LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo vigésimo primero
Por qué llegan a hacerse raras las grandes revoluciones
Un pueblo que por algunos siglos ha vivido bajo el régimen de castas y de clases, no llega a un estado social democrático, sino atravesando una larga serie de transformaciones más o menos penosas, con violentos esfuerzos y después de numerosas vicisitudes, durante las cuales los bienes, las pasiones y el poder cambian rápidamente de lugar.
Aun después de concluida esta revolución, subsisten por largo tiempo los hábitos revolucionarios creados por ella, y también se suceden profundas agitaciones.
Como todo esto tiene lugar en el momento en que igualan las condiciones, se concluye que existe una relación oculta y un lazo secreto entre la igualdad misma y las revoluciones; de manera que la una no puede existir sin que nazcan las otras. Sobre este punto, el razonamiento parece de acuerdo con la experiencia.
En un pueblo en que las clases son poco más o menos iguales, ningún lazo aparente une a los hombres, ni los mantiene firmes en su puesto; ninguno disfruta del derecho permanente ni del poder de mandar, y nadie tiene por condición obedecer; mas, encontrándose cada uno provisto de algunas luces y de algunos recursos, puede escoger su camino y marchar separado de todos sus semejantes.
La misma causa que hace independientes a los ciudadanos unos de otros, los excita cada día hacia nuevos e inquietos deseos y los estimula sin cesar.
Parece, pues, natural, creer que en una sociedad democrática, las ideas, las cosas y los hombres, deben cambiar eternamente de formas y de puestos, y que los siglos democráticos serán tiempos de transformaciones rápidas e incesantes.
¿Es así en efecto? ¿La igualdad de condiciones conduce a los hombres de un modo habitual y permanente hacia las revoluciones? ¿Contiene algún principio perturbador que impida a la sociedad tranquilizarse, disponiendo a los ciudadanos a renovar sin cesar sus leyes, sus doctrinas y sus costumbres? No lo creo, y como el asunto es de importancia, imploro la atención del lector.
Casi todas las revoluciones que han cambiado la faz de los pueblos, han sido hechas para consagrar la desigualdad o para destruirla. Si se separan las causas secundarias que han producido las grandes agitaciones de los hombres, se encontrará casi siempre la desigualdad; los pobres son los que han querido arrebatar los bienes a los ricos, o éstos han pretendido encadenar a los pobres. Si se pudiera constituir un estado social en el que cada uno tuviese algo que conservar y poco que adquirir, se habría hecho mucho por la paz del mundo.
No ignoro que en un gran pueblo democrático se encuentran siempre ciudadanos muy pobres y otros muy ricos; pero, en lugar de formar los pobres la inmensa mayoría de la nación, como sucede siempre en las sociedades aristocráticas, no son sino un corto numero, y la ley no los liga entre sí con los lazos de una miseria irremediable y hereditaria.
Los ricos, por su parte, son pocos e impotentes; no tienen privilegios que atraigan las miradas; su riqueza misma, no estando incorporada a la tierra y representada por ella, es como invisible y no resulta fácil de usurpar. Así como no hay razas de pobres, no las hay tampoco de ricos; éstos salen todos los días de la misma multitud, y a cada paso vuelven a confundirse con ella; no forman, pues, una clase aparte que pueda ser definida y despojada, y como dependen por mil lazos secretos de la masa de sus conciudadanos, el pueblo no puede tocarlos sin herirse a sí mismos. Entre esos dos extremos de las sociedades democráticas, se encuentra una gran cantidad de hombres casi semejantes, que sin ser precisamente ricos ni pobres, poseen bastantes bienes para desear el orden, sin tener los suficientes para excitar la envidia.
Éstos son naturalmente enemigos de los movimientos; su inmovilidad mantiene en reposo todo lo que se encuentra más elevado o más bajo que ellos, y asegura al cuerpo social en su base; no porque se hallen satisfechos con su fortuna presente, ni porque sientan un horror natural hacia una revolución de cuyos despojos participarían sin experimentar sus males, pues desean, al contrario, con un ardor singular, enriquecerse; pero el obstáculo consiste en no saber a quién despojar. El mismo estado social que les sugiere constantemente deseos, encierra a éstOs en límites precisos; y aunque dé a los hombres más libertad para cambiar, los interesa menos en el cambio.
Los hombres de las democracias no sólo no desean naturalmente las revoluciones, sino que las temen. No hay revolución que no amenace a la propiedad privada. La mayor parte de los que habitan los países democráticos son propietarios, y viven en la condición en la que los hombres dan más valor a su riqueza.
Si se consideran con atención todas las clases que componen la sociedad, se observará que en ninguna provoca la propiedad pasiones más tenaces y severas que en la clase media.
Por lo comun los pobres no se fijan en lo que poseen, pues sufren mucho más por lo que les falta de lo que gozan con lo poco que tienen. Los ricos, fuera de las riquezas, tienen muchas pasiones que satisfacer y, además, el largo y penoso uso de una gran fortuna acaba algunas veces por hacerlos como insensibles a sus satisfacciones.
Pero los que viven con una comodidad distante igualmente de la opulencia y de la miseria, dan a sus bienes un valor inmenso. Como no se hallan todavía muy lejos de la pobreza, ven inmediatamente sus rigores y los temen; entre esta y ellos no hay sino un pequeño patrimonio en el que fijan sus temores y sus esperanzas. Cada día se interesan más en él por las constantes inquietudes que les causa y por los esfuerzos continuos que realizan para aumentarlo. Así es que la idea de ceder una pequeñísima parte les resulta insoportable, y la pérdida entera la miran como la mayor parte de sus desgracias, siendo el numero de estos pequeños propietarios, ardientes e inquietos, el que la igualdad de condiciones aumenta sin cesar.
Por eso, en las sociedades democráticas, la mayoría de los ciudadanos no ve claramente lo que puede ganar en una revolución, y sabe muy bien lo que puede perder.
Dije en otro lugar de esta obra, de qué manera la igualdad de condiciones impelía naturalmente a los hombres hacia la industria y el comercio y cómo ella acrecentaba y diversificaba los bienes raíces; hice ver igualmente por qué inspiraba a cada hombre un deseo constante y vehemente de aumentar su bienestar. Nada hay más contrario a las pasiones revolucionarias que todas estas cosas.
Por último, una revolución puede servir a la industria y al comercio; pero su primer efecto será siempre arruinar a los industriales y a los comerciantes, porque en sus comienzos no puede dejar de cambiar el estado general del consumo, trastornando momentáneamente la proporción que existe entre la producción y las necesidades.
Tampoco encuentro nada más opuesto a las costumbres revolucionarias, que las costumbres comerciales. El comercio es naturalmente enemigo de todas las pasiones violentas; ama la templanza; se complace en los compromisos y huye de la cólera; es sufrido, dócil, insinuante y no recurre a los extremos, sino cuando lo obliga la más imperiosa necesidad. El comercio hace a los hombres independientes, les da una alta idea de su valor individual, los conduce a realizar sus propios negocios y les enseña a lograr buenos resultados; los dispone para la libertad y los aleja de las revoluciones.
Los poseedores de bienes muebles, tienen más que temer en una revolucion que todos los demás, porque de un lado su propiedad es por lo común más fácil de usurpar, y por el otro, a cada instante puede desaparecer totalmente; los propietarios de bienes raíces no tienen que temerla, pues si pierden la renta de sus tierras, esperan al menos conservar, a través de todas las revoluciones, la tierra misma. Así se ve que a los unos afligen menos que a los otros los movimientos revolucionarios.
A medida que los bienes muebles varían y se multiplican, y que crece el número de los que los poseen, los pueblos se hallan menos dispuestos a hacer revoluciones.
Cualquiera que sea, por otra parte, la profesión que los hombres abracen y la especie de bienes que gocen, un rasgo les es común a todos. Ninguno se halla plenamente satisfecho con su fortuna presente y todos se esfuerzan por mil medios diversos para aumentarla. Considérese a cada uno de ellos en una época cualquiera de su vida, y se le verá ocupado en algunos planes nuevos que tienden a acrecentar su comodidad. No se le hable de intereses y derechos del género humano, pues sus negocios domésticos absorben por el momento todos sus pensamientos y le hacen desear que no haya agitaciones públicas.
Esto les impide, no solamente hacer revoluciones, sino hasta desearlas. Las violentas pasiones políticas obran muy débilmente en hombres que han dedicado su alma entera a buscar el bienestar. El ardor que ponen en los negocios pequeños los calma en los grandes.
Es cierto que se levantan de tiempo en tiempo en las sociedades democráticas algunos temerarios ambiciosos, cuyos inmensos deseos no pueden satisfacer siguiendo la ruta común. Éstos quieren las revoluciones y las provocan; pero les es difícil hacerlas estallar, si algunos acontecimientos extraordinarios no vienen a ayudarlos.
Naturalmente, es desventajosa la lucha contra el espíritu del siglo y del país, y un hombre, por poderoso que se le suponga, difícilmente sugiere a sus contemporáneos ideas y sentimientos que el conjunto de sus principios y de sus deseos rechazan. No se crea, pues, que cuando la igualdad de condiciones, llegando a ser un hecho antiguo y cierto, ha dado a las costumbres su carácter, los hombres se dejan fácilmente precipitar en los azares que les presenta un jefe imprudente o un innovador atrevido; no porque ellos se resistan abiertamente, con el auxilio de sabias combinaciones, ni porque hayan premeditado un proyecto de resistencia. Al contrario, lo combaten con poca energía, a veces lo aplauden, pero nunca lo siguen. A su ardor oponen en secreto su inercia; a sus instintos revolucionarios, oponen intereses conservadores; a sus pasiones aventuradas, los gustos perezosos; el buen juicio, a los desvíos de su genio, y a su poesía, oponen la prosa. Consigue sublevarlos por un momento con mil esfuerzos, mas pronto se le escapan y se sosiegan como arrastrados por su propio peso; se esfuerza en animar a esta multitud indiferente y distraída, pero al fin se ve reducido a la impotencia, no porque esté vencido, sino porque le dejan solo.
No digo que los hombres que viven en las sociedades democráticas sean naturalmente inmóviles, pues, al contrario, pienso que en su seno reina un movimiento eterno, y que nadie conoce el reposo; mas creo que se agitan dentro de límites que jamás traspasan. Varían, alteran o renuevan cada día las cosas secundarias, pero tienen un gran cuidado de no tocar las principales, y si quieren las mudanzas, también temen a las revoluciones.
Aunque los norteamericanos modifiquen o abroguen sin cesar algunas de sus leyes, están bien lejos de mostrar pasiones revolucionarias. Es fácil descubrir por la prontitud con que se detienen y se calman, cuando la agitación pública se hace amenazante y en el momento mismo en que parecen más excitadas las pasiones. Temen a una revolución como a la mayor de las desgracias y cada uno de ellos se resuelve interiormente a hacer grandes sacrificios para evitarla. No hay país en el mundo en donde el sentimiento de la propiedad se manifieste más activo e inquieto que en los Estados Unidos, ni donde la mayoría muestre menos inclinación hacia las doctrinas que amenazan alterar, de cualquier manera que sea, la situación de los bienes.
He observado muchas veces que las teorías que son revolucionarias por su naturaleza, por no poderse realizar sino con una mudanza completa y algunas veces súbita del estado de propiedad y de las personas, son infinitamente menos favorecidas en los Estados Unidos que en las grandes monarquías de Europa. Si algunos hombres las profesan, la masa las rechaza con horror como por instinto.
No temo decir que la mayor parte de las máximas que por costumbres se llaman democráticas en Francia, serían proscritas por la democracia de los Estados Unidos, y esto se comprende fácilmente. En Norteamérica tienen ideas y pasiones democráticas; en Europa tenemos ideas y pasiones revolucionarias.
Si Norteamérica sufriese alguna vez grandes revoluciones, las acarrearían los negros; es decir, que no sería la igualdad de condiciones, sino, al contrario, la desigualdad la que las haría nacer.
Cuando las condiciones son iguales, cada uno se encierra en sí mismo y olvida al público. Si los legisladores de los pueblos democráticos no tratasen de corregir esta funesta tendencia o la favorecieren con la idea de que aparta a los ciudadanos de las revoluciones, quizá acabarían ellos mismos por hacer el mal que quieren evitar, y llegaría un momento en que las pasiones desordenadas de algunos hombres, ayudándose del egoísmo torpe y de la pusilanimidad del mayor número, acabarían por obligar al cuerpo social a sufrir extrañas vicisitudes.
En las sociedades democráticas, sólo las minorías desean las revoluciones; mas estas minorías pueden algunas veces hacerlas.
No quiero decir que las naciones democráticas estén libres de revoluciones, sino que su estado social no las favorece; más bien las aleja. Abandonados a sí mismos los pueblos democráticos, no se comprometen fácilmente en grandes aventuras, y si son arrastrados hacia las revoluciones es sin saberlo, pues las sufren algunas veces, pero nunca las hacen. Y añado que, cuando se les ha permitido adquirir luces y experiencia, tampoco las dejan hacer. Sé que en esta materia pueden mucho las instituciones públicas por sí mismas, pues favorecen o reprimen los sentimientos que nacen del estado social. Repito que no sostengo que un pueblo esté al abrigo de trastornos, sólo porque en su seno sean iguales las condiciones; pero creo que cualesquiera que sean las institUciones de un pueblo semejante, las grandes revoluciones serán siempre infinitamente menos violentas y raras de lo que se supone, y aun llego a describir cierto estado político que, combinándose con la igualdad, haría la sociedad más estacionaria que nunca lo ha sido en nuestro Occidente.
Dos cosas admiran en los Estados Unidos, la gran movilidad de la mayor parte de las acciones humanas y la fijeza singular de ciertos principios. Los hombres se mueven sin cesar y el espíritu humano parece casi inmóvil.
Una vez que se extiende y arraiga una opinión en el suelo norteamericano, se diría que ningún poder es capaz de extirparla. Las doctrinas generales en materia de religión, de filosofía y hasta de política, no varían absolutamente en los Estados Unidos, o al menos no se modifican sino después de un trabajo oculto y muchas veces insensible. Las más torpes preocupaciones no se borran sino con una lentitud inconcebible, en medio de ese continuo roce de las cosas y de los hombres.
Oigo decir que las democracias, por su naturaleza y por sus hábitos, cambian a cada instante de sentimientos y de ideas. Esto puede ser cierto respecto a pequeñas naciones democráticas como las de la Antigüedad, que se reunían enteras en una plaza pública y se agitaban en seguida a merced de un orador; pero yo no he visto nada semejante en el seno del gran pueblo democrático que ocupa las riberas opuestas de nuestro Océano. Lo que me ha llamado la atención en los Estados Unidos, es la dificultad que existe en desarraigar a la mayoría de una idea que ha concebido y desapasionar a un hombre que la adopte. No bastan para esto los escritos ni los discursos; la experiencia sola puede conseguirlo, y algunas veces es preciso que ésta se repita.
Si esto extraña a primera vista, un examen más detenido lo explica. No creo tan fácil como se imagina desarraigar las preocupaciones de un pueblo democrático, cambiar sus creencias, sustituir por nuevos principios religiosos, filosóficos, políticos y morales, a los que se hallan establecidos, en una palabra, hacer grandes y frecuentes revoluciones en las inteligencias; no porque el espíritu humano esté ocioso, pues se agita sin cesar; pero se ejercita más bien en variar hasta el infinito las consecuencias de los principios conocidos y en descubrir otros, que en buscar nuevos principios; vuelve con ligereza sobre sí mismo, más bien que se lanza hacia adelante por un esfuerzo rápido y directo; extiende poco a poco su esfera con pequeños movimientos continuos y precipitados y no la cambia de repente.
Hombres iguales en derechos, en educación, en fortuna y, en una palabra, de condición semejante, tienen precisamente necesidades, hábitos y gustos casi análogos. Como miran los objetos bajo el mismo aspecto, su espíritu se inclina naturalmente hacia las mismas ideas, y aunque cada uno pudiera separarse de sus contemporáneos y formar creencias particulares, acaban por encontrarse todos, sin saberlo y sin querer, en cierto número de opiniones comunes.
Cuanto más atentamente considero los efectos de la igualdad sobre la inteligencia, más me persuado de que la anarquía intelectual que presenciamos no es, como muchos suponen, el estado natural de los pueblos democráticos. Creo que se debe considerar más bien como un accidente peculiar de su juventud, y que no se manifiesta sino en esa época pasajera en que, habiendo roto los hombres los lazos antiguos que los unían, difieren todavía mucho por su origen, educación y costumbres de tal suerte que, conservando ideas, instintos y gustos muy diversos, nada les impide producirlos. Las principales opiniones de los hombres se hacen semejantes a medida que las condiciones se igualan. Tal me parece ser el hecho general y permanente; lo demás es fortuito y pasajero.
Creo que sucederá raramente que en el seno de una sociedad democrática, un hombre llegue a concebir de un solo golpe un sistema de ideas muy distinto del que han adoptado sus contemporáneos, y si semejante innovador se presentarse, me figuro que tendría mucha dificultad en hacerse escuchar y todavía más en hacerse creer.
Cuando las condiciones son casi semejantes, un hombre no se deja fácilmente persuadir por otro. Como todos se ven tan de cerca, aprenden las mismas cosas y llevan la misma vida, ninguno se halla, naturalmente, dispuesto a tomar a otro por guía, ni a seguirlo ciegamente; con dificultad se cree por su palabra a su igual o a su semejante.
No solamente disminuye la confianza en las luces de ciertos individuos en las naciones democráticas, sino que, como lo dije en otra parte, la idea general de la superioridad intelectual que un hombre puede adquirir sobre todos los demás, no tarda en oscurecerse.
A medida que los hombres se asemejan, el dogma de la igualdad de las inteligencias se insinúa en sus creencias y se hace más difícil a un innovador cualquiera adquirir y ejercer gran poder sobre el espíritu del pueblo. En tales sociedades, las súbitas revoluciones intelectuales son raras; mas si se recorre la historia del mundo, se ve que la autoridad de un hombre más que la fuerza de un razonamiento ha producido las grandes y rápidas mudanzas de las opiniones humanas.
Observamos, por otra parte que, como los hombres que viven en las sociedades democráticas no están ligados absolutamente los unos a los otros, es necesario convencer a cada uno de ellos, mientras que en las sociedades aristocráticas, basta poder obrar sobre el espíritu de algunos, para que lo sigan todos los demás. Si Lutero hubiera vivido en un siglo de igualdad y no hubiera tenido por oyentes a señores y príncipes, acaso habría encontrado más dificultad en cambiar la faz de Europa.
Esto no depende de que los hombres de las democracias estén naturalmente convencidos de la certeza de sus opiniones y se hallen muy firmes en sus creencias, pues tienen frecuentemente dudas que a sus ojos nadie puede resolver. En una época semejante, el espíritu humano cambiaría gustoso de sitio; pero como nada lo impele ni lo dirige, oscila sobre sí mismo sin conmoverse (1).
Aun después de haber adquirido la confianza de un pueblo democrático, es todavía muy difícil atraer su atención.
Es casi imposible hacer escuchar a los hombres que viven en las democracias, cuando no se les habla de ellos mismos. Y no oyen lo que se les dice, porque están siempre fijos en las cosas que hacen.
Se ven, en efecto, pocos ociosos en las naciones democráticas: la vida pasa allí en medio del movimiento y del ruido y los hombres se ocupan tanto en obrar, que apenas les queda tiempo para pensar. Lo más notable es que no solamente viven ocupados sino que se apasionan en sus ocupaciones, pues estando perpetuamente en actividad, cada una de sus asociaciones absorbe su alma. Parece que su exaltaCión en los negocios les impide acalorarse por las ideas.
Creo que es muy difícil excitar el entusiasmo de un pueblo democrático por una teoría cualquiera que no tenga relación visible, directa e inmediata con la práctica de su vida. Un pueblo semejante no abandona tan fácilmente sus antiguas creencias, porque el entusiasmo es el que desvía el espíritu humano de la senda conocida y hace las grandes revoluciones intelectuales y las políticas.
Así, los pueblos democráticos no tratan de buscar nuevas opiniones y aun cuando llegan a dudar de las que poseen las conservan no obstante, porque necesitarían largo tiempo y un examen detenido para cambiarlas. Las guardan no como ciertas, sino como establecidas.
Hay otras razones más poderosas todavía, que impiden se haga fácilmente una gran mudanza en las doctrinas de un pueblo democrático, y las he indicado al principio de esta obra.
Si en el seno de un pueblo semejante las influencias individuales son débiles y casi nulas, el poder que ejerce la masa sobre el espíritu es muy grande. Quiero decir, que no hay razón para creer que esto depende únicamente de la forma de gobierno, y que la mayoría debe perder su imperio intelectual con su poder político.
Los hombres de la aristocracia poseen frecuentemente una grandeza y un poder que les son peculiares. Cuando no se encuentran de acuerdo con el mayor número de sus semejantes, se encierran en sí mismos, se ayudan y se consuelan. No sucede así en los pueblos democráticos; la estimación pública se consdiera tan necesaria como el aire que se respira, y se cree, por decirlo así, que no se vive cuando no se está de acuerdo con la masa.
Ésta no tiene necesidad de emplear leyes para reducir a los que no piensan como ella, pues le basta negarles su aprobación; su aislamiento y su impotencia los abruman y desesperan.
Siempre que se igualan las condiciones, la opinión general adquiere una inmensa influencia en el espíritu de cada individuo; lo dirige y lo oprime. Esto depende más de la constitución misma de la sociedad, que de sus leyes políticas. A medida que los hombres se asemejan, cada uno se siente más débil delante de todos los demás; no descubriendo nada que lo eleve sobre ellos ni que lo distinga, desconfía de sí mismo en cuanto lo combaten; no solamente duda de sus fuerzas, sino hasta de su derecho, y se apresura a reconocer que no tiene razón cuando el mayor número lo afirma. La mayoría no tiene necesidad de violentarlo, pues lo convence.
De cualquier manera que se organicen los poderes de una sociedad democrática y se establezcan, es siempre muy difícil creer lo que la masa no aprueba. y profesar lo que ella condena: esto favorece maravillosamente la estabilidad de las creencias.
Cuando una opinión se desenvuelve en un pueblo democrático y se establece en el espíritu del mayor número, subsiste en seguida por sí misma y se perpetúa sin esfuerzos, porque nadie la ataca.
Desde luego, los que la habían rechazado como falsa, acaban por recibirla como general, y los que en el fondo de su corazón continúan combatiéndola no lo dejan ver, pues tienen buen cuidado de no comprometerse en una lucha peligrosa e inútil. Es cierto que cuando la mayoría de un pueblo cambia de opinión, puede ocasionar extrañas y súbitas revoluciones en el mundo de las inteligencias; pero es muy difícil que su opinión cambie, y casi igualmente dificil hacerlo ver.
Algunas veces sucede que el tiempo, los acontecimientos o el esfuerzo individual o aislado de las inteligencias, acaban por conmover o destruir poco a poco una creencia, sin que se descubra nada en lo exterior. No se la combate ciertamente, ni se reúne nadie para hacerle la guerra. Sus sectarios empiezan a dejarla uno a uno sin ruido; pero cada día la abandonan algunos, hasta que al fin no la sigue más que un corto número, y en ese estado reina todavía.
Como sus enemigos continúan en silencio, o si se comunican es en secreto, se hallan por mucho tiempo sin saber que se efectúa una revolución, y en esta duda permanecen inmóviles, observan y callan. La mayoría no cree, pero finge creer, y ese vano fantasma de la opinión pública basta para imponerse a los innovadores y hacerles guardar silencio y respeto.
Vivimos en una época que ha presenciado las más rápidas variaciones en el espíritu de los hombres. Sin embargo, puede ser que bien pronto las principales opiniones humanas sean más estables de lo que lo han sido en los siglos precedentes de nuestra historia; ese tiempo no ha llegado todavía, pero tal vez se aproxima.
A medida que examino más de cerca las necesidades y los sentimientos naturales de los pueblos democráticos, más me persuado de que si la igualdad se estableciese de una manera general y permanente en el mundo, las grandes revoluciones intelectuales y políticas se harían más raras y difíciles de lo que se supone.
Como los hombres de las democracias parecen siempre conmovidos, inseguros, alterados, dispuestos a cambiar de voluntad y de lugar, se imaginan algunos que van a abolir de repente sus leyes, a adoptar nuevas creencias y a tomar nuevas costumbres. No se piensa que si la igualdad conduce a los hombres al cambio, les sugiere gustos y les proporciona intereses que necesitan estabilidad para satisfacerse; los impele y al mismo tiempo los detiene, los estimula y los atrae hacia la tierra, inflama sus deseos y limita sus fuerzas.
Esto es lo que no se descubre a primera vista; las pasiones que separan a los ciudadanos unos de otros en una democracia, se manifiestan por sí mismas; pero no se ve a la primera ojeada la fuerza oculta que los retiene y los reúne.
¿Me atreveré yo a indicarla en medio de las ruinas que me rodean? Lo que más temo para las generaciones futuras no son las revoluciones. Si los ciudadanos siguen reconcentrándose más y más estrechamente en el círculo de los pequeños intereses domésticos y agitándose sin descanso, se puede temer que acaben por hacerse inaccesibles a esas grandes y poderosas conmociones públicas que trastornan los pueblos, pero que los desarrollan y renuevan. Al hacerse móvil la propiedad y el amor hacia ella tan inquieto y ardiente, no puedo menos de temer que los hombres lleguen a mirar toda nueva teoría como un peligro, toda innovación como un trástorno, todo progreso social como el primer paso hacia una revolución, y rehusen enteramente moverse por miedo a que se les arrastre.
Temo que se dejen poseer por el miserable amor de los goces presentes, que el interés de su suerte futura y el de sus descendientes desaparezcan y prefieran seguir descansadamente el curso de su destino, a hacer, en caso de necesidad, un pronto y enérgico esfuerzo para corregirlo.
Se cree que las nuevas sociedades cambian diariamente de faz, y yo temo que acaben por fijarse invariablemente en las mismas leyes, preocupaciones y costumbres, de modo que el género humano se detenga y se limite; que el espíritu se encierre eternamente en sí mismo, sin producir ideas nuevas; que se consuma el hombre en pequeños movimientos aislados y estériles, y que la humanidad no adelante nada a pesar del continuo movimiento.
Notas
(1) Si busco el estado social más favorable a las grandes revoluciones de la inteligencia, lo encuentro entre la igualdad completa de todos los ciudadanos y la separación absoluta de las clases.
Bajo el régimen de castas, las generaciones se suceden sin que los hombres cambien de puesto; los unos no esperan nada más, los otros nada mejor. La imaginación se adormece en medio de este silencio y de esta inmovilidad universal, y la idea misma del movimiento no se presenta al espíritu humano.
Cuando las clases han sido abolidas y las condiciones se hacen casi iguales, todos los hombres se agitan sin cesar, pero cada uno de ellos es independiente, aislado y débil. Este último estado difiere mucho del primero; pero es análogo en un punto. Las grandes revoluciones del espíritu humano son allí muy raras.
Mas entre los dos extremos de la historia de los pueblos, se encuentra una edad intermedia, época gloriosa y agitada en que las condiciones no son bastante fijas para que la inteligencia repose, pero sí bastante desiguales para que ciertos hombres ejerzan un gran poder sóbre el espíritu de los demás, y puedan algunos modificar las creencias de todos. Entonces es cuando los poderes reformadores se elevan y las ideas nuevas cambian de repente la faz del mundo.