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LIBRO SEGUNDO
Tercera parte
Capítulo vigésimo sexto
Algunas consideraciones sobre la guerra en las sociedades democráticas
Cuando el principio de igualdad no se desenvuelve solamente en una nación, sino al mismo tiempo en muchos pueblos vecinos, como se ve en Europa, los hombres que habitan estos diversos países, a pesar de la disparidad de lenguas, de usos y de leyes, se asemejan en que temen igualmente la guerra y sienten por la paz el mismo amor (1).
En vano la ambición o la cólera arman a los príncipes; una especie de apatía y de benevolencia universal los aplaca, a despecho de ellos mismos, y les hace caer la espada. de las manos; la guerra se vuelve más rara cada vez.
A medida que, desenvolviéndose la igualdad a la vez en muchos países, impele simultáneamente a los hombres que los habitan, hacia la industria y el comercio, no sólo sus gustos se asemejan, sino también sus intereses se mezclan y se confunden, de tal modo que ninguna nación puede hacer a las otras males que no recaigan sobre ella misma y todas acaban por considerar la guerra como una calamidad, casi tan funesta para el vencedor como para el vencido.
Así, por una parte, es muy difícil arrastrar a los pueblos democráticos al combate; pero, por otra parte, es casi imposible que dos de ellos se hagan aisladamente la guerra. Los intereses de todos se hallan tan enlazados, sus opiniones y sus necesidades son tan semejantes, que ninguno puede mantenerse en reposo cuando los otros se agitan. Si las guerras se hacen más raras cada día, también, en cuanto nacen, tienen un campo más vasto.
Los pueblos vecinos democráticos no vienen a ser solamente semejantes en algunos puntos, como acabo de indicar, sino que acaban por semejarse en casi todos (2). Mas esta semejanza de los pueblos tiene, en cuanto a la guerra, consecuencias muy importantes.
Cuando yo me pregunto por qué la confederación helvética del siglo XV, hacía temblar a las más grandes y poderosas naciones de Europa, mientras que en nuestros días su poder está en relación con su población, encuentro que los suizos se han hecho semejantes a todos los hombres que los rodean, de tal suerte que sólo el número muestra la diferencia y a los mayores batallones corresponde, por precisión, la victoria.
Uno de los resultados de la revolución democrática que se efectúa en Europa, es hacer prevalecer sobre todos los campos de batalla la fuerza numérica, y forzar a todas las pequeñas naciones a incorporarse en las grandes, o al menos a entrar en la política de estas últimas.
Siendo el número de hombres la razón que determina la victoria, resulta que cada pueblo debe procurar con todos sus esfuerzos conducir el mayor posible al campo de batalla.
Cuando se podía alistar una clase de tropas superior a todas las demás, como la infantería suiza o la caballería francesa del siglo XVI, no se creía necesario levantar grandes ejércitos; pero no sucede así, cuando todos los soldados son iguales.
La misma causa que crea esta necesidad, suministra los medios de satisfacerla; pues, como ya he dicho, cuando todos los hombres son semejantes, se hacen débiles.
El poder social es naturalmente más fuerte en los pueblos democráticos que en otro cualquiera: estos pueblos, al mismo tiempo que sienten el deseo de llamar a toda su población a las armas, tienen la facultad de reunirla: lo cual hace que en los siglos de igualdad, los ejércitos parezcan crecer a medida que el espíritu militar se extingue.
En los mismos siglos, la manera de hacer la guerra cambia también por las mismas causas. Maquiavelo dice, en su libro de El Príncipe, que no es mucho más difícil dominar a un pueblo cuyos jefes son un príncipe y barones, que a una nación dominada por un príncipe y esclavos. Digamos, pues, para no ofender a nadie, funcionarios públicos en lugar de esclavos y tendremos una gran verdad, que se adapta perfectamente a nuestro objeto.
A un gran pueblo aristocrático le es muy difícil conquistar a sus vecinos y ser conquistado por ellos. Lo primero, porque no puede jamás reunir a todas sus fuerzas y tenerlas por largo tiempo juntas, y no puede ser conquistado porque el enemigo encuentra por todas partes pequeños focos de resistencia que lo detienen. Yo compararía la guerra en un país aristocrático con la que se hace en un país montañoso: los vencidos encuentran a cada paso ocasión de rehacerse en nuevas posiciones y mantenerse firmes.
Lo contrario se ve precisamente en las naciones democráticas. Éstas conducen con facilidad todas sus fuerzas disponibles al campo de batalla, y cuando la nación es rica y numerosa se hace cómodamente conquistadora; pero una vez que se la ha vencido y se penetra en su territorio, le quedan pocos recursos, y si se consigue apoderarse de la capital la nación está perdida. Se concibe esto muy bien. Siendo cada ciudadano aislado muy débil, ninguno puede defenderse por sí mismo, ni prestar a los demás un punto de apoyo.
Nada hay más fuerte en un país democrático que el Estado, y al concluirse la fuerza militar por la destrucción del ejército y paralizarse su poder civil por la toma de la capital, el resto no forma sino una multitud desordenada y sin fuerza, que no puede luchar contra el poder organizado que la ataca; sé que el peligro puede hacerse menor creando libertades y, por consiguiente, existencias provinciales; mas este remedio será siempre insuficiente. No solamente la población no podrá entonces continuar la guerra, sino que es de temer que ni lo intente.
En vista del derecho de gentes adoptado por las naciones civilizadas, las guerras no tienen por objeto apoderarse de los bienes de los particulares, sino solamente apoderarse del poder político. Si se destruye la propiedad privada, es sólo por accidente y por alcanzar el segundo objetivo.
Cuando una nación aristocrática es invadida después de la derrota de su ejército, los nobles, aunque sean al mismo tiempo los ricos, prefieren defenderse individualmente a someterse, pues, si el vencedor sr hace dueño de su país, les arrebata el poder político, que aprecian más aún que sus bienes; quieren más los combates que la conquista, que es para ellos el mayor de los males, y arrastra fácilmente consigo al pueblo, porque éste ha contraído por largo tiempo el hábito de seguirlos y de obedecerlos, y por otra parte, nada tiene casi que arriesgar en la guerra.
Al contrario, en una nación en que reina la igualdad de condiciones, cada ciudadano no toma sino una pequeña parte en el poder político, y aun muchas veces no toma ninguna; por otra parte, todos son independientes y tienen bienes que perder; de suerte que la conquista se teme menos y la guerra mucho más que en un pueblo aristocrático. Por tanto, será siempre muy difícil resolver a una población democrática a tomar las armas, cuando la guerra afecta ya a su territorio. Conviene, por consiguiente, dar derechos a estos pueblos, y un espíritu político que sugiera a cada ciudadano algunos intereses como los que hacen acentuar a los nobles en las aristocracias.
Es preciso que los príncipes y los jefes de las naciones democráticas se acuerden de que sólo la pasión y el hábito de la libertad pueden luchar con ventaja contra la pasión y el hábito del bienestar. Nada hay mejor preparado en caso de contratiempo para la conquista, que un pueblo democrático que no tiene instituciones libres.
En otro tiempo se entraba en campaña con pocos soldados, se daban pequeños combates y se hacían largos sitios. Hoy se dan grandes batallas y se avanza hacia la capital a fin de terminar la guerra de un solo golpe.
Se dice que Napoleón inventó este nuevo sistema. No era dado a un hombre, cualquiera que fuese, crear un sistema semejante. El modo con que Napoleón hizo la guerra, le fue sugerido por el estado social de su tiempo, y tuvo buen éxito por ser muy apropiado a ese estado y porque lo puso en práctica por primera vez.
Napoleón es el primero que ha recorrido a la cabeza de un ejército el camino de todas las capitales; pero la ruina de la sociedad feudal le había abierto esta ruta.
Convenzámonos de que si este hombre extraordinario hubiera nacido hace trescientos años, no habría sacado el mismo fruto de su método, o más bien, habría seguido otro diferente.
No añadiré sino una sola palabra sobre las guerras civiles, porque temo cansar al lector.
La mayor parte de lo que he dicho sobre las guerras extranjeras, se aplica con más fuerte razón a las civiles. Los hombres que viven en los países democráticos, carecen naturalmente de espíritu militar; lo adquieren algunas veces, luego que se les ha conducido a su pesar a los campos de batalla; pero levantarse en masa por sí mismo, exponerse voluntariamente a los males de la guerra y sobre todo a los que trae la guerra civil, es una disposición a la que el hombre democrático jamás se resuelve. Sólo los aventureros terminan arrojándose a semejantes contingencias; la masa de la población permanece inmóvil.
Aun cuando ésta quisiese obrar, no podría hacerlo fácilmente, pues no encuentra en su seno antiguas influencias bien establecidas, a las cuales pueda someterse; no hay jefes bastante conocidos para reunir a los descontentos, organizarlos y dirigirlos, ni poderes políticos bajo el de la nación, que vengan a apoyar eficazmente la resistencia que se le opone.
En los países democráticos, el poder moral de la mayoría es inmenso y las fuerzas materiales de que dispone no guardan proporción con las que es posible reunir en contra. El partido que se apoya en la mayoría, que habla en su nombre y emplea su poder, triunfa en un momento y sin esfuerzo ante todas las resistencias particulares: no les deja siquiera tiempo para nacer, pues destruye su semilla.
Los que en estos pueblos quieren hacer una revolución con las armas, no tienen otro recurso que apoderarse de improviso del gobierno, más bien por un asalto que por una guerra; pues, habiendo guerra en regla, el partido que representa el Estado se halla casi siempre seguro de vencer.
El único caso en que puede nacer una guerra civil, es aquel en que, dividiendo el ejército, una porción levanta el estandarte de la rebelión y la otra permanece fiel. Un ejército forma una pequeña sociedad estrechamente unida y muy durable, capaz de bastarse algún tiempo a sí misma. La guerra podría ser sangrienta, pero no larga, porque o el ejército sedicioso conquista el gobierno, por el hecho solo de mostrar sus esfuerzos o por su primera victoria, y la guerra termina, o se empeña una lucha, y la porción del ejército que no se apoyara sobre el poder organizado del Estado, no tardará en dispersarse por sí misma o en ser destruida.
Se puede admitir como verdad general, que en los siglos de igualdad, las guerras civiles llegarán a ser muy raras y muy cortas (3).
Notas
(1) El temor que los pueblos europeos tienen a la guerra, no depende solamente del progreso que ha hecho entre ellos la igualdad, y no me creo en la necesidad de hacerlo notar aquí. Independientemente de esta causa permanente, hay muchas accidentales que son muy poderosas. Me limitaré a citar el cansancio extremo que han dejado las guerras de la revolución y las del imperio.
(2) Esto no depende únicamente de que los pueblos tengan el mismo estado social, sino de que él conduce naturalmente a los hombres a imitarse y a confundirse.
Cuando están divididos los ciudadanos en castas y clases, no solamente difieren los unos de los otros, sino que tampoco tienen el gusto ni el deseo de asemejarse cada uno, al contrario, trata de guardar intactas sus opiniones y sus hábitos propios, y de aislarse. El espíritu de individualidad es muy vivo.
Cuando un pueblo tiene un estado social democrático, es decir, que no existen en su seno castas ni clases y todos los ciudadanos son poco más o menos iguales en bienes y en luces, el espiritu humano camina en sentidos opuestos. Los hombres se asemejan, y en cierto modo sufren por no asemejarse más todavía; lejos de querer conservar lo que puede todavía singularizarlos, no tratan sino de perdrrlo para confundirse en la masa comÚn, la única que representa a sus ojos el derecho y la fuerza; el espíritu de individualidad casi desaparece.
En los tiempos de aristocracia, los mismos que son naturalmente semejantes aspiran a crear entre ellos diferencias imaginarias.
En los de dcmocracia, los que naturalmente no se parecen, pretenden hacerse iguales y se copian, pues a tal punto llega la influencia del movimiento general de la humanidad sobre el espíritu de cada hombre.
Algo semejante se nota de pueblo a pueblo. Dos pueblos tcndrían siempre el mismo estado social aristocrático, permaneciendo muy distintos, porque la base del espíritu aristocrático es individualizarse. Mas dos pueblos vecinos no pueden tener un mismo estado social democrático, sin adoptar pronto opiniones y costumbres semejantes, pues el espíritu de la democracia inclina a los hombres a asemejarse.
(3) Se concibe bien que habla de naciones democráticas únicas, y no de naciones dcmocráticas confederadas. Residiendo siempre el poder preponderante de las confederaciones en el gobierno del Estado y no en el federal, las guerras civiles no son sino guerras extranjeras disfrazadas.
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