LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo décimo cuarto
Algunas reflexiones sobre las maneras de los norteamericanos
Nada parece a primera vista menos importante, que la forma exterior de las acciones humanas, y en verdad que no hay cosa en que se fijen más los hombres, que se pueden acostumbrar a todo, antes que a vivir en una sociedad que no tenga sus maneras. Examinemos, pues, seriamente, la influencia que ejerce el estado social y político de un país en las maneras de los ciudadanos.
Proceden, en general, del fondo mismo de las costumbres y además se derivan algunas veces de convencionalismos arbitrarios entre ciertos hombres, de modo que son al mismo tiempo naturales y adquiridas.
Cuando algunos hombres se creen, sin disputa, los primeros en la sociedad, teniendo diariamente a la vista grandes cosas de qué ocuparse, y además viven en el seno de una riqueza que no han adquirido ni temen perder, se conciben fácilmente que miren con una especie de soberbio desdén a los pequeños intereses y a los cuidados materiales de la vida y tengan en las ideas una grandeza natural, que las palabras y las maneras revelan.
En los países democráticos, las maneras tienen, por lo regular, poco señorío, porque una vida privada es demasiado reducida, y son frecuentemente vulgares porque el pensamiento no tiene ocasiones de elevarse sobre la preocupación de los intereses domésticos.
El verdadero mérito y dignidad de los modales consiste en mostrarse siempre cada uno en su lugar, y no más alto ni más bajo; lo cual está tanto al alcance del aldeano como del príncipe. En las democracias, todos los puestos parecen dudosos, y de aquí procede que las maneras son frecuentemente orgullosas, rara vez dignas y nunca bien dirigidas ni sabias.
Los hombres que viven en el seno de las democracias, son demasiado móviles para que cierto número de ellos consiga establecer un código de etiqueta y sea bastante fuerte para hacerlo observar.
Cada uno obra a su modo, y reiná siempre una cierta incoherencia en las maneras, porque ellas se conforman a las ideas y sentimientos individuales de cada uno, más bien que a un modelo ideal presentado anticipadamente a la imitación de todos.
Esto se nota más en el momento en que la aristocracia acaba de caer, que cuando hace largo tiempo que está destruida.
Las nuevas instituciones políticas y las nuevas costumbres reúnen entonces en los mismos lugares y obligan a vivir en común a hombres cuya educación y hábitos los hacen enteramente distintos, y de aquí nacen una porción de extravagancias. Todos se acuerdan aún de que ha existido un código de urbanidad, pero nadie sabe lo que contiene ni dónde se halla. Los hombres han perdido la ley común de las maneras, y no se han determinado todavía a vivir sin ellas; pero cada uno se esfuerza en formar con los restos de los usos antiguos cierta regla invariable y arbitraria, de suerte que las maneras no tienen regularidad ni el señorío que muestran frecuentemente en los pueblos aristocráticos, ni el matiz libre y'sencillo que se observa algunas veces en las democracias. Éste no es, pues, el estado normal.
Cuando la igualdad es completa y antigua, teniendo todos los hombres las mismas ideas, poco más o menos, y ejecutando las mismas cosas, no sienten la necesidad de oírse ni de imitarse para hablar y obrar del mismo modo; aunque se observan sin cesar muchas pequeñas desigualdades en sus maneras, no por eso se descubren grandes diferencias, y si bien no se parecen nunca exactamente porque no tienen el mísmo modelo, no son tampoco muy distintos, pues tienen la misma condición. A primera vista se diría que las maneras de todos los norteamericanos son exactamente iguales; y sólo considerándolos muy de cerca, se descubren las particularidades en que difieren.
Los ingleses se burlan mucho de las maneras norteamericanas, y lo más extraño es que la mayor parte de los que nos han presentado un cuadro ridículo de las mismas pertenecen a las clases medias de Inglaterra, a las cuales es aplicable este mismo cuadro; de modo que estos crueles detractores presentan de ordinario el ejemplo de lo que vituperan en los Estados Unidos, y no descubren que se burlan de sí mismos, para mayor satisfacción de la aristocracia de su país.
Ninguna cosa perjudica tanto a la democracia como la forma exterior de sus costumbres, pues muchos que sufrirían sus vicios no pueden tolerar sus maneras. Sin embargo, no convengo en que no se halle nada digno de elogio en las maneras de los pueblos democráticos.
En las naciones aristocráticas, todos los que se acercan a la primera clase, se esfuerzan de ordinario en parecerse a ella, y esto produce ridículas y bajas imitaciones. Si los pueblos democráticos no poseen el modelo de las grandes y nobles maneras, tampoco están obligados a ver diariamente copias mezquinas.
En las democracias, las maneras no son tan finas como en los pueblos aristocráticos, pero tampoco las hay tan groseras. No se oyen las palabras del populacho ni las expresiones nobles y escogidas de los grandes señores, y si bien hay frecuentemente trivialdiad en las costumbres, nunca hay brutalidad ni bajeza.
He dicho que en las democracias no es posible formar un código preciso en materia de modales, y esto tiene sus inconvenientes y sus ventajas. En las aristocracias, las reglas del decoro imponen a cada uno la misma apariencia exterior, y hacen semejantes a todos los miembros de la misma clase, cualesquiera que sean por otra parte sus inclinaciones particulares; de modo que adornan el natUral y lo ocultan. En los pueblos democráticos, las maneras no son tan nobles ni tan regulares, pero son por lo general muy sinceras; forman como un ligero y mal tejido velo, a través del cual se descubren con facilidad los sentimientos verdaderos y las ideas individuales de cada hombre. La forma y el fondo de las acciones humanas se encuentran, frecuentemente, en una relación íntima y si bien el gran cuadro de la humanidad se halla con menos adornos, es al mismo tiempo más verdadero. En este sentido, puede decirse que el efecto de la democracia no es precisamente dar a los hombres ciertas maneras, sino más bien impedirles que las tengan.
Se suelen encontrar algunas veces en una democracia sentimientos, pasiones, virtudes y vicios de la aristocracia; pero no sus maneras, porque éstas se pierden totalmente cuando la revolución democrática es total.
Nada parece más durable que las maneras de una clase aristocrática, porque las sigue conservando algún tiempo después de haber perdido sus bienes y su poder. Ni nada resulta tan frágil, porque apenas han desaparecido cuando ya no se encuentra ni el menor vestigio de ellas, y es difícil decir lo que eran desde el momento en que no existen. Un cambio en el estado social obra este prodigio, y bastan para producirlo algunas generaciones.
Los rasgos principales de la aristocracia quedan siempre grabados en la historia, cuando la aristocracia se destruye; pero las formas delicadas y ligeras de sus costumbres desaparecen de la memoria de los hombres casi inmediatamente después de su caída. No les es posible concebirlas cuando ya no las tienen a la vista, y se les escapan sin que lo sientan ni lo sepan, pues para experimentar esa especie de placer refinado que proporcionan las maneras distinguidas, es preciso que la educación y los hábitos hayan preparado el corazón, y el mismo uso contribuye a que se pierda fácilmente su gusto. Así, los pueblos democráticos, no solamente no pueden tener las maneras de la aristocracia, sino que no las conciben ni las desean, y como no se las imaginan, es como si no hubiesen existido jamás.
No debe darse una gran importancia a esta pérdida, pero tampoco debe mirarse con total indiferencia.
Sé que más de una vez ha sucedido que los mismos hombres tienen costumbres muy distinguidas y sentimientos muy vulgares; y el interior de las cortes ha hecho ver a menudo que, bajo una gran apariencia, se escondían a veces corazones muy bajos; mas, si las maneras de la aristocracia no constituían la virtud, al menos adornaban a veces a la virtud misma. Era, en efecto, un espectáculo admirable el que presentaba una clase fuerte y numerosa, cuyos actos exteriores de la vida parecían revelar a cada instante una elevación natural de sentimientos y de ideas, la delicadeza y regularidad de los gustos y la urbanidad de las costumbres.
Las maneras de la aristocracia proporcionaban muy grandes ilusiones sobre la naturaleza humana, y aunque el cuadro fuese frecuentemente engañoso, se experimentaba, sin embargo, un noble placer al contemplarlo.