nueva imagen de su riqueza; se aloja por lo común en el principal barrio de la ciudad y tiene siempre una multitud de criados.

Oí a un norteamericano quejarse de que en los principales salones de París no se encontraba sino una sociedad mezclada: el gusto que reina en ellos no le parecía bastante puro y dejaba comprender con maña que, en su opinión, las maneras no eran muy delicadas. En fin, le parecía extraño ver disfrazado el ingenio con formas vulgares.

Semejantes contrastes no deben sorprender en absoluto.

Si la huella de las antiguas distinciones aristocráticas no hubiese desaparecido completamente en los Estados Unidos, los norteamericanos se mostrarían menos sencillos y menos tolerantes en su país, y también menos exigentes y más naturales en el nuestro.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo segundo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo cuarto de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha