LIBRO PRIMERO
Primera parte
Capítulo séptimo
El juicio político en los Estados Unidos
Lo que el autor entiende por juicio politico - Cómo se comprende el juicio político en Francia, en Inglaterra y en los Estados Unidos - En Norteamérica el juez politico no se ocupa sino de los funcionarios públicos - Decreta destituciones más bien que penas - El juicio político, medio habitual del gobierno - El juicio político tal como se entiende en los Estados Unidos es a pesar de su dulzura y tal vez a causa de ella, una arma muy poderosa en mano, de la mayoría.
Entiendo por juicio político el fallo que pronuncia un cuerpo político momentáneamente revestido del derecho de juzgar.
En los gobiernos absolutos, es inútil dar a los juicios formas extraordinarias: el príncipe, en cuyo nombre se persigue al acusado, como es amo de los tribunales y de todo lo demás, no tiene necesidad de buscar garantía más que en la idea que se tiene de su poder. Los únicos temores que concibe son que no se guarden ni siquiera las apariencias exteriores de la justicia y que no se deshonre su autoridad al querer afirmarla.
Pero, en la mayor parte de los países libres, donde la mayoría no puede actuar nunca sobre los tribunales, como lo haría un príncipe absoluto, ha sucedido alguna vez que se puso momentáneamente el poder judicial en manos de los representantes mismos de la sociedad. Ha sido preferible confundir así de momento los poderes, que violar el principio necesario de la autoridad del gobierno. Inglaterra, Francia y los Estados Unidos han introducido el juicio político en sus leyes y es curioso examinar el partido que esos tres grandes pueblos han sacado de él.
En Inglaterra y en Francia, la Cámara de los Pares forma la alta corte penal (1) de la nación. No juzga todos los delitos políticos, pero puede juzgarlos todos.
Al lado de la Cámara de los Pares se encuentra otro poder político, revestido del derecho de acusar. La única diferencia que existe; sobre este punto, entre los dos países, es ésta: en Inglaterra, los diputados pueden acusar a quien bien les plazca ante los pares; en tanto que en Francia, sólo pueden enjuiciar de esta manera a los ministros del rey.
Por lo demás, en los dos países, la Cámara de los Pares tiene a su disposición todas las leyes penales para castigar con ellas a los delincuentes.
En los Estados Unidos, como en Europa, una de las dos ramas de la legislatura está revestipa del derecho de acusar y la otra del derecho de juzgar. Los representantes denuncian al culpable y el Senado lo castiga.
Pero el Senado no puede ser reunido a ese fin más que por los representantes y los representantes no pueden acusar ante él sino a funcionarios pÚblicos. Así, el Senado tiene una competencia más restringida que la corte de los pares de Francia y los representantes tienen un derecho de acusación más extenso que nuestros diputados.
Pero he aquí la más grande diferencia que existe entre Norteamérica y Europa: en Europa, los tribunales políticos pueden aplicar todas las disposiciones del Código penal y en los Estados Unidos, cuando desposeen a un culpable del carácter público de que está revestido y lo han declarado indigno de ocupar ninguna función política en el porvenir, su derecho está agotado y la tarea de los tribunales ordinarios comienza.
Supongamos que el Presidente de los Estados Unidos haya cometido un delito de alta traición.
La cámara de representantes lo acusa y los senadores acuerdan su destitución. El comparece en seguida ante un jurado, que es el único que puede privarle de la libertad o de la vida.
Esto viene a arrojar nueva luz sobre el asunto que nos ocupa.
Al introducir el juicio político en sus leyes, los europeos han querido enjuiciar a los grandes delincuentes, cualquiera que sea su cuna, rango o su poder en el Estado. Para lograrlo, han reunido momentáneamente, en el seno de un gran cuerpo político, todas las prerrogativas de los tribunales.
El legislador se transformó entonces en magistrado; pudo establecer el delito, clasificarlo y castigarlo. Al darle los derechos de juez, la ley le ha impuesto todas sus obligaciones y lo ha ligado a la observancia de todas las formas de justicia.
Cuando un tribunal político, francés o inglés, considera justiciable a un funcionario público, pronuncia contra él una condena, le arrebata por ese hecho sus funciones y puede declararlo indigno de ocupar ninguna otra en el porvenir; pero aquí la destitución y la interdicción políticas son una consecuencia de la sentencia y no la sentencia misma.
En Europa, el juicio político es, pues, más bien un acto judicial que una medida administrativa.
Lo contrario se ve en los Estados Unidos, y es fácil convencerse de que el juicio político es allí más bien una medida administrativa que un acto judicial.
Es verdad que el fallo del Senado es judicial por la forma; para pronunciarlo, los senadores están obligados a conformarse a la solemnidad y a los usos del procedimiento. Es judicial también por los motivos en que se funda; el Senado está en general obligado a tomar como base de su decisión un delito de derecho común. Pero es administrativo por su objeto.
Si el fin principal del legislador norteamericano hubiera sido realmente armar un cuerpo político con un gran poder judicial, no hubiera restringido su acción al círculo de los funcionarios públicos, pues los más poderosos enemigos del Estado pueden no hallarse revestidos de ninguna fundón. Esto es verdad, sobre todo, en las Repúblicas donde el favor de los partidos es el primero de los poderes y donde se es a menudo tanto más fuerte cuanto menos legalmente se ejerce el poder.
Si el legislador norteamericano hubiese querido dar a la sociedad misma el derecho de prevenir los grandes delitos, a la manera del juez, por el temor al castigo, habría puesto a la disposición de los tribunales políticos todos los recursos del Código penal; pero no les ha proporcionado sino una arma incompleta, que no puede alcanzar más que a los más peligrosos criminales. Poco importa un juicio de interdicción política a quien quiere derogar las leyes mismas.
El fin principal del juicio político, en los Estados Unidos, es quitar el poder a quien hace de él mal uso e impedir que ese mismo ciudadano se encuentre revestido de él en el porvenir. Es; como se ve, un acto administrativo al que se ha dado la solemnidad de una sentencia.
En esta materia, los norteamericanos han creado algo mixto. Dieron a la destitución administrativa todas las garantías del juicio político y han quitado al juicio político sus más grandes rigores.
Fijado este punto, todo se eslabona; se descubre entonces por qué las constituciones norteamericanas someten a todos los funcionarios civiles a la jurisdicción del Senado y exceptúan de ella a los militares, cuyos delitos son, sin embargo, más de temerse. En el orden civil, los norteamericanos no tienen, por decirlo así¡ funcionarios revocables: los unos son inamovibles y los otros tienen un mandato que no puede ser abrogado. Para quitarles el poder, es preciso juzgarlos a todos. Pero los militares dependen del jefe del Estado quien, a su vez, es un funcionario civil. Al corresponder al jefe del Estado, se hiere a todos al mismo tiempo (2).
Ahora, si se llega a comparar el sistema europeo y el sistema norteamericano, en los efectos que se producen o pueden producirse, se encuentran diferencias no menos sensibles.
En Francia y en Inglaterra, se considera el juicio político como arma extraordinaria de la que la sociedad no debe servirse sino para salvarse en los momentos de gran peligro.
No se puede negar que el juicio político, tal como se entiende en Europa, no viola el principio conservador de la división de poderes y no amenaza sin cesar la libertad y la vida de los hombres.
El juicio político, en los Estados Unidos, no causa más que un ataque indirecto al principio de la división de los poderes; no amenaza la existencia de los ciudadanos; no se cierne, como en Europa, sobre todas las cábezas, puesto que no hiere sino a aquellos que, al aceptar las funciones públicas, se han sometido de antemano a sus rigores.
Es a la vez menos temible y menos eficaz.
Por eso los legisladores de los Estados Unidos no lo han considerado como un remedio extremo para los grandes males de la sociedad, sino como un medio habitual de gobierno.
Desde este punto de vista, ejerce más influencia efectiva sobre el cuerpo social en Norteamérica que en Europa. No es preciso, en efecto, dejarse cautivar por la aparente suavidad de la legislación norteamericana, en lo que se relaciona con los juicios políticos. Se debe observar, en primer lugar, que en los Estados Unidos el tribunal que sanciona estos juicios está compuesto de los mismos elementos y sometido a las mismas influencias que el cuerpo encargado de acusar, lo que da un impulso casi insospechable a las pasiones vindicativas de los partidos. Aunque los jueces políticos, en los Estados Unidos, no pueden imponer penas tan severas como los jueces políticos de Europa, hay menos probabilidades de ser absuelto por ellos. La condena es menos temible y más segura.
Los europeos, al establecer los tribunales políticos, han tenido por principal objeto castigar a los culpables; los norteamericanos, arrebatarles el poder. El juicio político, en los Estados Unidos, es en cierto modo una medida preventiva. No se debe constreñir, por consiguiente, al juez norteamericano en definiciones criminales muy exactas.
Nada más aterrador que la vaguedad de las leyes norteamericanas, cuando definen los crímenes políticos propiamente dichos: Los crímenes que han de motivar la condenación del presidente (dice la constitución de los Estados Unidos, sección 4, art. II) son la alta traición, la corrupción, u otros grandes crímenes y delitos. La mayor parte de las constituciones de los Estados son mucho más oscuras todavía.
Los funcionarios públicos -dice la constitución de Massachusetts-, serán condenados por la conducta culpable que tengan y por su mala administración. (3) Todos los funcionarios que pongan al Estado en peligro, por mala administración, corrupción u otros delitos -dice la constitución de Virginia-, podrán ser acusados por la cámara de diputados. Hay constituciones que no especifican ningún delito, a fin de dejar pesar sobre los funcionarios públicos una responsabilidad ilimitada (4).
Pero lo que hace, en esta materia, tan temibles las leyes norteamericanas nace, me atreveré a decirlo, de su misma blandura.
Hemos visto que en Europa la destitución de un funcionario y su interdicción política, era una de las consecuencias de la pena y que en Norteamérica era la pena misma. De eso resulta lo siguiente: en Europa, los tribunales políticos están revestidos de infinidad de derechos que a veces no saben cómo utilizar, no llegando a castigar por temor a castigar demasiado. Pero, en Norteamérica, no se retrocede ante una pena que no hace gemir a la humanidad: condenar a un enemigo político a muerte, para arrebatarle el poder, es a los ojos de todos un horrible asesinato; pero declarar a su adversario indigno de ocupar el poder y quitárselo dejándole la libertad y la vida, parece el resultado honrado de la lucha.
Ahora bien, ese juicio tan fácil de fallar no por eso deja de ser el colmo de la desgracia para la generalidad de aquellos a quienes se aplica. Los grandes delincuentes desafiarán sin duda sus vanos rigores; los hombres oro dinarios verán en él un fallo que destruye su posición y mancilla su honor, condenándolos a una vergonzosa ociosidad peor que la muerte.
El juicio político, en los Estados Unidos ejerce, pues, sobre la marcha de la sociedad una influencia tanto mayor, cuanto parece menos temible. No obra directamente sobre los gobernados, pero convierte a la mayoría en dueña absoluta de los que gobiernan; no da a la legislatura un inmenso poder, que ella no podría ejercitar sino en un día de crisis; pero le deja hacerse cargo de un poder moderado y regular, del que puede hacer uso todos los días. Aunque la fuerza es menor, por otro lado su empleo es más cómodo y el abuso más fácil.
Al impedir a los tribunales políticos decretar penas judiciales, me parece que los norteamericanos han prevenido las consecuencias más terribles de la tiranía legislativa, más bien que de la tiranía misma. Y no sé si, después de todo, el juicio político, tal como se entiende en los Estados Unidos, sea el arma más formidable que se haya nunca entregado en manos de la mayoría.
Cuando las Repúblicas americanas comiencen a degenerar, creo que será posible reconocerlo fácilmente: bastará ver si el número de juicios políticos aumenta (N).
Notas
( 1) La corte de los pares en Inglaterra forma además el último grado de apelación en ciertos procesos civiles. Ver Blackstone, libro III, cap. IV.
(2) No es que se pueda desposeer a un oficial de su grado; pero se le puede retirar el mando.
(3) Capítulo I, sección 2, párrafo 8.
(4) Véase la constitución de Illinois, de Maine, de Conecticut y de Georgia.
(N) No hay materia sobre la cual las constituciones norteamericanas se encuentren más de acuerdo que acerca del juicio político.
Todas las constituciones que se ocupan de este objeto dan a la Cámara de representantes el derecho exclusivo de acusar, excepto la constitución de la Carolina del Norte, que concede ese mismo derecho a los grandes jurados (artículo 23).
Casi todas las constituciones dan al Senado, o a la asamblea que desempeña su lugar el derecho exclusivo de juzgar.
Las únicas penas que puedan pronunciar los tribunales políticos son: la destitución o la interdicción de las funciones públicas para el porvenir. Solamente la constitución de Virgina permite pronunciar toda clase de penas.
Los delitos que pueden dar lugar al juicio político son:
En la Constitución Federal (sec. IV, art. 1), en la de Indiana (art. III, págs. 23 Y 24), de Nueva York (art. V), de Delaware (art. V): la alta traición, la corrupción y otros grandes crimenes o delitos;
En la Constitución de Massachusetts (cap. I, sec. II) en la Carolina del Norte (art. XXIII), y en la de Virginia (pág. 252): la mala conducta y la mala administración;
En la Constitución de Nueva Hampshire (pág. 105): la corrupción, las maniobras culpables y la mala administración;
En el Estado de Vermont (cap. II, art. XXIV): la mala administración;
En la Carolina del Sur, (art. V) Kentucky (art. V), Tennessee (art. IV), Ohio (art. 1, 23, 24), Luisiana (art. V), Misisipí (art. V), Alabama (art. VI) y Pensilvania (art. IV); los delitos cometidos en funciones.
En los Estados de Illinois, Georgia, Maine y Conecticut: no se especifica ninguno.