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LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo décimo

La joven norteamericana bajo el carácter de esposa

La independencia de la mujer en Norteamérica desaparece totalmente en los lazos del matrimonio. Si la joven soltera se halla menos sujeta que en cualquier otra parte, la esposa está sometida a obligaciones más estrechas. La primera hace de la casa paterna un lugar de libertad y de recreo, y la segunda considera la morada de su marido como un claustro.

Estos dos estados tan diferentes no son quizá tan contrarios como se supone, y es natural que las mujeres norteamericanas pasen por el uno para llegar al otro.

Los pueblos religiosos y las naciones industriales tienen una idea muy grave del matrimonio. Los unos consideran la regularidad de la vida de una mujer como la mejor garantía, y la señal más evidente de la pureza de sus costumbres. Los otros ven en ella la prenda segura del orden y de la prosperidad del hogar doméstico.

Los norteamericanos componen a la vez una nación puritana y un pueblo comerciante. Sus creencias religiosas y sus hábitos industriales les hacen exigir de la mujer una completa abnegación y un sacrificio continuo de sus placeres a sus ocupaciones, que es muy raro pretender de ellas en Europa. Así, reina en los Estados Unidos una opinión pública inexorable, que encierra a la mujer en el pequeño círculo de intereses y deberes domésticos, y le prohibe salir de él.

La joven norteamericana encuentra firmemente establecidas todas estas nociones a su entrada en el mundo; ve las reglas que nacen de ellas; no tarda en convencerse de que no podría sustraerse un momento a los usos de sus contemporáneos, sin poner en peligro su tranquilidad, su honor y hasta su existencia social, y encuentra en su firme razón y en los hábitos varoniles que su educación le ha dado, la energía necesaria para someterse a ellos.

Puede decirse que en el uso de su independencia es donde ha adquirido el valor suficiente para sufrir sin lucha y sin queja el sacrificio, cuando llega el momento de imponérselo.

La norteamericana no cae jamás en los lazos del matrimonio como en una red tendida a su sencillez o a su ignorancia. Sabe con mucha anticipación lo que se espera de ella y de su espontánea voluntad; se somete al yugo, tolerando resueltamente su nueva condición, por que ella misma la ha escogido.

Como la disciplina paternal en Norteamérica es muy suave, y el lazo conyugal muy estrecho, con mucha circunspección y temor se deciden las jóvenes a contraerlo, y por esto casi nunca se ven uniones precoces. Las norteamericanas no se casan sino cuando su razón está madura y ejercitada; mientras que en cualquiera otra parte no comienzan las mujeres a ejercitarla y madurarla sino en el matrimonio.

Estoy muy lejos de creer que el cambio que se opera en todos los hábitos de las mujeres en los Estados Unidos, desde el momento en que se casan, debe sólo atribuirse a la fuerza de la opinión pública; pues muchas veces se imponen ellas mismas estos deberes sólo por su propia voluntad.

Cuando llega el tiempo de elegir esposo, la fría y austera razón que la vista del mundo ha fortalecido e ilustrado, indica a la norteamericana, que un carácter independiente y ligero en los lazos del matrimonio, es causa de eterno desorden y no de contento; que los recreos y pasatiempos de la soltera no son a propósito para la esposa, y que la mujer casada encuentra las fuentes de la felicidad en la mansión conyugal. Después de haber visto con claridad el único camino que puede conducir a la felicidad doméstica, da sus primeros pasos y los sigue hasta el fin, sin intentar volverse atrás.

Esta misma fuerza de voluntad que manifiestan las norteamericanas, sujetándose de repente y sin quejarse, a los deberes austeros de su nuevo estado, se encuentra en todos los grandes acontecimientos de su vida.

No hay país en el mundo en que sean menos estables las fortunas de los particulares que en los Estados Unidos, y no es raro que un mismo hombre, en el curso de su existencia, suba y baje todos los grados que conducen de la opulencia a la miseria.

Las mujeres de Norteamérica sufren estas revoluciones con una energía tranquila e indomable, y se diría que sus deseos se estrechan con su fortuna, tan fácilmente como se ensanchan con ella.

La mayor parte de los aventureros que van a poblar todos los años las soledades del Oeste, pertenecen, como lo dije en la primera parte de esta obra, a la antigua raza angloamericana del Norte. Muchos de esos hombres que corren con tanta audacia tras la riqueza, que gozaban ya de algunas comodidades en su país, llevan consigo a sus compañeras y las hacen participar de los peligros y de las miserias sin número que se experimentan siempre al principio de empresas semejantes. He encontrado muchas veces hasta en los límites de los desiertos, a jóvenes que, después de haber sido educadas con toda la delicadeza de las grandes ciudades de la Nueva Inglaterra, habían pasado casi sin transición de la rica morada de sus padres a una choza sin abrigo y abandonada en el seno de los bosques; pero ni la fiebre, ni la soledad, ni el tedio habían disminuido su valor, y aunque sus facciones parecían alteradas y marchitas, sus miradas eran firmes, pareciendo a la vez tristes y decididas.

No dudo que estas desdichadas jóvenes habían adquirido, en su primera educación, esa fuerza interior de que entonces hacían uso.

Así, la joven norteamericana, bajo el carácter de esposa, cambia sin duda de papel y hace diferentes sus costumbres; pero su espíritu permanece siempre el mismo (B).




Notas

(B) En el diario de mi viaje encuentro el trozo siguiente, que acabará de dar a conocer las pruebas a que someten frecuentemente a las mujeres de Norteamérica, sus maridos en los desiertos. El lector no hallará en este fragmento nada que le recomiende sino el hecho de ser una verdad.

... De cuando en cuando encontramos nuevos desmontes. Todos los eSlablecimientos son semejantes. Voy a describir aquél en donde nos detuvimos esa noche, que me dará una imagen de todos los demás.

La campanilla que los trabajadores cuelgan del pescuezo del ganado para encontrarlo, nos anunció a gran distancia la proximidad del desmonte, y muy pronto oimos el golpe de hacha que derribaba los árboles del bosque. A medida que nos acercábamos, las huellas de destrucción nos indicaban la presencia del hombre civilizado. El camino estaba cubierto de ramas, y también encontramos al pasar troncos medio quemados y mutilados que se mantenían todavla erguidos; seguimos nuestra marcha y llegamos a un bosque, donde todos los árboles parecían destruidos repentinamente, de suerte que en medio del verano presentaban la imagen del invierno. Examinándolos más de cerca, descubrimos en la corteza un tajo profundo que, deteniendo la circulación de la savia, los hacía morir pronto; y, en efecto, supimos que por aquí se empieza ordinariamente el trabajo. No pudiendo cortar en el primer año todos los árboles que guarnecen la propiedad, siembran maíz bajo sus ramas, las cuales, secándose a causa de la incisión, no pueden dañar con su sombra la cosecha. Después de este campo, bosquejo incompleto, primer paso de la civilización en el desierto, descubrimos de repente la cabaña del propierario, en el centro de un terreno cultivado con más esmero que el resto, pero, donde no obstante, el hombre sostiene una lucha desigual con el bosque. Los árboles cortados y los troncos cubren todavía y embarazan el terreno a que antes daban sombra. Alrededor de estos destrozos secos, el trigo, retoños de encinas, plantas y yerbas de toda especie, crecen revueltos en un suelo indócil y medio salvaje. En medio de esa vegetación vigorosa y variada, se halla la casa del trabajador o, como allí se llama, la log-house. Así como el campo que la rodea, esta habitación rústica anuncia una obra nueva y precipitada: su longitud no excedía de treinta pies, ni su altura de quince. Las paredes y el techo eran de troncos de árboles sin labrar, entre los cuales ponen musgo y tierra, para impedir que el frío y la lluvia penetren en el interior.

Como la noche se acercaba, nos resolvimos a pedir asilo al propietario de la log-house.

Al ruido de nuestros pasos, los muchachos que jugaban en medio de los restos del bosque se levantaron precipitadamente, huyendo hacia la casa como espantados a la vista de un hombre, mientras que dos grandes perros medio salvajes, con las orejas levantadas y el hocico estirado, salen de su choza, ladrando, a proteger la retirada de los muchachos. El talador mismo viene a la puerta de su morada, nós echa una mirada rápida y escrutadora y haciendo una seña a los perros para entrar en la casa, les da él mismo el ejemplo, sin manifestar que nuestra visita excita su curiosidad ni inquieta su atención.

Entramos en la log-house; por cierto que su interior no se parece a las cabañas de los labradores de Europa, y se encuentra allí más bien lo superfluo que lo necesario.

Tenia una sola ventana con una cortina de muselina, y sobre un fogón de barro chispeaba un gran fuego que aclaraba toda la construcción. Encima de este fogón se descubrían una hermosa carabina rayada, una piel de gamo y varias plumas de águila. A la derecha de la chimenea vimos extendido un mapa de los Estados Unidos, que agitaba y levantaba el viento que se introducía entre las rendijas de la pared, y cerca de ella, sobre un estante forrado con unas tablas mal pulidas, algunos libros, entre los cuales vi la Biblia, los seis primeros cantos de Milton y dos dramas de Shakespeare. Arrimados a las paredes había baúles en lugar de armarios. En el centro, una mesa muy mal trabajada, cuyo pie de madera verde todavía y con corteza, parecía haber nacido en el lugar que ocupaba. Sobre esta mesa, una tetera de porcelana inglesa, cucharas de plata, algunas tazas desportilladas y unos diarios.

Las facciones del dueño de la casa eran de forma angular y sus miembros delicados, como los que caracterizan al habitante de la Nueva Inglaterra. Era evidente que tal hombre no había nacido en la soledad donde nosotros lo encotramos, pues su constitución física basta para anunciar que pasó sus primeros años en el seno de una sociedad instruida, y que pertenece a esa raza inquieta y aventurera que hace fríamente lo que sólo la vehemencia de las pasiones puede explicar, sometiéndose por algún tiempo a la vida salvaje, a fin de vencer mejor y civilizar el desierto.

Cuando el trabajador vio que entrábamos en su habitación, salió al encuentro dándonos la mano según es costumbre; pero su aspecto permaneció serio, y después de haber preguntado lo que se decía en el mundo y satisfecho su curiosidad, se calló, pareciendo como cansado por la importunidad y el ruido. A nuestra vez le preguntamos lo que deseábamos saber, y nos dio todos los informes, ocupándose en seguida, sin efusión, pero con esmero, de proveer a nuestras necesidades. ¿Por qué no suscita nuestro agradecimiento a pesar de los cuidados que nos prodiga? Porque al ejercer la hospitalidad parece someterse a una obligación penosa de su suerte, viendo en ello un deber que le impone su situación y no un placer.

Al otro extremo del fogón estaba sentada una mujer meciendo a un niño en las rodillas, la cual nos hizo una inclinación de cabeza, sin interrumpirse. Lo mismo que el trabajador, esta mujer se hallaba en la flor de la edad, su aspecto parecía superior a su condición, y su traje anunciaba un gusto mal extinguido por el adorno; pero sus miembros delicados parecían extenuados, sus facciones marchitas, su vista grave y apacible. En toda su fisonomía se observaba una resignación religiosa, una apacibilidad profunda de pasiones, y no sé qué firmeza natural y tranquila, que sufre todos los males de la vida sin temerlos ni despreciarlos. Sus hijos, robustos y turbulentos, se estrechan alrededor suyo y, llenos de energía, parecen hijos verdaderos del desierto: la madre echaba de cuando en cuando sobre ellos miradas a un tiempo melancólicas y alegres. Al ver la fuerza de éstos y la debilidad de ella, se creería que se había aniquilado dándoles la vida, pero que no por eso siente lo que le han costado.

Esta casa habitada por los emigrantes, no tenía separación interior ni desván. En el único departamento de que consta, toda la familia viene por la noche a buscar un asilo. He aquí una mansión como un pequeño mundo: el arca de la civilización perdida en un piélago de espesura.

A cien pasos de distancia, el bosque inmenso extiende su sombra, y empieza de nuevo la soledad.

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