LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo vigésimo cuarto
Lo que hace a los ejércitos democráticos más débiles que a los demás al entrar en campaña, y más temibles cuando la guerra se prolonga
Todo ejército que entra en campaña después de una larga paz, se arriesga a ser vencido y, por el contrario, todo el que por largo tiempo hace la guerra, tiene muchas probabilidades de vencer; mas esta verdad es particula!mente aplicable a los ejércitos democráticos. Siendo el estado militar una carrera privilegiada en las aristocracias, se le honra aun en tiempo de paz. Hombres de grandes talentos, luces y ambición la abrazan, y el ejército está en todas las cosas al nivel de la nación, y aun frecuentemente lo sobrepasa.
Hemos visto también que en los pueblos democráticos, lo más selecto de la nación se apartaba poco a poco de la carrera militar, buscando por otros caminos la consideración, el poder y, sobre todo, la riqueza. Después de una larga paz, como la que regularmente se disfruta en los siglos democráticos, el ejército es inferior siempre al país mismo. La guerra lo encuentra en este estado, y hasta que ella no cambie, existe peligro para el país y para el ejército.
He dicho que en los ejércitos democráticos y en tiempos de paz, el derecho de antigüedad era la ley suprema e inflexible de los ascensos, y esto no procede solamente de la constitución de estos ejércitos, sino de la del pueblo mismo, por lo cual se observará siempre.
Por otra parte, como en estos países la suerte del oficial depende de su posición militar y por ésta goza de consideración y de comodidad, no se retira ni se excluye del ejército sino en los límites extremos de la vida.
Resulta, pues, de estas dos cosas que, cuando después de un largo reposo, toma un pueblo democrático al fin las armas, todos los jefes del ejército son ya viejos, y no hablo solamente de los generales, sino también de los oficiales subalternos, cuya mayor parte ha permanecido inmóvil o no ha podido marchar sino paso a paso.
Si se examina un ejército democrático después de una larga paz, se ve con sorpresa que todos los soldados son jóvenes, mientras que los jefes declinan; de suerte que a los primeros les falta la experiencia y a los otros el vigor.
Éste es un gran inconveniente, pues la primera condición para dirigir bien la guerra, es ser joven, y yo no me atrevería a decirlo si el mayor capitán de los tiempos modernos no lo hubiese dicho ya.
Mas estas dos causas no obran del mismo modo en los ejércitos aristocráticos. Como en ellos se adelanta por derecho de nacimiento, más que por el de antigüedad, se encuentra siempre en todos los grados a cierto número de jóvenes que llevan a la guerra la primera energía del cuerpo y del alma.
Además, como los hombres que buscan los honores militares en un pueblo aristocrático, tienen una posición asegurada en la sociedad civil, raras veces aguardan a que los sorprenda la vejez en el ejército. Después de haber consagrado a la carrera de las armas los más vigorosos años de su juventud, se retiran por sí mismos y van a gozar en sus hogares de su edad madura.
Una larga paz, no solamente llena de viejos oficiales a los ejércitos democráticos, sino que les da a todos hábitos de cuerpo y de espíritu poco a propósito para la guerra. El que por largo tiempo ha vivido bajo la atmósfera tibia y apacible de las costumbres democráticas, se somete con dificúltad a los duros y austeros deberes que le impone la guerra. Si no ha perdido absolutamente el gusto por las armas, al menos ha tomado ya una forma de vivir que le impide vencer.
En los pueblos aristocráticos, la molicie de la vida civil ejerce menos influencia sobre las costumbres militares, porque la aristocracia dirige el ejército. Y una aristocracia, por encenagada que se halle en los placeres, tiene siempre otras pasiones fuera de las del bienestar y, para satisfacerlas, sacrifica con gusto momentáneamente a éste.
He hecho ver que los ascensos son en extremo lentos en los ejércitos democráticos. Los oficiales se impacientan con este estado de cosas; se agitan, se inquietan y desesperan; pero, a la larga, la mayor parte se resigna. Los que tienen más recursos y ambición, salen del ejército; los otros, proporcionando al fin sus gustos y sus deseos a la mediocridad de su suerte, acaban por considerar el estado militar bajo un aspecto civil. Lo que más los atrae es la comodidad y estabilidad que lo acompañan. En la seguridad de esta pequeña suerte fundan todo su porvenir, y no piden sino que se les deje gozar de ella tranquilamente.
Sucede, de esta manera, que una larga paz no sólo llena de oficiales ancianos los ejércitos democráticos, sino que da frecuentemente instintos de viejo a los que están todavía en la flor de sú edad.
He hecho ver igualmente que en las naciones democráticas, en tiempos de paz, la carrera militar es mal seguida y poco estimada. Este público descrédito pesa mucho en el ánimo del ejército; las almas se hallan allí como oprimidas, y cuando al fin llega la guerra, no puede aquél volver a tomar en un momento su movilidad y vigor.
En los ejércitos aristocráticos no se encuentra semejante causa de debilidad moral. Los oficiales no están abatidos ante sus propios ojos, ni a los de sus semejantes, pues independientemente de su grandeza militar son grandes por sí mismos.
Si la influencia de la paz se hiciera sentir en los dos ejércitos del mismo modo, los resultados serían todavía diferentes.
Cuando los oficiales de un ejército aristocrático han perdido el espíritu guerrero y el deseo de elevarse por las armas, aún les queda cierto respeto por el honor de su clase y un hábito antiguo de ser los primeros y dar ejemplo. Pero cuando los oficiales de un ejército democrático pierden el amor a la guerra y la ambición militar, nada les queda.
Creo, por tanto, que un pueblo democrático que emprende una guerra después de una larga paz, se expone mucho a ser vencido; mas no debe abatirse fácilmente por los reveses, pues la fuerza de su ejército se aumenta con la duración misma de la guerra.
Cuando, prolongándose, la guerra ha arrancado al fin a todos los ciudadanos de sus trabajos pacíficos, frustrando sus pequeñas empresas, sucede que las mismas pasiones que daban tanto valor a la paz, se vuelven hacia las armas. Después de haber destruido la guerra todas las industrias, se convierte a sí misma en la grande y única industria, y hacia ella sola se dirigen de todas partes los ardientes y ambiciosos deseos que la igualdad ha hecho nacer. He aquí por qué las mismas naciones democráticas, que marchan con tanta pena a los campos de batalla, hacen cosas prodigiosas cuando al fin se consigue ponerlas sobre las armas.
A medida que la guerra atrae más las miradas hacia el ejército, que se le ve crear en poco tiempo grandes reputaciones y grandes fortunas, lo más escogido de la nación toma la carrera de las armas; todos los espíritus naturalmente emprendedores, soberbios y guerreros, que produce no solamente la aristocracia sino el país entero, son arrastrados hacia ella.
Siendo inmenso el número de concurrentes a los honores militares, e impeliendo fuertemente la guerra a todos a su puesto, se acaba siempre por encontrar buenos generales. Una larga guerra produce en un ejército democrático lo que una revolución en el pueblo mismo; quebranta las reglas y hace sobresalir a todos los hombres extraordinarios. Los oficiales, cuyo cuerpo y espíritu han envejecido en la paz, son separados, se retiran o mueren; en su lugar entra una multitud de jóvenes que la guerra ha endurecido ya, y cuyos deseos ha inflamado y aumentado. Éstos quieren adelantar a toda costa y sin cesar; después vienen otros con los mismos deseos, y en seguida otros, sin encontrar más límites que los del ejército. La igualdad permite a todos la ambición, y la muerte se encarga de suministrar oportunidades a todas las ambiciones, porque abre incesantemente las filas, deja vacíos los puestos, cierra la carrera y la abre.
Entre las costumbres militares y las democráticas, existe una relación oculta que la guerra descubre.
Los hombres de las democracias desean naturalmente con pasión adquirir pronto los bienes que codician y gozarlos fácilmente. La mayor parte de los hombres adoran el bienestar y temen menos la muerte que el trabajo. En tal sentido dirigen la industria y el comercio, y el mismo espíritu, transportado a los campos de batalla, los hace exponer con gusto su vida para asegurarse en un momento los premios de la victoria. No hay grandeza que satisfaga más a la imaginación de un pueblo democrático que la militar; grandeza brillante y súbita que se obtiene sin trabajo, no arriesgando más que la vida.
Así, mientras el interés y los gustos apartan de la guerra a los ciudadanos de una democracia, los hábitos de su espíritu los preparan a hacerla bien: se transforman con facilidad en buenos soldados, en cuanto se les puede arrancar de sus negocios y de su bienestar.
Si la paz es particularmente perjudicial a los ejércitos democráticos, la guerra les asegura ventajas que los otros ejércitos no reportan jamás, y estas ventajas, aunque poco sensibles al principio, no dejan de darles la victoria a la larga.
Un pueblo aristocrático que, luchando contra una nación democrática, no consigue destruirla en las primeras campañas, se arriesga mucho a ser vencido por ella (E).
Notas
(E) En el capítulo a que se refiere esta nota acabo de mostrar un gran peligro; quiero indicar otro menos frecuente, pero que si llegase a aparecer se debería temer mucho más.
Si el amor a los goces materiales y el gusto por el bienestar que la igualdad sugiere naturalmente a los hombres, se apoderasen del espíritu de un pueblo democrático y llegasen a llenarlo por entero, las costumbres nacionales se volverían tan antipáticas al espíritu militar que los ejércitos mismos acabarían tal vez por amar la paz, a despecho del interés particular que los inclina a desear la guerra.
En medio de esta molicie universal, los soldados calcularían que vale más ascender gradualmente, pero sin esfuerzo, a la sombra de la paz, que comprar un adelanto rápido con las fatigas y las miserias de la vida de campaña.
Con tal idea, el ejército tomaría las armas sin ardor y las utilizaría sin energia, y para combatir al enemigo sería preciso que se le forzase.
Sin embargo, esta disposición pacífica del ejército no lo alejaría de las revoluciones militares que por lo común son muy rápidas, traen consigo grandes peligros, no ofrecen por eso largos trabajos y satisfacen la ambición con menos riesgos que la guerra. No se arriesga en eso más que la vida, a la cual los hombres de las democracias están menos apegados que a las comodidades.
Nada es tan peligroso para la libertad y la tranquilidad de un pueblo, como un ejército que teme la guerra, pues no buscando ya su elevación y su influencia en los campos de batalla, quiere encontrarlos en otra parte,
Puede suceder también que los hombres que componen un ejército democrático, pierdan el interés del ciudadano sin adquirir las virtudes del soldado, y que el ejército deje de ser guerrero sin cesar de ser revoltoso.
Repetiré aquí lo que he dicho en otro lugar, que el remedio para semejantes peligros no está en el ejército, sino en el país. Un pueblo democrático que conserve costumbres civiles, hallará siempre en sus soldados costumbres guerreras.