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LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo sexto
Cómo las instituciones y las costumbres democráticas tienden a aumentar el precio y a acortar la duración de los arrendamientos
Lo que acabo de decir de los señores y de los sirvientes, se aplica hasta cierto punto a los propietarios y arrendatarios. El tema merece, sin embargo, ser considerado aparte.
Casi puede decirse que en Norteamérica no hay arrendatarios, pues todo hombre posee el campo que cultiva.
Es preciso reconocer que las leyes democráticas propenden poderosamente a aumentar el número de propietarios y a disminuir el de arrendatarios. Con todo eso, lo que sucede en los Estados Unidos debe más bien atribuirse al país mismo que a sus instituciones. Allí cuesta poco la tierra y cada uno se hace fácilmente propietario; produce poco y sus productos apenas podrían dividirse entre un dueño y un arrendatario.
Norteamérica es única en esto, como en otras muchas cosas, y no sería acertado tomarla como ejemplo.
Creo que en los países democráticos, como en los aristocráticos, se encuentran propietarios y arrendatarios, pero no están ligados entre sí del mismo modo.
En las aristocracias, los alquileres o rentas no se pagan solamente en dinero, sino también en respeto, en afecto, y en servicios. En los países democráticos, no se pagan sino en dinero. Cuando los patrimonios se dividen y cambian de dueños y desaparece la relación permanente que existía entre las familias y la tierra, sólo una casualidad pone en contacto al dueño y al arrendatario, se reúnen un momento para arreglar las condiciones del contrato y se pierden de vista en seguida, como dos extranjeros a quienes el interés acerca, para discutir con rigor un negocio cuyo solo objeto es el dinero.
A medida que los bienes se dividen y la riqueza se distribuye por todo el país, el Estado se llena de gente cuya antigua opulencia declina, y de nuevos ricos cuyas necesidades crecen más pronto que sus recursos. El menor provecho es aceptable para todos estos individuos y ninguno se halla dispuesto a abandonar la más pequeña ventaja, ni a perder una mínima parte de sus rentas.
Cuando las clases sociales se confunden, y las muy grandes como las muy pequeñas fortunas se hacen muy raras, se encuentra cada día menos distancia entre la condición social del dueño y la del arrendatario; el primero queda sin ninguna superioridad reconocida sobre el segundo. Mas, entre dos hombres iguales y poco favorecidos de la fortuna, ¿cuál puede ser la materia del contrato de arrendamiento, sino el dinero?
Un hombre a quien pertenece todo un cantón y posee cien cortijos, sabe que se trata de ganar a la vez la voluntad de muchos miles de hombres, y para lograr este grande objeto fácilmente, hace ciertos sacrificios.
El que posee cien fanegas de tierra no se cuida mucho de esto, y le importa bien poco captarse la benevolencia particular de su arrendatario.
Una aristocracia no muere en un día, como un hombre; su principio se destruye lentamente en el interior de las almas, antes de ser atacada en sus leyes y mucho tiempo antes también de que la guerra estalle contra ella, y se ve desatarse poco a poco el lazo que hasta entonces había unido las clases altas a las bajas. La indiferencia y el desprecio se traicionan, de un lado; del otro, la envidia y el aborrecimiento; las relaciones entre el pobre y el rico se hacen menos frecuentes y menos gratas, y sube el precio del arrendamiento. Mas éste no es todavía el resultado de la revolución democrática, sino un cierto anuncio de ella; pues una aristocracia que deja escapar de sus manos el corazón de un pueblo, es como un árbol muerto en sus raíces, que los vientos derriban tanto más fácilmente cuanto más elevado es.
Desde hace cincuenta años, el precio de los arrendamientos ha crecido prodigiosamente, no solamente en Francia, sino en la mayor parte de Europa.
Los progresos singulares de la agricultura y de la industria en el mismo periodo no bastan, en mi concepto, para explicar este fenómeno; y es preciso recurrir a otra causa más poderosa y oculta. Creo que debe buscarse en las instituciones democráticas que muchos pueblos europeos han adoptado, y en las pasiones democráticas que más o menos agitan a todos los demás.
He oído a menudo a grandes propietarios ingleses felicitarse de que, en nuestros días, sacan mayor renta de sus dominios que sus antecesores; tal vez tienen razón en alegrarse, pero no saben a punto fijo de qué se regocijan: creen tener una ganancia positiva y apenas hay un cambio, porque su influencia cede al interés constante, y lo que ganan en dinero lo pierden en poder.
Hay aún otra señal por la cual se puede reconocer que una revolución democrática cristaliza o se prepara.
Casi todas las tierras, en la Edad Media, se arrendaban a perpetuidad, o al menos por mucho tiempo, y cuando se estudia la economía doméstica de aquel tiempo, se ve que los arrendamientos de noventa años eran más frecuentes que en nuestros días.
Se creía entonces en la inmortalidad de las familias; las condiciones parecían tan firmes y la sociedad tan inamovible, que no se imaginaban que algo pudiese conmoverse en su seno.
Mas el espíritu humano toma otra dirección en los siglos de igualdad, y se figura que nada existe tranquilamente, pues la idea de la inestabilidad lo domina siempre.
En esta disposición, el dueño y el arrendatario mismo sienten por instinto una especie de horror por las obligaciones a largo plazo, y temen encontrarse algún día estorbados por el convenio de que ahora se aprovechan. Esperan vagamente algún cambio repentino e imprevisto en su condición, se temen a sí mismos y hasta se afligen de que, cambiando su gusto, no puedan abandonar lo que en otro tiempo codiciaban tanto, y en verdad temen con razón, porque en los siglos democráticos, lo que hay de más movible en medio del movimiento de todas las cosas, es el corazón del hombre.
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