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LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo octavo
Influencia de la democracia sobre la familia
Acabo de examinar de qué manera en los pueblos democráticos y particularmente entre los norteamericanos, la igualdad de condiciones modifica las relaciones de los ciudadanos entre sí. Ahora me propongo seguir adelante, entrando en el seno de la familia. Mi fin, no es buscar nuevas verdades, sino hacer ver cómo los hechos ya conocidos se relacionan con mi propósito.
Todo el mundo observa que, en nuestros días, se han establecido nuevas relaciones entre los diversos miembros de la familia, disminuyendo la distancia que separaba en otro tiempo al padre de sus hijos y destruyendo, o al menos alterando la autoridad paterna.
Una cosa parecida, pero más patente, se encuentra en los Estados Unidos. Allí no existe la familia, tomando esa palabra en su sentido romano y aristocrático, y cuando más, se halla algún vestigio en los primeros años de la infancia. El padre ejerce entonces, sin oposición, la dictadura doméstica, porque la debilidad de sus hijos la hace necesaria y el interés de todos, así como su superioridad incontestable, la justifica.
Pero, desde el momento en que el joven norteamericano se acerca a la edad viril, se desatan los lazos de la obediencia filial y, dueño de sus pensamientos, lo es también pronto de su conducta. En Norteamérica no hay, en realidad, adolescencia y al salir el hombre de su primera edad, empieza por sí mismo a abrirse camino.
Sería un error creer que esto es consecuencia de una lucha intestina en que el hijo ha obtenido, por una especie de violencia moral, la libertad que su padre le niega. Los mismos hábitos, los mismos principios que impelen al uno a buscar la independencia, disponen al otro a considerar su uso como un derecho indiscutible.
No se notan en el primero ninguna de esas pasiones rencorosas y desordenadas que agitan a los hombres por largo tiempo, después de que se han sustraído de un poder establecido, ni el segundo experimenta esos disgustos llenos de amargura y de cólera que sobreviven, por lo común, al poder abatido. El padre descubre de lejos los límites de su poder y, cuando se acerca el tiempo, abdica sin dificultad. El hijo prevé anticipadamente la época en que debe dirigirse por su propia razón, y se adueña de su libertad sin precipitación y sin esfuerzo, como de una cosa que se le debe y que no se trata de arrebatarle (1).
No es, pues, inútil mostrar de qué manera los cambios que han tenido lugar en la familia, se hallan estrechamente ligados a la revolución social y política que acaba de verificarse a nuestra vista.
Hay ciertos grandes principios sociales que un pueblo hace penetrar por todas partes o no deja subsistir en ninguna.
En los países en que domina la aristocracia y están organizados por jerarquías, nada tiene que hacer directamente el poder con el conjunto de los gobernados, pues dependiendo los hombres unos de otros, se limita sólo a conducir a los primeros y todos los demás los siguen. Esto se aplica a las familias lo mismo que a todas las demás asociaciones que tienen un jefe. En los pueblos aristocráticos, la sociedad no conoce, hablando propiamente, más que al padre; sujeta a los hijos por medio de él, gobierna el padre y éste a aquéllos. El padre, no sólo tiene un derecho natural, sino un derecho politico para mandar; de modo que es a la vez el autor, el apoyo de la famiia y también el magistrado.
En las democracias, donde el brazo del gobierno busca a cada hombre en particular en medio de la multitud, para sujetarlo a las leyes comunes y no hay necesidad de semejante intervención, el padre no es a los ojos de la ley sino un ciudadano más rico y de más edad que sus hijos.
Cuando la mayor parte de las condiciones son muy desiguales y esta desigualdad es permanente, la idea de superioridad crece en la imaginación de los hombres y si la ley no le concede prerrogativas, la costumbre y la opinión se las dan. Cuando, al contrario, los hombres difieren poco los unos de los otros y no permanecen siempre desiguales, la noción general de superior se hace menos clara y más débil; en vano la voluntad del legislador se esfuerza en colocar al que obedece, mucho más abajo del que manda, pues las costumbres acercan a estos dos hombres y los atraen cada día hacia el mismo nivel.
Aunque yo no vea en la legislación de un pueblo aristocrático privilegios particulares concedidos al jefe de familia, no por eso dejaré de creer que su poder es más respetado y está más extendido que en el seno de una democracia, pues sé que, cualesquiera que sean las leyes, en las aristocracias, parecerá siempre el superior en una posición más elevada y el inferior en otra más baja que en los pueblos democráticos.
Cuando los hombres viven más en el recuerdo de lo que han sido, que en lo que actualmente son, y se ocupan tanto de lo que han pensado sus antecesores, que ellos mismos no piensan, el padre es el lazo natural entre lo pasado y lo presente y el anillo en que estas dos cadenas acaban y se unen. En las aristocracias, el padre no es solamente en política el jefe de la familia, sino también el órgano de la tradición, el intérprete de los usos y el árbitro de las costumbres. Se le escucha con deferencia, nadie se le acerca sino con respeto y el amor que se le profesa va siempre acompañado de temor.
Haciéndose democrático el estado social, y adoptando los hombres por principio que es legal y conveniente juzgar de todas las cosas por sí mismo, tomando las antiguas creencias como indicios y nunca como regla, el poder de opinión que ejerce el padre sobre el hijo, disminuye tanto como su poder legal.
La división de patrimonios que trae consigo la democracia, contribuye, quizá más que todo, a modificar las relaciones entre el padre y los hijos. Cuando el padre de familia tiene poca fortuna, su hijo y él viven sÍempre en el mismo lugar y se ocupan juntos en los mismos trabajos.
El hábito y la necesidad los aproximan, obligándolos a comunicarse a cada instante, y no puede menos de establecerse entre ellos una especie de intimidad menos absoluta y se compagina mal con las formas exteriores del respeto.
En los pueblos democráticos, la clase que posee estas pequeñas fortunas, es precisamente la que da fuerza a las ideas y un giro particular a las costumbres. Hace predominar por todas partes sus opiniones lo mismo que su voluntad, y aun los que se hallan más inclinados a resistir sus preceptos, llegan a dejarse arrastrar por sus ejemplos. He visto enemigos acalorados de la democracia, que se hacían tutear por sus hijos.
A medida que el poder de la aristocracia desaparece, se disipa igualmente lo que el poder paternal tenía de austero, de convencional y de legal, y una especie de igualdad viene a establecerse en el hogar doméstico.
No sé si la sociedad pierde con semejante cambio, pero me inclino a creer que el individuo gana: pienso que, a medida que las leyes y las costumbres se hacen más democráticas, las relaciones entre el padre y el hijo vienen a ser más íntimas y más agradables, y la regla y la autoridad se ostentan mucho menos; entonces el afecto y la confianza aumentan y parece que el lazo natural se estrecha, mientras que el social se dilata.
El padre de una familia democrática no ejerce más poder que el que se concede a la ternura y experiencia de un anciano. Sus órdenes se desconocerán quizá, pero sus consejos tienen siempre un gran poder y, si no está rodeado de respetos oficiales, al menos sus hijos se le acercan siempre con confianza. No hay fórmula reconocida para dirigirle la palabra, pero se le habla sin cesar y se le consulta con gusto a cada instante. El señor y el magistrado desaparecen, y el padre queda.
Para juzgar la diferencia de estos dos estados sociales desde tal punto de vista, basta examinar las correspondencias domésticas que las aristocradas nos han dejado. El estilo es en ellas siempre correcto, ceremonioso, rígido y tan frío que apenas puede causar alguna impresión en el espíritu.
Por el contrario, en todas las palabras que dirige un hijo a su padre en los pueblos democráticos, se descubre algo de tierno, de libre y de familiar a la vez, que manifiesta al primer golpe de vista las nuevas relaciones que se han establecido en el seno de la familia. Una revolución análoga modifica las relaciones mutuas de los hijos.
En la familia aristocrática, así como en la sociedad aristocrática, todos los puestos están señalados y no solamente ocupa el padre uno distinguido, gozando en él de imnensos privilegios, sino que sus mismos hijos no son iguales entre sí, pues la edad y el sexo fijan a cada uno irrevocablemente su lugar y le dan ciertas prerrogativas: la democracia destruye o rebaja la mayor parte de estas barreras.
El hijo mayor o primogénito, hereda en la familia aristocrática la mayor parte de los bienes y casi todos los derechos, viniendo a ser, por consecuencia, el jefe y hasta cierto punto el señor de sus hermanos. Para él solo es la grandeza y el poder, y para los otros la mediocridad y la dependencia. Con todo eso, sería un error creer que en los pueblos aristocráticos los privilegios del hijo mayor son solamente ventajosos para él, no excitando alrededor suyo sino el odio y la envidia.
El primogénito se esfuerza en procurar la riqueza y el poder para sus hermanos, pues el realce general de la casa recae sobre el que la representa, y los hijos menores procuran ayudar al mayor en todas sus empresas, porque la grandeza y el poder del jefe de la familia lo pone cada vez más en situación de elevar a todos sus miembros.
Hallándose, pues, estrechamente ligados entre sí los diversos miembros de la familia aristocrática, tienen que identificarse, y sus espíritus van de acuerdo; pero es raro que sus corazones se comprendan. La democracia liga también, entre sí, a los hermanos, pero de una manera distinta.
Bajo las leyes democráticas, los hijos son perfectamente iguales, y por consiguiente, independientes; nada los aproxima por la fuerza, pero nada tampoco los aleja; como tienen todos un mismo origen, son educados y se crían bajo el mismo techo y con el mismo cuidado, y ninguna prerrogativa particular los distingue ni los separa, se ve fácilmente renacer entre ellos la dulce y juvenil intimidad de los primeros años. Formando así el vínculo de unión desde el principio de la vida, no se presentan casi nunca ocasiones de romperlo, porque la fraternidad los une diariamente sin encadenarlos.
La democracia une, pues, a los hermanos, no por los intereses, sino por los recuerdos comunes y la libre simpatía de gustos y opiniones, y aunque divida la herencia, permite, no obstante, que se compenetren las almas.
La dulzura de estas costumbres democráticas es tan grande, que los partidarios mismos de la aristocracia se dejan arrastrar por ella, y después de que la gozan algún tiempo, no desean volver a las formas frías y respetuosas de la familia aristocrática. Conservarían gustosos los hábitos domésticos de la democracia, con tal de que pudieran desechar su estado social y sus leyes; pero estas cosas dependen unas de otras y no se pueden gozar algunas sin sufrir las demás.
Lo que acabo de decir del amor filial y de la ternura fraterna, se aplica a todas las pasiones que tienen espontáneamente su origen en la naturaleza misma.
Cuando una cierta manera de pensar o de sentir, proviene de un estado particular de la humanidad, y ese estado llega a cambiar, nada queda entonces. Así es que, aun cuando la ley pueda unir estrechamente a dos ciudadanos, si la ley es abolida, ellos se separan. Nada más estrecho que el nudo que unía al vasallo con el señor en los tiempos feudales, y hoy estos dos hombres no se conocen. El miedo, el reconocimiento y el amor, que en otro tiempo los ligaba, han desaparecido sin dejar huella.
No sucede lo mismo respecto a los sentimientos naturales de la especie humana. Es raro que la ley, al esforzarse en sujetarlos de cierto modo, no los debilite, y al querer añadirles alguna cosa, no se la quite más bien, y que no siempre sean más fuertes, abandonados a sí mismos.
La democracia, que oscurece o destruye casi todos los antiguos convencionalismos sociales e impide que los hombres se detengan con facilidad en otros nuevos, hace desaparecer enteramente la mayor parte de los sentimientos que nacen de tales convenciones; mas apenas modifica las otras, dándoles muchas veces una energía y una dulzura que antes no tenían.
Creo poder encerrar en una sola frase todo el sentido de este capítulo y de muchos otros que le preceden. La democracia extiende los lazos sociales, pero estrecha los naturales; acerca a los parientes, al mismo tiempo que separa a los ciudadanos.
Notas
(1) Los norteamericanos todavía no han imaginado, sin embargo, como nosotros en Francia, despojar a los padres de uno de los principales elementos del poder, quitándoles la libertad de disponer de sus bienes después de la muerte. En los Estados Unidos, la libertad de testar es ilimitada.
En esto, como en casi todo lo demás, es fácil observar que si la legislación política de los norteamericanos es mucho más democrática que la nuestra, nuestra legislación civil lo es mucho más que la de ellos. Y esto se concibe sin dificultad.
El autor de nuestra legislación civil fue un hombre interesado en satisfacer las pasiones democráticas de sus contemporáneos en todo lo que no se oponía directa o inmediatamente a su poder y por esto permitía que algunos principios populares rigiesen los bienes y gobernasen a las familias, con tal de que no se pretendiese introducirlos en la dirección del Estado. Mientras que el torrente democrático se desenfrenase sólo en las leyes civiles, esperaba él mantenerse al abrigo de las leyes politicas. Semejante visión estaba a la vez llena de habilidad y de egoísmo; pero no podía durar mucho tiempo, porque más o menos pronto la sociedad politica debía ser la expresión y la imagen de la sociedad civil, y en este sentido, puede decirse que nada hay más político en un pueblo que la legislación civil.
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