LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo décimo sexto
Por qué la vanidad nacional de los norteamericanos es más inquieta y más fácil de irritarse que la de los ingleses
Todos los pueblos libres se vanaglorian de sí mismos; pero el orgullo nacional no se manifiesta en todos de la misma manera.
Los norteamericanos, en sus relaciones con los extranjeros, se impacientan por la más leve censura y parecen insaciables de alabanzas. El menor elogio les agrada, y rara vez basta el más grande para satisfacerlos; a cada instante quieren que se les adule, y si se resiste a sus instancias, se alaban ellos mismos. Se diría que, dudando de su propio mérito, desean tener constantemente a la vista el cuadro que lo representa. Su vanidad no sólo es codiciosa, sino envidiosa e inquieta; aunque siempre pide, nada concede, y a un mismo tiempo es solicitante y exigente.
Si digo a un norteamericano que su país es hermoso, al momento replica: Es cierto, y no hay otro igual en el mundo. Si admiro la libertad de que gozan sus habitantes, me responde: La libertad es un don muy precioso, pero hay pocos pueblos que sean dignos de gozarla. Si observo la pureza de costUmbres que reina en los Estados Unidos, dice en seguida: Concibo bien que un extranjero, que ha visto la corrupción que se advierte en las otras naciones, debe admirarse de este espectáculo. Y si lo abandono, en fin, a la contemplación de sí mismo, vuelve hacia mí y no me deja hasta que me hace repetir lo que acabo de decirle.
Es imposible imaginar un patriotismo más molesto y pesado; baste decir que fatiga a los mismos que lo honran (D).
No sucede lo mismo con los ingleses. El inglés goza tranquilamente de las ventajas reales o imaginarias que posee su país; y si no concede nada a los otros, tampoco pide nada en favor suyo; ni el vituperio del extranjero lo conmueve, ni sus alabanzas lo lisonjean. Permanece a la faz del mundo entero en una reserva llena de desdén y de ignorancia; no tiene necesidad de estimular su orgullo y vive siempre en sí mismo.
Es notable que dos pueblos que tienen el mismo origen, se muestren tan opuestos en su modo de sentir y de hablar.
En los países aristocráticos, los grandes poseen inmensos privilegios, sobre los cuales se funda su orgullo, sin pretender alimentarse de las pequeñas ventajas que nacen de ellos. Estos privilegios obtenidos por herencia, los consideran, en cierto modo, como una parte de sí mismos, o al menos como un derecho natural e inherente a su persona y tienen, por lo mismo, un sentimiento pacifico de su superioridad, sin pensar en vanagloriarse de las prerrogativas que cada uno descubre y que nadie les niega. Tampoco los admiran bastante para hablar de ellos y permanecen inmóviles en medio de su grandeza, seguros de que todo el mundo los ve, sin que procuren ostentarse, y de que nadie pretende hacerlos salir de ella.
Cuando una aristocracia dirige los negocios públicos, su orgullo nacional toma naturalmente una forma reservada, indolente y altanera, y todas las demás clases de la nación la imitan. Cuando, por el contrario, las condiciones difieren poco, las más mínimas ventajas tienen mucha importancia; como cada uno ve en derredor suyo un millón de personas que poseen semejantes o análogos privilegios, su orgullo viene a ser exigente y envidioso, se fija en miserias y las defiende con obstinación.
Como en las democracias son muy móviles las condiciones, los hombres casi siempre han adquirido recientemente las ventajas que poseen, y esto hace que experimenten un placer infinito al exponerlas a las miradas públicas, para mostrar a los demás y acreditarse a sí mismos de que las dsifrutan, y como a cada momento pueden perderlas, están constantemente alarmados y procuran hacer ver que las poseen todavía. Los hombres que viven en las democracias, aman a su país como se aman a sí mismos, y trasladan los hábitos de su vanidad privada a su vanidad nacional.
La vanidad inquieta e insaciable de los pueblos democráticos depende de tal modo de la igualdad y de la fragilidad de las condiciones, que los miembros de la nobleza más orgullosa dejan ver enteramente la misma pasión en todo lo que tiene su existencia de inestable o de dudoso.
Una clase aristocrática difiere siempre en extremo de las otras clases de la nación, por la extensión y la perpetuidad de las prerrogativas; pero, sucede algunas veces, que muchos de sus miembros no difieren entre sí sino por pequeñas y fugitivas ventajas que pueden perder y adquirir todos los días.
¡Cuántas veces se ha visto a los miembros de una poderosa aristocracia, disputarse con encarnizamiento los frívolos privilegios que dependen del capricho de la moda o de la voluntad del señor, y mostrar entonces precisamente los unos contra los otros los mismos celos pueriles que animan a los hombres de las democracias, el mismo calor en apoderarse de las cortas ventajas que les disputaban sus iguales, y la misma necesidad de exponer a las miradas de todos las que disfrutaban ellos!
Si los cortesanos tuviesen alguna vez orgullo nacional, no dudo que dejarían ver en todo algo semejante al de los pueblos democráticos.
Notas
(D) Si se separan todos los que no piensan y los que no se atreven a decir lo que sienten, se encontrará que la inmensa mayoría de los norteamericanos se muestra satisfecha con las instituciones políticas de su pais y, en efecto, yo creo que lo está. Considero estas disposiciones favorables de la opinión pública como un indicio, no como una prueba de la bondad absoluta de las leyes norteamericanas.
El orgullo nacional, la protección dada a ciertas pasiones dominantes, algunos acontecimientos casuales, vicios no previstos ni castigados, y más que todo, el interés de una mayoría que hace enmudecer a los que se oponen, pueden igualmente alucinar a un pueblo entero que a un hombre.
Véase Inglaterra durante todo el siglo XVIII. Ninguna nación se ha prodigado nunca más lisonjas, ningún pueblo se ha visto jamás tan contento de si mismo: todo era bueno en su constitución, hasta sus mayores defectos; mientras que hoy día una multitud de ingleses se ocupan solamente de probar que esa misma constitución era por mil títulos defectuosa. ¿Quién tenia razón? ¿El pueblo inglés del siglo XVIII o el de nuestros dias?
Lo mismo sucedió en Francia. Es cierto que bajo Luis XIV la gran masa de la nación se apasionó por la forma de gobierno que regia entonces la sociedad. Los que creen que era bajo el carácter francés de esa época, se equivocan; podia haber esclavitud bajo algunos aspectos, pero el espíritu de servidumbre no existía. Los escritores de ese tiempo se entusiasmaban verdaderamente al elevar el poder regio sobre todos los demás; hasta el más rústico aldeano se llenaba de orgullo en su choza por la gloria de su soberano, y moría alegre gritando ¡Viva el Rey! Estas mismas formas se han hecho odiosas. ¿Quién se engañaba? ¿Los franceses de Luis XIV o los de nuestros días?
Las disposiciones de un pueblo no bastan por si solas para juzgar a sus leyes; pues ellas cambian de un siglo a otro. Es preciso juzgar por razones de una clase más elevada, y con experiencia más general.
El amor que muestra un pueblo por las leyes no prueba sino que no debe apresurarse a cambiarlas.