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LIBRO SEGUNDO

Cuarta parte

Capítulo segundo

Las ideas de los pueblos democráticos en materia de gobierno son naturalmente favorables a la concentración de poderes

La idea de poderes secundarios, colocados entre el soberano y los súbditos, se presenta naturalmente a la imaginación de los pueblos aristocráticos, porque éstos encierran en su seno individuos o familias cuyo nacimiento, luces y riquezas, se elevan sobre el nivel común y parecen destinados a mandar. Esta misma idea no existe naturalmente en el espíritu de los hombres en los siglos de igualdad, por razones contrarias; sólo se puede introducir artificialmente y con dificultad conservarla en ellos, al paso que conciben, por decirlo así, sin pensar, la idea de un poder único y central que dirige por sí mismo a todos los ciudadanos. Por lo demás, en política como en filosofía y en religión, la inteligencia de los pueblos democráticos recibe con gusto especial las ideas simples y generales. Rechaza los sistemas complicados y se complace en imaginar una gran nación compuesta toda de ciudadanos de un mismo tipo, dirigidos por un solo poder.

Después de la idea de un poder único y central, la que más espontáneamente se presenta al espíritu de los hombres en los siglos de igualdad, es la de una legislación uniforme. Como cada uno se ve igual a sus vecinos, no comprende por qué la regla que es aplicable a un hombre no puede serlo del propio modo a todos los demás, y los ínfimos privilegios chocan a su razón. La más ligera desigualdad en las instituciones políticas del mismo pueblo, le hieren, y la uniformidad legislativa le parece la condición primera de un buen gobierno.

Por el contrario, descubro que esta misma noción de una regla uniforme, impuesta igualmente a todos los miembros del cuerpo social, es extraña al espíritu humano en los siglos aristocráticos. Éste, o no la recibe nunca, o la rechaza.

Tales inclinaciones opuestas de la inteligencia, acaban por hacerse instintos ciegos y hábitos tan invencibles, que dirigen las acciones a pesar de los hechos particulares. No obstante la inmensa variedad de la Edad Media, se hallaban alguna vez individuos perfectamente semejantes, lo cual no impedía al legislador asignar a cada uno deberes y derechos diversos. Y, al contrario, en nuestros días, los gobiernos se desvelan a fin de imponer los mismos usos y las mismas leyes a poblaciones que todavía no se asemejan. A medida que se igualan las condiciones en un pueblo, los individuos parecen más pequeños y la sociedad se hace más grande, o más bien cada ciudadano, semejante a todos los demás, se pierde entre la multitud y no se descubre más que la vasta y magnífica imagen del pueblo mismo.

Esto da, naturalmente, a los hombres de los tiempos democráticos una opinión muy alta de los privilegios de la sociedad, y una idea muy humilde de los derechos del individuo: admiten con facilidad que el interés del uno es el todo, y el del otro nada; convienen en que el poder que representa la sociedad, posee muchas más luces y ciencia que cualquiera de los hombres que la componen, y que su derecho y su deber consisten en tomar de la mano a cada ciudadano y conducirlo.

Si se examina de cerca a nuestros contemporáneos y se penetra hasta la raíz de sus opiniones políticas, se encontrarán algunas de las ideas que acabo de reproducir, y se extrañará quizá tanta conformidad entre personas que se hacen de continuo la guerra.

Los norteamericanos creen que en cada Estado el poder social debe emanar directamente del pueblo; mas una vez que éste se constituye, no le suponen límites y reconocen que tiene derecho de hacerlo todo.

En cuanto a los privilegios particulares concedidos a ciudades, familias o a individuos, han perdido hasta la idea de ello. Su espíritu no ha previsto nunca que no se puedan aplicar uniformemente iguales leyes a todos las partes del mismo Estado y a todos los hombres que lo habitan.

Iguales opiniones se extienden cada vez más en Europa y se introducen en el seno mismo de las naciones que rechazan violentamente el dogma de la soberanía del pueblo. Éstas dan al poder otro origen diferente que los norteamericanos, pero siempre lo consideran bajo el mismo aspecto. En todas, la noción del poder intermedio se obscurece y se borra. La idea de un derecho inherente a ciertos individuos desaparece con rapidez del espíritu de los hombres viniendo a reemplazarla la idea del derecho todopoderoso y, por decirlo así, único, de la sociedad civil. Tales ideas se arraigan y crecen, a medida que las condiciones se hacen más iguales y los hombres más semejantes; la igualdad las hace nacer, y ellas a su vez apresuran los progresos de la igualdad.

En Francia, donde la revolución de que hablo se halla más adelantada que en todos los pueblos de Europa, se han apoderado enteramente de la inteligencia las mismas opiniones. Escúchese con atención a nuestros diversos partidos, y se verá que no hay ninguno que no las adopte. La mayor parte opina que el gobierno obra mal; pero todos piensan que debe obrar sin cesar y poner en todo la mano. Aun los que se hacen una guerra cruel, están conformes en este punto. La unidad, la generalidad, la omnipotencia del poder social, la uniformidad de sus reglas, forman el rasgo saliente que caracteriza a todos los sistemas políticos inventados en nuestros días. Se les encuentra en el fondo de las más raras utopías, y el espíritu humano busca en sueños todavía esas imágenes.

Si semejantes ideas se presentan espontáneamente al espíritu de los particulares, se ofrecen todavía más a la imaginación de los príncipes.

Al paso que el antiguo estado social de Europa se altera y se disuelve, los soberanos forman sobre sus facultades y sus deberes nuevas creencias; comprenden, por primera vez, que el poder central que representan, puede y debe administrar por sí mismo y con un plan uniforme todos los negocios y todos los hombres. Tal opinión, que me atrevo a decir que no se había concebido jamás antes de nuestro tiempo por los reyes de Europa, penetra hasta lo más profundo de la inteligencia de estos príncipes, y se mantiene allí en medio de la agitación de todas las demás.

Los hombres de nuestros días se hallan menos divididos de lo que se cree; disputan sin cesar sobre las manos en que la soberanía debe colocarse; pero se ponen fácilmente de acuerdo acerca de los deberes y de los derechos de esta misma soberanía. Todos conciben el gobierno bajo la imagen de un poder simple, único, providencial y creador.

Todas las ideas secundarias en materia política se alteran; aquélla permanece fija, inmutable y semejante a sí misma.

Los publicistas y los hombres de Estado la adoptan; la multitud se apodera de ella con ansia; gobernados y gobernantes convienen en seguida con el mismo ardor: viene a ser la primera y parece innata.

No es, pues, el efecto de un capricho del espíritu humano, sino una condición natural del estado presente de los hombres (F).




Notas

(F) Los hombres sitúan la grandeza de la idea de la unidad en los medios, Dios en el fin; de aquí viene que esta idea de grandeza nos conduzca a mil pequeñeces. Forzar a los hombres a marchar del mismo modo y hacia el mismo objeto, he aquí una idea humana; introducir una variedad infinita en los actos, combinándolos de manera que todos conduzcan por mil vías diversas hacia la ejecución de un gran designio, he aquí una idea divina.

La idea humana de la unídad es casi siempre estéril, la de Dios inmanente fecunda. Los hombres creen mostrar su grandeza simplificando el medio: el objeto de Dios es sencillo, sus medios varían infinitamente.

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