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LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo quinto
Cómo la democracia modifica las relaciones que existen entre servidor y amo
Un norteamericano, que por largo tiempo había viajado por Europa, me decía un día:
Los ingleses tratan a sus sirvientes con una altivez y con maneras tan dominantes, que nos sorprenden; mas, al mismo tiempo, no podemos concebir la familiaridad y cortesía de los franceses para con los suyos, pues se diría que no se atreven a mandarlos. La actitud del superior y la del inferior no se hallan bien definidas.
Esta observación es justa y yo mismo la he hecho muchas veces. Siempre he considerado que Inglaterra es, en nuestros días, el país donde el lazo de la condición de criado se halla más apretado, y Francia el punto de la Tierra donde está más flojo. En ninguna parte me ha parecido el amo más alto ni más bajo que en estos dos países.
Los norteamericanos se colocan entre los dos extremos; éste es el hecho superficial y aparente. Es necesario retroceder a otros tiempos para poder descubrir las causas.
Todavía no se han visto sociedades donde las condiciones sean tan iguales, que no se encuentren ricos ni pobres; y por consiguiente, amos y criados.
La democracia no impide que estas dos clases de hombres existan; pero sí cambia su condición y modifica sus relaciones.
En los pueblos aristocráticos, los sirvientes forman una clase particular tan invariable como la de los amos. Pronto se establece un orden fijo; en la primera, como en la segunda, aparece una jerarquía de clases numerosas y conocidas, y las generaciones se suceden sin que cambie su posición. Estas dos sociedades distintas se rigen por principios análogos.
Esa condición aristocrática no influye menos sobre las ideas y las costumbres de los criados que sobre las de los señores y, aunque los efectos sean diferentes, es fácil reconocer la misma causa.
Los unos y los otros forman como pequeñas naciones en medio de la grande y vienen a establecerse entre ellos ciertas nociones permanentes de lo justo y de lo injusto. Los actos de la vida se contemplan desde un punto de vista particular y enteramente invariable. Tanto en la sociedad de los sirvientes como en la de los amos, los hombres ejercen una gran influencia unos sobre otros; reconocen reglas fijas y, en defecto de la ley, hallan una opinión pública que los dirige; así reinan entre ellos ciertos hábitos determinados y cierta escrupulosidad.
Es verdad que estos hombres, cuyo destino es obedecer, no entienden por gloria, honradez, virtud ni decencia, lo mismo que sus amos. Pero se han hecho una especie de gloria, de virtud y de honradez de sirvientes, y conciben, si puedo expresarme así, un cierto honor servil (1).
Del hecho de que una clase sea baja, no debe inferirse que todos los que pertenecen a ella lo sean igualmente en el alma, porque esta sería una grave equivocación. Por inferior que sea, siempre el que se encuentra a la cabeza y que no tiene la idea de dejarla, ocupa una posición aristocrática que le sugiere sentimientos elevados, un alto orgullo y un respeto por sí mismo, que le hacen capaz de grandes virtudes y de acciones poco comunes.
No era raro encontrar en los pueblos aristocráticos, al servicio de los grandes, almas nobles y vigorosas que soportaban la servidumbre sin sentirla y se sometían a la voluntad de sus dueños sin temer nunca su enojo.
Mas no sucede así a menudo en las clases inferiores de la servidumbre, pues el que ocupa el extremo de una jerarquía de criados está siempre muy bajo.
Los franceses crearon expresamente una palabra para esta última clase de sirvientes de la aristocracia: los llamaban lacayos.
La voz lacayo servía para representar el extremo de la bajeza humana y cuando en la antigua monarquía se deseaba pintar de un solo golpe a un ser vil y degradado, se decía que tenía el alma de un lacayo. Con esto sólo bastaba, pues el sentido era completo y explícito.
La desigualdad permanente de condiciones, no sólo da a los sirvientes ciertas virtudes y vicios particulares, sino que los coloca en relación con sus señores en una posición especial.
En los pueblos aristocráticos, el pobre se familiariza desde su infancia con la idea de ser mandado, y hacia cualquier parte que dirija su vista encuentra siempre la imagen de la jerarquía y el aspecto de la obediencia.
En los países donde reina la desigualdad permanente de condiciones, el amo obtiene fácilmente de sus sirvientes una obediencia completa, dócil, pronta y respetuosa, porque éstos veneran en él, no sólo al dueño, sino a la clase de los dueños; el señor obra en el ánimo de los criados con toda la fuerza de la aristocracia.
Ordena sus actos, dirige hasta cierto punto sus pensamientos y ejerce frecuentemente, aun sin advertirlo, un prodigioso imperio sobre las opiniones, los hábitos y las costumbres de los que obedecen, extendiéndose su influencia mucho más lejos todavía que su autoridad.
En las sociedades aristocráticas, no solamente hay familias hereditarias de criados, tanto como familias hereditarias de amos; sino que las mismas familias de criados durante muchas generaciones, sirviendo a las mismas familias de amos (son como líneas paralelas que no se separan ni se unen); lo cual modifica profundamente las relaciones mutuas de esas dos clases de personas.
Aunque en la aristocracia no se parezcan en nada el amo y el criado y, por el contrario, la fortuna, la educación, las opiniones y los derechos los coloquen a una inmensa distancia en la escala de los seres, el tiempo, sin embargo, viene al fin a ligarlos: una larga serie de recuerdos los une, y por diferentes que sean llegan a asemejarse; mientras en las democracias, donde natUralmente son todos semejantes, permanecen siempre extraños el uno al otro.
En los pueblos aristocráticos el dueño llega, pues, a considerar a sus sirvientes como una parte inferior y secundaria de sí mismo y frecuentemente se interesa en su suerte como un último esfuerzo de su egoísmo.
Los criados, por su parte, no están lejos de considerarse desde el mismo punto de vista, y se identifican algunas veces tanto con la persona del amo, que llegan a ser al fin su accesorio, tanto a sus propios ojos como a los de aquél.
El sirviente ocupa en las aristocracias una posición subordinada de la que no puede salir; cerca de él otro hombre llena un puesto superior que no puede perder. Por un lado la obscuridad, la pobreza y la obediencia eterna; por otro, la gloria, la riqueza y el mando perpetuo. Esas condiciones son siempre diversas y siempre inmediatas; y el lazo que las une es tan durable como ellas mismas.
En tal situación, el sirviente acaba por desprenderse de sí mismo; se abandona en cierto modo, o más bien se transporta enteramente en su señor, creándose así una personalidad imaginaria. Se adorna con las riquezas de su señor, hace alarde de su gloria, se envanece con su nobleza y se alimenta sin cesar con su esplendor prestado, al cual da frecuentemente más valor que los mismos a quienes pertenece la plena y verdadera posesión.
Hay algo de conmovedor y de ridículo a la vez en tan extraña confusión de existencias.
Trasladadas así estas pasiones de los señores a las almas de sus criados, toman en ellas las dimensiones del lugar que ocupan y, por lo tanto, se estrechan y reducen. Lo que en los primeros era orgullo, viene a ser vanidad pueril y pretensión miserable en los otros; así sucede que los criados de un grande se muestran de ordinario más puntillosos y exigentes por los miramientos que se le deben y se fijan más en sus pequeños privilegios que él mismo.
Todavía se encuentra alguna que otra vez entre nosotros, a uno de esos antiguos servidores de la aristocracia que sobreviven a su raza y desaparecerá bien pronto con ella.
En los Estados Unidos no he visto a nadie que se le asemeje; pues no solamente desconocen los norteamericanos al hombre de que se trata, sino que con mucho trabajo se les hace comprender que existe: tienen tanta dificultad en concebirlo, como nosotros en imaginar lo que era un esclavo entre los romanos o un siervo en la Edad Media. Todos esos hombres son, en efecto, aunque en grados diferentes, los productos de la misma causa. Se alejan ya de nuestra vista y huyen cada día a ocultarse en la obscuridad del pasado, con el estado social que les dio la existencia.
La igualdad de condiciones hace del sirviente y del amo dos seres nuevos y establece también entre ellos nuevas relaciones.
Cuando las condiciones se hacen casi iguales, los hombres cambian incesantemente de lugar; hay, sin embargo, una clase de criados y otra de señores; pero no son los mismos individuos ni mucho menos las mismas familias los que las componen, y entonces ni el mando ni la obediencia son perpetuos.
No formando los sirvientes un pueblo aparte, tampoco tienen usos, preocupaciones ni costumbres que les sean propios; no se observa en ellos cierta inclinación de ideas ni un modo particular de sentir. No conocen vicios ni virtudes de estado, sino que participan de las luces, ideas, sentimientos, virtudes y vicios de sus contemporáneos y son honrados o perversos, del mismo modo que sus señores.
Las condiciones son tan iguales entre los sirvientes, como entre los señores.
Como no hay, en la clase de los criados, rangos señalados ni jerarquía permanente, no se verá tampoco en ella la bajeza y la sublimidad que se observa en las aristocracias de criados, como en todas las demás.
No he visto jamás en los Estados Unidos, nada que pueda darme idea del sirviente distinguido de que conservamos memoria en Europa, ni nada tampoco que me presente la del lacayo. La huella del uno como la del otro se ha perdido.
En las democracias, no solamente son iguales los criados entre sí, sino que en cierto modo son iguales a sus señores.
Esto necesita explicarse para que se comprenda bien.
El sirviente a cada instante puede volverse amo, y aspira a serio en efecto; el sirviente no es otro hombre distinto del señor. ¿Quién, pues, ha dado al primero el derecho de mandar y ha forzado al segundo a obedecer? El convenio libre y momentáneo de las dos voluntades, pues no siendo naturalmente inferior el uno al otro, sólo viene a estarlo por cierto tiempo en virtud del contrato; y si por él es uno sirviente y señor el otro, en lo exterior son dos ciudadanos, dos hombres.
Lo que ruego al lector que considere, es que ésta no es solamente la idea que lós sirvientes se forman por sí mismos de su estado, sino que los señores consideran la calidad de criado desde el mismo punto de vista, y los límites precisos del mando y de la obediencia se encuentran tan bien fijados en la mente del uno como en la del otro.
Cuando la mayor parte de los ciudadanos logran una condición poco más o menos semejante, y la igualdad es un hecho antiguo y admitido, la opinión común, sobre la cual no influyen jamás las excepciones, señala de un modo general al valor de cada hombre ciertos limites, fuera de los cuales es dificil que ninguno permanezca mucho tiempo. En vano, la riqueza y la pobreza, el mando y la obediencia separan accidentalmente a estos dos hombres a gran distancia, pues la opinión pública, que se funda en el orden común de las cosas, los acerca al mismo nivel y, a pesar de la desigualdad real de sus condiciones, crea entre ellos una especie de igualdad imaginaria.
Esta opinión todopoderosa acaba por penetrar en el alma misma de los que el interés podía armar contra ella, y modifica su juicio al mismo tiempo que subyuga su voluntad.
El amo y el criado no descubren ya en el fondo de su alma ninguna profunda disparidad entre ellos, y no esperan ni temen encontrarla jamás. Viven, pues, sin aversión y sin cólera, y no se sienten ni soberbios ni humildes cuando se observan.
El dueño, juzga que el contrato es el único origen de su poder, y el criado descubre en él la causa única de su obediencia; no disputan jamás entre sí la posición recíproca que ocupan, porque cada uno conoce fácilmente la que le corresponde y se mantiene en ella.
El soldado de nuestros ejércitos procede poco más o menos de las mismas clases que los oficiales, y puede llegar a los mismos empleos: fuera de las filas se considera como perfectamente igual a sus jefes y, en efecto, lo es; pero bajo su bandera no tiene dificultad en obedecer, y no porque sea voluntaria y definida esta obediencia, deja de ser pronta y fácil. Por esto puede formarse idea de lo que pasa en las sociedades democráticas entre el señor y el sirviente.
No sería razonable creer que pudiese nacer jamás entre estos dos hombres alguna de esas profundas y ardientes afecciones que a veces se encienden en el seno de la servidumbre aristocrática, ni tampoco que se vean ejemplos manifiestos de abnegación.
En las aristocracias, el señor y el sirviente, no se ven sino rara vez y frecuentemente no se hablan sino por mediación de algún otro. Sin embargo, se consideran fuertemente ligados entre sí.
En los pueblos democráticos, el amo y el criado se hallan muy próximos; sus cuerpos se tocan incesantemente, aunque no se mezcle su espíritu; mas, si bien tienen ocupaciones comunes, sus intereses no lo son jamás.
En estos pueblos, el sirviente se considera siempre como pasajero en la morada de sus señores;, no ha conocido a sus abuelos, no verá tampoco a sus descendientes y nada puede esperar de ellos que sea durable. ¿Cómo podrá, pues, confundir su existencia con la de sus señores, y cuál será la causa de un abandono tan singular de sí mismo? Si la posición recíproca ha cambiado, sus relaciones deben cambiar también.
Quisiera apoyar lo que precede en el ejemplo de los norteamericanos, pero no podré hacerlo sin distinguir con cuidado las personas y los lugares.
Existiendo la esclavitud en el Sur de la Unión, es evidente que lo que acabo de exponer no puede ser allí aplicable.
En el Norte, la mayor parte de los sirvientes son libertos o hijos de libertos, que ocupan en la estimación pública una posición dudosa, y aunque la ley los acerque al nivel de sus señores, las costumbres los rechazan obstinadamente; ellos mismos no disciernen con claridad su lugar y se muestran por lo regular serviles o insolentes.
Mas, en las mismas provincias del Norte y en particular, en la Nueva Inglaterra, se ve un número considerable de hombres blancos que aceptan someterse por un salario al servicio de sus semejantes, y aun he oído que cumplen, por lo común, sus deberes con exactitud e inteligencia y que sin creerse naturalmente inferiores a los que gobiernan, se someten a su obediencia.
Me parece ver que semejantes hombres llevan a la esclavitud algunos de los nobles hábitos que la igualdad y la independencia hacen nacer y que, una vez escogida esa penosa condición, no tratan de sustraerse indirectamente a ella, respetándose bastante a sí mismos para no rehusar a sus amos una obediencia que les han prometido libremente.
Los señores, por su parte, no exigen de sus servidores sino la fiel y rigurosa ejecución del contrato y no les piden respetos ni reclaman su amor, ni sus sacrificios; les basta sólo con que sean puntuales y honrados.
Se equivocaría quien creyese que bajo la democracia están relajadas las relaciones del sirviente y del señor; se hallan ordenadas de manera particular y, aunque la regla es distinta, siempre existe una.
No me detendré ahora en averiguar si este estado nuevo que acabo de describir es inferior al que le ha precedido, o si es sólo diferente, y poco me importa que entre los hombres exista un orden distinto, con tal de que haya alguno establecido.
Pero, ¿qué diré de esas tristes y turbulentas épocas, en que la igualdad se constituye en medio del tumulto de una revolución, mientras la democracia, después de haberse establecido en el estado social, lucha aún con dificultad contra las costumbres y los prejuicios?
La ley y hasta cierto punto la opinión, proclaman ya que no existe inferioridad natural y permanente entre e! servidor y su amo; mas esta nueva ciencia no ha penetrado en el ánimo del último, o más bien, su corazón la rechaza. En el interior de su alma, se considera todavía de una clase particular y superior; pero no se atreve a decirlo y tiembla al considerarse atraído hacia el mismo nivel. Su dominio se hace a la vez tímido y cruel, y no teniendo ya por sus sirvientes los sentimientos protectores y benévolos que siempre hacen nacer un prolongado y estable poder, se admira de que habiendo cambiado él mismo, su sirviente cambie también; quiere que, no haciendo más que pasar, por decirlo así, a través de la servidumbre, el criado contraiga hábitos regulares y permanentes; que se muestre satisfecho y ufano de la posición servil de la que tarde o temprano debe salir; que se sacrifique por un hombre que no puede protegerlo ni perderlo, y se ligue con lazo eterno a seres que se le asemejan y que no duran más que él.
Frecuentemente sucede en los pueblos aristocráticos, que el estado de servidumbre en nada humilla el alma de los que están sometidos a él, pues ni conocen, ni han imaginado siquiera otras condiciones, y esa gran desigualdad que se muestra entre ellos y el señor, les parece ser el efecto preciso e inevitable de una ley oculta de la Providencia.
Tal estado bajo la democracia, no tiene nada de degradante, pues es elegido libremente, y adoptado sólo por algún tiempo; no crea ninguna desigualdad entre el amo y el criado, ni la opinión pública lo deshonra.
Sin embargo, al pasar de una condición a otra, sobreviene casi siempre un momento en que el espíritu de los hombres vacila entre la noción aristocrática de la sujeción y la democrática de la obediencia.
La obediencia pierde entonces su moralidad a los ojos de! que obedece; no la considera ya como una obligación en cierto modo divina, ni aun la ve bajo su aspecto puramente humano; no es ya a sus ojos santa ni justa, y se somete a ella como a un hecho útil pero degradante.
La imagen confusa e incompleta de la igualdad se presenta en ese momento al espíritu de los sirvientes, y como no distinguen, desde luego, si la igualdad a que tienen derecho se encuentra en su mismo estado de sirvientes o fuera de él, se indignan en el fondo de su alma contra esa inferioridad a la que se sometieron por sí mismos, y de la cual sacan algún provecho. Transigen con servir y se avergüenzan de obedecer; quieren las ventajas de la esclavitud, pero no al señor, o por mejor decir, no se creen sin derecho a ser ellos mismos señores, y están dispuestos a considerar al que los manda como un usurpador de sus derechos.
Entonces la morada de cada ciudadano presenta alguna analogía con el triste espectáculo de la sociedad política; se prosigue una guerra sorda e intestina entre poderes siempre rivales y sospechosos; el señor se muestra malévolo y dócil, el sirviente malévolo e indócil; el uno pretende eximirse con pretextos ridículos de la obligación que ha contraído de proteger y retribuir, el otro de la de obedecer, y entre los dos van y vienen las riendas de la administración doméstica, que cada uno se esfuerza en retener. Los límites que separan la autoridad de la tiranía, la libertad de la licencia, y el hecho del derecho, les parecen oscuros y confusos, y nadie sabe lo que es, ni hasta dónde se extiende su poder y su deber.
Semejante estado, a la verdad, no es democrático, sino revolucionario.
Notas
(1) Si se examina de cerca y circunstancialmente las opiniones principales que dirigen a estos hombres, la semejanza parece todavía más patente, y se admira uno de hallar en ellos, así como en los miembros más altivos y soberbios de una jerarquía feudal, el orgullo del nacimiento, el respeto por sus abuelos y descendientes, el desprecio del inferior, el temor del contacto, el gusto por la etiqueta, las tradiciones y la antigüedad.
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