Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo octavo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo vigésimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo décimo noveno

Por qué se encuentran en los Estados Unidos tantos ambiciosos y tan pocas grandes ambiciones

Lo primero que sorprende en los Estados Unidos, es la cantidad innúmerable que trata de salir de su condición originaria y el pequeño número de grandes ambiciones que se ven en medio de ese movimiento universal de ambición. No hay norteamericano que no parezca atenaceado por el deseo de elevarse; pero hay pocos que tengan vastas esperanzas y aspiren a llegar muy alto. Si todos quieren adquirir incesantemente bienes, reputación y poder, pocos se desvelan por las grandes cosas, y esto hace a primera vista tanta más impresión cuanto que ni en las leyes ni en las costumbres de Norteamérica se advierte absolutamente nada que limite los deseos o impida que se extiendan por todas partes.

Parace difícil atribuir este estado singular de cosas a la igualdad de condiciones, pues en el momento que se estableció entre nosotros hizo nacer ambiciones casi sin límite. Creo, sin embargo, que en el estado social y en las costumbres de los norteamericanos es donde debe buscarse principalmente la causa de lo que precede.

Toda revolución aumenta la ambición de los hombres y en particular la que derriba a una aristocracia.

Desapareciendo de repente las antiguas barreras que separaban a la familia de la fama y del poder, se lleva a cabo desde luego un movimiento impetuoso y universal hacia esas grandezas tanto tiempo envidiadas, cuyo goce es al fin permitido.

En la primera exaltación del triunfo nada resulta imposible; no tienen limite los deseos, ni siquiera la facultad de satisfacerlos. En medio de esta renovación repentina y general de las costumbres y de las leyes, en esta vasta confusión de todos los hombres y de todas las reglas, los ciudadanos se elevan y caen con una rapidez extraña, y el poder pasa tan de prisa de una mano a otra, que ninguno debe desesperar de lograrlo alguna vez.

Por otra parte, no hay que olvidar que las personas que destruyen una aristocracia, han vivido bajo sus leyes, han visto su esplendor y se han dejado influir, sin saberlo, por las ideas y sentimientos que ella había concebido, Así, pues, en el momento en que se disuelve una aristocracia, su espíritu fluctúa sobre la masa, y se conservan sus instintos por mucho tiempo, después de vencida.

Las grandes ambiciones se manifiestan siempre mientras dura la revolución democrática, y también por algún tiempo después.

El recuerdo de los acontecimientos extraordinarios que han presenciado no se borra en un día de la memoria de los hombres, ni las pasiones que la revolución sugirió desaparecen con ella. El sentimiento de la inestabilidad se perpetúa en medio del orden, y la idea de la facilidad del éxito sobrevive a las extrañas vicisitudes que la hicieron nacer. Los deseos continúan siendo muy amplios, cuando los medios de satisfacerlos disminuyen cada día; subsiste el amor hacia las grandes fortunas, aunque éstas sean muy raras, y se encienden en todas partes desproporcionadas ambiciones que abrasan en secreto y sin fruto el corazón que las encierra.

Poco a poco, sin embargo, se borran las últimas señales de la lucha, y los restos de la aristocracia acaban por desaparecer. Se olvidan los grandes acontecimientos que acompañaron a su caída; el reposo sucede a la guerra; el imperio del orden renace en el seno del mundo nuevo; los deseos son proporcionales a los medios; las necesidades, las ideas y los sentimientos se encadenan; los hombres llegan a nivelarse, y la sociedad democrática queda por fin establecida.

Si consideramos a un pueblo democrático en estado permanente, presentará un espectáculo muy diverso del que acabamos de contemplar, y sin dificultad juzgaremos que si la ambición se hace más grande mientras se igualan las condiciones, pierde este carácter cuando ya son iguales.

Como las grandes fortunas se dividen y la ciencia se halla muy extendida, ninguno queda del todo privado de luces ni de bienes; estando abolidos los privilegios y las incapacidades de clase, y habiendo roto los hombres para siempre los lazos que los tenían inmóviles, la idea del progreso se presenta al espíritu de cada uno de ellos; el deseo de elevarse nace a la vez en todos los corazones y cada hombre quiere salir de su esfera. La ambición es el sentimiento más universal.

Pero, si la igualdad de condiciones proporciona a todos los ciudadanos algunos recursos, también les impide tenerlos muy grandes, lo que por cierto encierra necesariamente los deseos dentro de límites muy estrechos. En los países democráticos la ambición es ardiente y continua, pero de ordinario no puede aspirar a mucho; y la vida se pasa, por lo común, codiciando bienes que se encuentren siempre al alcance.

Lo que principalmente desvía a los hombres de las democracias de la grande ambición, no es la pequeñez de su fortuna, sino el esfuerzo violento que hacen todos los días por mejorarla; obligan al alma a emplear todas sus fuerzas en realizar cosas mediocres, lo cual no puede menos de limitar bien pronto su vista y circunscribir su poder.

El corto número de ciudadanos opulentos que se encuentran en el seno de una democracia, no es una excepción a esta regla. Un hombre que se eleva por grados hacia la riqueza y el poder, contrae en este largo trabajo hábitos de prudencia y de recato de los que no se deshace por largo tiempo. Su alma no se ensancha gradualmente como su casa.

Una observación análoga se aplica a los hijos de este hombre. Es verdad que han nacido en una posición elevada; pero sus padres han sido humildes, han crecido en medio de sentimientos e ideas de las que más tarde les es difícil sustraerse, y se debe creer que heredarán al mismo tiempo los instintos y los bienes de sus padres.

Puede suceder, al contrario, que el vástago pobre de una poderosa aristocracia muestre una gran ambición, porque las opiniones tradicionales de su linaje y el espíritu general de su clase, lo sostengan todavía algún tiempo sobre su fortuna.

Lo que también impide a los hombres de las épocas democráticas entregarse a la ambición de las grandes cosas, es el tiempo que calculan debe pasar antes de poder emprenderlas. Es una gran ventaja -dice Pascal- la calidad que a los dieciocho o veinte años permite a un hombre hacer por sí lo que no haría otro hasta los cincuenta, pues son treinta años ganados sin dificultad ...

Estos treinta años faltan, por lo común, a los ambiciosos de las democracias, y la igualdad que permite a cada uno no alcanzarlo todo, impide, al mismo tiempo, caminar de prisa.

En una sociedad democrática, como en cualquiera otra, no se puede lograr sino un cierto número de grandes fortunas, y como los caminos que conducen a ellas están abiertos indistintamente a todos los ciudadanos, es preciso que el progreso de cada una no sea muy rápido. Como los candidatos parecen poco más o menos semejantes, y es difícil hacer entre ellos una elección sin violar el principio de la igualdad, que es la ley suprema de las sociedades democráticas, la primera idea que se presenta es hacerlos marchar a todos al mismo paso y someterlos a las mismas pruebas.

A medida que los hombres se hacen más semejantes, y que el principio de la igualdad penetra más tranquila y profundamente en las costumbres y en las instituciones, las reglas del adelantamiento se vuelven más inflexibles; el avance es más lento, y crece la dificultad de llegar pronto a un cierto grado de esplendor.

A fuerza de odiar los privilegios y de embarazar la elección, se consigue obligar a todos los hombres, cualquiera que sea su capacidad, a sujetarse a una misma ley, sometiéndolos indistintamente a multitud de pequeños ejercicios preliminares en los que pierden su juventud y se extingue su imaginación; de suerte que llegan a desesperar de gozar jamás, plenamente, los bienes que se les ofrecen, y cuando al fin llegan a realizar cosas extraordinarias, han perdido totalmente el gusto de ellas.

En China, donde la igualdad de condiciones es muy grande y muy antigua, un hombre no pasa de un empleo a otro sin haberse sometido a un concurso. Esta prueba se repite a cada paso en su carrera, y la idea está tan arraigada en las costumbres, que recuerdo haber leído una novela china en que, después de muchas vicisitudes, el héroe conmueve el corazón de su amada sufriendo un buen examen. Mal pueden respirar grandes ambiciones en una atmósfera semejante.

Lo que digo de la política se aplica con la misma exactitud a todas las cosas; la igualdad produce en todas partes efectos semejantes, y donde la ley no se encarga de regular y retardar el movimiento de los hombres, la competencia basta.

En una sociedad democrática bien establecida, las grandes y rápidas elevaciones son muy raras y son la excepción de la regla general. Su singularidad es la que hace olvidar su corto número.

Los hombres en las democracias descubren al fin todas estas cosas, y a la larga conocen que el legislador les abre un vasto campo en el que todos pueden con facilidad dar algunos pasos, pero ninguno lisonjearse de recorrerlos aprisa.

Entre ellos y el vasto y último objeto de sus deseos, ven una gran cantidad de pequeñas barreras que necesitan traspasar con lentitud, y esta visión fatiga anticipadamente su ambición y la rechaza; renuncian, pues, a esas lejanas y dudosas esperanzas, para buscar cerca de sí goces menos elevados y fáciles. La ley no limita su horizonte, pero ellos mismos se lo estrechan.

He dicho que las grandes ambiciones eran más raras en los siglos democráticos que en los de aristocracia y ahora añado que, cuando surgen, no obstante estos obstáculos naturales, tienen una fisonomía diferente.

La carrera de la ambición en las aristocracias es, por lo general, extensa, pero sus límites son fijos. En los países democráticos se agita en un campo estrecho, de donde, si por casualidad llega a salir, nada parece que la limita.

Como los hombres son débiles, móviles y aislados, los precedentes tienen muy poco imperio y las leyes poca duración, la resistencia a las innovaciones es muy débil, y el cuerpo social no parece jamás bien establecido, ni firme; de suerte que, una vez que los ambiciosos se han hecho dueños del poder, creen tener la facultad de abusar de todo, y cuando se les escapa, piensan en seguida en trastornar el Estado para lograrIo de nuevo. Esto da un carácter violento y revolucionario a la gran ambición política, que es muy raro ver con igual fuerza en las sociedades aristocráticas.

Una multitud de pequeñas ambiciones sensatas, entre las cuales se mezclan de tiempo en tiempo algunos grandes deseos mal regulados; tal es el cuadro que presentan por lo común las naciones democráticas. No es fácil encontrar allí una ambición proporcionada, vasta y moderada.

He dado a conocer en otra parte los esfuerzos secretos pór los cuales predomina la igualdad en el corazón humano, la pasión por los goces materiales y el amor exclusivo a lo presente. Estos diversos instintos se mezclan al sentimiento de la ambición y, por decirlo así, lo tiñen también con sus colores.

Creo que los ambiciosos de las democracias se ocupan menos que los demás de los intereses y de los juicios del porvenir, y que sólo el momento actual los ocupa y los absorbe: gustan más de acabar con rapidez muchas empresas que de elevar monumentos durables, porque prefieren la fortuna a la gloria. Lo que exigen particularmente de los hombres es la obediencia, y lo que desean ante todo, es el imperio.

Como sus costumbres permanecen por lo regular bajas respecto de su condición, sucede con frecuencia que tienen gustos muy vulgares en medio de una gran fortuna, y parece que no se elevan al poder soberano, sino para procurarse fácilmente placeres ruines y groseros.

Juzgo que conviene mucho entre nosotros purificar, regúlar y proporcionar el sentimiento de la ambición, pero seria muy peligroso comprimirlo y estrecharlo demasiado. Es preciso tratar de ponerle algunos límites que no se permitirá nunca salvar, y guardarse bien de entorpecer su vuelo dentro de los ya permitidos.

Confieso que temo mucho menos a la audacia en las sociedades democráticas que a la mediocridad de los deseos. Lo que más debe temerse es que en medio de las pequeñas e incesantes ocupaciones de la vida privada, pierda la ambición su vehemencia y su grandeza, y las pasiones humanas se aplaquen y se abatan al mismo tiempo, en forma que cada día se haga más tranquila y menos elevada la marcha del cuerpo social. Me parece, pues, que los jefes de estas nuevas sociedades, harían mal en tratar de distraer a los ciudadanos con una felicidad demasiado uniforme y pacífica, y que conviene más darles algunas veces difíciles y peligrosos quehaceres, a fin de despertar la ambición y abrirle un vasto campo.

Se quejan sin cesar los moralistas de que el vicio favorito de nuestra época es el orgullo. Tienen razón en cierto modo: no hay nadie, en efecto, que no crea valer más que su vecino, y que consienta en obedecer a su superior; pero, bajo otro aspecto, esto es falso, pues ese mismo hombre que no puede soportar la subordinación ni la igualdad, se desprecia hasta el extremo de no creerse digno sino de los placeres del vulgo. Se detiene en los deseos medianos sin atreverse a acometer empresas elevadas, que apenas puede concebir.

Lejos de creer que deba recomendarse a nuestros contemporáneos la humildad, quisiera que se tratase de darles una idea más vasta de sí mismos y de su especie; pues lo que les hace más falta, en mi concepto, es el orgullo. Con gusto cedería muchas de nuestras pequeñas virtudes a cambio de ese vicio.

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