LIBRO PRIMERO
Primera parte
Capítulo octavo
Segunda parte
Crisis de la elección
Se puede considerar el momento de la elección del Presidente como un momento de crisis nacional - Por qué - Pasión del pueblo - Preocupación del Presidente - Calma que sucede a la agitación de la elección.
He dicho en qué circunstancias favorables se encontraban los Estados Unidos para la adopción del sistema electivo, y di a conocer las precauciones que tomaron los legisladores, a fin de disminuir sus peligros. Los norteamericanos están habituados a proceder a toda clase de elecciones. La experiencia les ha enseñado hasta qué grado de agitación pueden llegar y dónde deben detenerse. La vasta extensión de su territorio y la diseminación de sus habitantes hace allí menos probable y menos peligrosa una colisión entre los diferentes partidos que en otro lugar cualquiera. Las circunstancias políticas en medio de las cuales se ha encontrado la nación a raíz de las elecciones no han presentado hasta aquí ningún peligro real.
Sin embargo, se puede considerar todavía el momento de la elección del presidente de los Estados Unidos como una época de crisis nacional.
La influencia que ejerce el presidente sobre la marcha de los negocios es sin duda débil e indirecta; pero se extiende a toda la nación. La elección del presidente importa sólo moderadamente a cada ciudadano, pero importa a todos los ciudadanos. Ahora bien, un interés, por pequeño que sea, alcanza carácter de gran importancia, desde el momento en que se convierte en interés general.
Comparado a un rey de Europa, el presidente tiene sin duda pocos medios para crearse partidarios; sin embargo, los puestos de que dispone son numerosos para que varios miles de electores estén directa o indirectamente interesados en su causa.
Además, los partidos, en los Estados Unidos como en otras partes, sienten la necesidad de agruparse en torno de un hombre, a fin de llegar a conquistar más fácilmente la voluntad de las multitudes. Se sirven, pues, en general, del nombre del candidato a la presidencia como de un símbolo y personifican en él sus teorías. Así, los partidos tienen un gran interés en decidir la elección en su favor no tanto para hacer triunfar sus doctrinas con ayuda del presidente electo, sino para demostrar, por medio de su elección, que esas doctrinas han adquirido la mayoría.
Largo tiempo antes de que llegue el momento fijado, la elección se convierte en el más grande y por decirlo así el único asunto que preocupa a todos los espíritus. Las facciones redoblan entonces su ardor y todas las pasiones artificales que la imaginación puede crear, en un país feliz y tranquilo, se agitan en ese momento a plena luz.
Por su parte, el presidente está absorbido por el deseo de defenderse. No gobierna ya por interés del Estado, sino por su reelección. Se rinde ante la mayoría y, a menudo, en lugar de hacer resistencia a sus pasiones, como su deber le obliga, corre delante de sus caprichos.
A medida que la elección se aproxima, las intrigas se vuelven más activas y la agitación más viva y difundida. Los ciudadanos se dividen en varios campamentos, cada uno de los cuales toma el nombre de su candidato. La nación entera cae en un estado febril. La elección es entonces el tema cotidiano de los periódicos y el de las conversaciones particulares, el objetivo de todas las gestiones, la meta de todos los pensamientos y el único interés del presente.
En el mismo momento, es cierto, en que la fortuna ha decidido, ese ardor se disipa, todo se calma y el río, un momento desbordado, vuelve apaciblemente a su cauce. Pero, ¿no es sorprendente que la tormenta haya podido desencadenarse?
La reelección del presidente
Cuando el jefe del Estado es reelegible, el Estado mismo es el que intriga y corrompe - El deseo de ser reelecto domina todos los pensamientos del Presidente de los Estados Unidos - Inconveniente de la reelección, especialmente en Norteamérica - El vicio natural de las democracias es el servilismo gradual de todos los poderes a los menores deseos de la mayoria - La reelección del Presidente favorece ese vicio.
Los legisladores de los Estados Unidos, ¿han tenido razón o no al permitir la reelección del presidente?
Impedir que el jefe del poder ejecutivo pueda ser reelecto, parece, a primera vista, contrario a la razón. Se sabe la influencia que ejercen el talento o el carácter de un solo hombre sobre el destino de un pueblo, sobre todo en las circunstancias difíciles y en tiempo de crisis. Las leyes que prohiben a los ciudadanos reelegir a su primer magistrado les quitan el mejor medio de hacer prosperar el Estado o de salvarlo. Se llegaría así, por otra parte, al resultado extraño de que un hombre fuera excluido del gobierno en el momento mismo que acababa de demostrar que es capaz de gobernar bien.
Esas razones son poderosas, sin duda; ¿pero no se les pueden oponer otras más fuertes aún?
La intriga y la corrupción son vicios naturales de los gobiernos electivos. Pero, cuando el jefe del Estado puede ser reelegido, esos vicios se extienden indefinidamente y comprometen la existencia misma del país. Cuando un simple ciudadano quiere ascender por medio de la intriga, sus maniobras no pueden ejercitarse sinosobre un espacio circunscrito. Cuando, al contrario, el jefe del Estado mismo se lanza a la liza, usurpa para su propio uso la fuerza del gobierno.
En el primer caso, se trata sólo de un hombre con sus débiles medios; en el segundo, es el Estado mismo, con sus inmensos recursos, el que intriga y corrompe.
El simple ciudadano que emplea maniobras culpables para llegar al poder, daña sólo de manera indirecta a la prosperidad pública; pero si el representante del poder ejecutivo desciende a la lucha, la atención del gobierno se vuelve para él secundaria porque el interés principal es su elección. Las negociaciones, como las leyes, no son para él más que combinaciones electorales; los empleos se convierten en recompensas por servicios prestados no a la nación, sino a su jefe. Aun en el caso en que la acción del gobierno no fuera contraria al interés del país, por lo menos no le resulta útil ya y parece haber sido hecha solamente para su uso.
Es imposible considerar la marcha ordinaria de los negocios en los Estados Unidos, sin darse cuenta de que el deseo de ser reelecto domina los pensamientos del presidente; que toda la política de su administración tiende hacia ese punto; que sus menores gestiones están subordinadas a ese objeto; que a medida, sobre todo, que se acerca el momento de la crisis, el interés individual sustituye en su espíritu al interés general.
El principio de reelección hace, pues, más extensa y peligrosa la corruptora influencia de los poderes electivos. Tiende a degradar la moral política del pueblo, y a reemplazar el patriotismo por la habilidad.
En Norteamérica, ese principio ataca más de cerca aún las fuentes de la existencia nacional.
Cada gobierno lleva en sí un vicio natural que parece adherido al principio mismo de su vida; el genio del legislador consiste en discernirlo bien. Un Estado puede triunfar sobre muchas malas leyes, y se exagera a menudo el mal que causan. Pero toda ley cuyo efecto es desarrollar ese germen de muerte, no puede, a la larga, dejar de ser fatal, aunque muchos de sus malos efectos no se dejen sentir inmediatamente.
El principio de ruina, en las monarquías absolutas, es la extensión ilimitada y fuera de razón del poder regio. Una medida que hiciera desaparecer los contrapesos que la constitución deja a ese poder sería, pues, radicalmente mala, aun cuando sus efectos fueran por largo tiempo insensibles.
Del mismo modo, en los países en que la democracia gobierna y en los que el pueblo todo lo atrae hacia sí, las leyes que hacen su acción cada vez más rápida y poderosa socavan de manera directa la existencia del gobierno.
El mayor mérito de los legisladores norteamericanos es haber percibido claramente esta verdad, y haber tenido el valor de ponerla en práctica.
Concibieron que era necesario que fuera del pueblo hubiese cierto número de poderes que, sin ser completamente independientes de él, gocen sin embargo, en su esfera, de un grado bastante elevado de libertad, de tal suerte que, forzados a obedecer a la dirección permanente de la mayoría pudiesen, sin embargo, luchar contra sus caprichos, y negarse a sus exigencias peligrosas.
A este efecto, concentraron todo el poder ejecutivo de la nación en una sola mano; dieron al presidente prerrogativas extensas, y lo armaron del veto, para resistir las usurpaciones de la legislatura.
Pero, al introducir el principio de la reelección, destruyeron en parte su propia obra. Concedieron al presidente un gran poder, y le quitaron la voluntad de utilizarlo.
El presidente reelegible no es independiente del pueblo, puesto que no deja de ser responsable ante él; pero el favor del pueblo no le es tan necesario como para tener que plegarse en todo a su voluntad.
Reelegible (y esto es verdad, sobre todo en nuestros días, en que la moral política se relaja, y en que los grandes caracteres desaparecen), el presidente de los Estados Unidos es tan sólo un instrumento dócil en manos de la mayoría. El presidente quiere lo que ella quiere, odia lo que ella odia, se anticipa a su voluntad, previene sus querellas y se pliega a sus menores deseos: los legisladores pretendieron que la guiase, y él la sigue.
Así, para no privar al Estado de los talentos de un hombre, volvieron casi inútil su talento; y, para reservarse un recurso en circunstancias extraordinarias, expusieron al país a graves peligros todos los días.
Los tribunales federales (24)
Importancia política del poder judicial en los Estados Unidos - Dificultad de tratar este asunto - Unidad de la justicia en las Confederaciones - ¿De qué tribunales podia servirse la Unión? - Necesidad de establecer cortes de justicia federal - Organización de la justicia federal - La Corte Suprema - En qué difiere de todas las cortes de justicia que conocemos.
He examinado el poder legislativo y el poder ejecutivo de la Unión. Me queda todavía por considerar el poder judicial.
Aquí debo exponer mis temores a los lectores.
Las instituciones judiciales ejercen gran influencia sobre el destino de los angloamericanos; ocupan un lugar muy importante entre las instituciones políticas propiamente dichas. Desde este punto de vista, merecen particularmente atraer nuestras miradas.
Pero, ¿cómo hacer comprender la acción política de los tribunales norteamericanos, sin entrar en algunos detalles técnicos sobre su constitución y sus formas; y cómo descender a detalles sin decepcionar la curiosidad del lector por la aridez natural de semejante asunto? ¿Cómo permanecer claro, sin dejar de ser breve?
No me lisonjeo de haber logrado huir de esos peligros. Los hombres corrientes encontrarán aún que soy demasiado prolijo; los legistas pensarán que soy demasiado breve. Pero es éste un inconveniente inherente a mi tema, en general, y a la materia especial que trato en este momento.
La mayor dificultad no era saber cómo se iba a constituir el gobierno federal, sino cómo se harían obedecer sus leyes.
Los gobiernos, en general, no tienen sino dos medios de vencer la resistencia que oponen los gobernados: la fuerza material que tienen en sí mismos y la fuerza moral que les prestan los fallos de los tribunales.
Un gobierno que no tuviese sino la guerra para hacer obedecer sus leyes estaría muy cerca de su ruina. Le sucedería probablemente una de estas dos cosas: si fuera débil y moderado, sólo emplearía la fuerza en el último extremo, y dejaría pasar desapercibida una gran cantidad de desobediencias parciales; entonces el Estado caería poco a poco en la anarquía.
Si fuera audaz y poderoso, recurriría al uso de la violencia y, bien pronto, se le vería degenerar en puro despotismo militar. Su inacción y su actividad serían igualmente funestas para los gobernados.
El gran objetivo de la justicia es sustituir con la idea del derecho la de la violencia, colocando intermediarios entre el gobierno y el empleo de la fuerza material.
Es sorprendente el poder de opinión concedido en general por los hombres a la influencia de los tribunales. Ese poder es tan grande que penrmanece unido a la forma judicial cuando el fondo ya no existe; da un cuerpo a la sombra.
La fuerza moral de que están revestidos los tribunales hace el empleo de la fuerza infinitamente más raro, al sustituirla en la mayor parte de los casos. Cuando es necesario en fin que actúe, duplica su poder al estar unidos.
Un gobierno federal debe desear más que otro cualquiera obtener el apoyo de la justicia porque, por naturaleza, es más débil y resulta más fácil organizar resistencias contra él (25). Si le fuera preciso llegar siempre y de súbito al empleo de la fuerza, no podría desempeñar su tarea.
Para hacer que los ciudadanos obedezcan sus leyes, o para rechazar las agresiones de que podía ser objeto, la Unión sintió la necesidad particular de los tribunales.
Pero, ¿de qué tribunales debía servirse? Cada Estado tenía ya un poder judicial organizado en su seno. ¿Era necesario recurrir a sus tribunales? ¿Debía crear una justicia federal? Es fácil probar que la Unión no podía adaptar a su uso el poder judicial establecido en los Estados.
Importa, sin duda, para la seguridad de cada uno y para la libertad de todos que el poder judicial esté separado de todos los demás; pero no es menos necesario para la existencia nacional que los diferentes poderes del Estado tengan el mismo origen, sigan los mismos principios y obren en la misma esfera; en una palabra, pues, sean correlativos y homogéneos. Nadie, creo yo, ha pensado nunca hacer juzgar por tribunales extranjeros los delitos cometidos en Francia, a fin de estar más seguro de la imparcialidad de los magistrados.
Los norteamericanos forman un solo pueblo, en relación con su gobierno federal; pero, en medio de ese pueblo, se han dejado subsistir unos cuerpos políticos dependientes del gobierno federal en algunos puntos e independientes en todos los demás, que tienen su origen particular, sus doctrinas propias y sus medios especiales de actuar. Confiar la ejecución de las leyes de la Unión a los tribunales instituidos por esos cuerpos políticos, era tanto como entregar la nación a jueces extranjeros.
Más aún, cada Estado no es solamente un extranjero en relación con la Unión, es más el adversario de todos los días, puesto que la soberanía de la Unión no podía perder más que en provecho de la de los Estados.
Al aplicar las leyes de la Unión los tribunales de los Estados particulares, se entregaba a la nación no solamente a jueces extranjeros, sino a jueces parciales.
Por otra parte, no era sólo su carácter el que hacía a los tribunales incapaces de servir a un fin nacional; era sobre todo su número.
En el momento en que la constitución federal ha sido concebida, había ya en los Estados Unidos trece cortes de justicia que juzgaban sin apelación. Cuéntase actualmente con veinticuatro. ¿Cómo admitir que un Estado subsista, cuando sus leyes fundamentales pueden ser interpretadas y aplicadas de veinticuatro maneras diferentes a la vez? Parecido sistema es tan contrario a la razón como a las lecciones de la experiencia.
Los legisladores de Norteamérica convinieron en crear un poder judicial federal, para aplicar las leyes de la Unión y decidir ciertas cuestiones de interés general, que fueron definidas de antemano con cuidado.
Todo el poder judicial de la Unión fue concentrado en un solo tribunal, llamado la Corte Suprema de los Estados Unidos. Pero, para facilitar la marcha de los negocios, se le adscribían tribunales interiores, encargados de juzgar con plena soberanía las causas poco importantes, o de conocer, en primera instancia, litigios más graves. Los miembros de la Corte Suprema no fueron electos por el pueblo o por la legtslatura, el presidente de los Estados Unidos debió escogerlos después de haber oído la opinión del Senado.
A fin de hacerlos independientes de los demás poderes, se les declaró inamovibles, y se decidió que su remuneración, una vez fijada, escaparía a la supervisión de la legislatura (26).
Era bastante fácil proclamar en principio el establecimiento de una justicia federal, pero surgían dificultades innumerables cuando se trataba de fijar sus atribuciones.
Manera de fijar la competencia de los tribunales federales
Dificultad de fijar la competencla de los diversos tribunales en las confederaciones - Los tribunales de la Unión obtuvieron el derecho de fijar su propia competencia - Por qué esta regla ataca la parte de soberanía que los Estados particulares se habían reservado - La soberanía de esos Estados restringida por las leyes - Los Estados particulares corren así un peligro más aparente que real.
Una primera cuestión se presentaba: la constitución de los Estados Unidos, al poner frente a frente a dos soberanías distintas, representadas, en cuanto a la justicia, por dos órdenes de tribunales diferentes, por más cuidado que le tuviese al establecer la jurisdiccíón de cada uno de esos dos tribunales, no se podía evitar que hubiese frecuentes colisiones entre ellos. Ahora bien, en ese caso, ¿a quién debía pertenecer el derecho de establecer la competencia?
Entre los pueblos que no forman sino una sola y misma sociedad politica, cuando una cuestión de competencia surge entre dos tribunales, es llevada en general ante un tercero que sirve de árbitro.
Esto se hace sin dificultad, porque en esos pueblos las cuestiones de competencia judicial no tienen ninguna relacíón con las cuestiones de soberania nacional.
Pero, por encima de la corte superior de un Estado partícular y de la Corte superior de los Estados Unidos, era imposible establecer un tribunal cualquiera que no perteneciera a uno u otro.
Era necesario dar a una de las dos cortes el derecho de juzgar su propia causa, y aceptar. o retener el conocimiento del asunto que se le sometiera. No se podía conceder ese privilegio a las diversas cortes de los EstadOs; hubiera sido destruir la soberanía de la Unión, de hecho, después de haberla establecido en derecho; porque la interpretación de la constitución había devuelto bien pronto a los Estados particulares la parte de independencia que los términos de la constitución les quitaban.
Al crear un tribunal federal, se había querido despojar a las cortes de los Estados del derecho de fallar, cada una a su manera, cuestiones de interés nacional, logrando así formar un cuerpo de jurisprudencia uniforme para la interpretación de las leyes de la Unión. El objetivo no se habría alcanzado si las cortes de los Estados particulares, al abstenerse de juzgar los procesos como federales, hubieran podido juzgarlos pretendiendo que no eran federales.
La Corte Suprema de los Estados Unidos fue revestida, pues, del derecho a decidir en todas las cuestiones de competencia (27).
Ése fue el golpe más peligroso asestado a la soberanía de los Estados. Se encontró así restringida, no solamente por las leyes, sino también por la interpretación de las leyes; por una barrera conocida y por otra que no lo era; por una regla fija y por una regla arbitraria. La constitución había señalado, es verdad, límites precisos a la soberanía federal; pero cada vez que esa soberanía está en competencia con la de los Estados, un tribunal federal debe fallar el conflicto.
Por lo demás, los peligros con que esa manera de proceder podía amenazar la soberanía de los Estados, no eran tan grandes en realidad como parecían serlo.
Veremos más adelante que en Norteamérica la fuerza real reside en los gobiernos provinciales más que en el gobierno federal. Los jueces federales sienten la debilidad relativa del poder en cuyo nombre actúan, y están más cerca de abandonar un derecho de jurisdicción en los casos en que la ley se lo da, que inclinados a reclamarlo ilegalmente.
Diferentes casos de jurisdicción
La materia y la persona, bases de la jurisdicción federal - Procesos hechos a embajadores - A la Unión - A un Estado particular - Por quién son juzgados - Procesos que nacen de las leyes de la Unión - Por qué son juzgados por los tribunales federales - Procesos relativos a la no ejecución de los contratos juzgados por la justicia federal - Consecuencia de esto.
Después de haber reconocido el medio de fijar la competencia federal, los legisladores de la Unión determinaron los casos de jurisdicción sobre los cuales ella debía ejercerse.
Se admitió que había ciertos litigantes que no podían ser juzgados sino por las cortes federales, cualquiera que fuese el objeto del proceso. Se estableció en seguida que había ciertos procesos que no podían ser decididos sino por esas mismas cortes, cualquiera que fuera la clase de los litigantes.
La persona y la materia llegaron a ser, pues, las dos bases de la competencia federal.
Los embajadores representan a las naciones amigas de la Unión; todo lo que interesa a los embajadores interesa de cierto modo a la Unión entera. Cuando un embajador es parte en un proceso, el proceso llega a ser un asunto que atañe al bienestar de la nación. Es natural que sea un tribunal federal el que decida.
La Unión misma puede tener procesos. En este caso, hubiera sido contrario a la razón, así como al uso de las naciones, apelar al juicio de tribunales que representan a otra soberanía que no es la suya. Solamente a las cortes federales concierne el fallar.
Cuando dos individuos, pertenecientes a dos Estados diferentes, tienen un proceso, no pueden, sin graves inconvenientes, ser juzgados por los tribunales de uno de los dos Estados. Es más seguro escoger un tribunal que no pueda levantar las sospechas de ninguna de las partes y el tribunal que se presenta naturalmente es el de la Unión.
Cuando los dos litigantes son, no ya individuos aislados, sino Estados, a la misma razón de equidad viene a añadirse una razón política de primer orden. Aquí la calidad de los litigantes da una importancia nacional a todos los procesos. La más sencilla cuestión litigosa entre dos Estados interesa a la paz de la Unión entera (28).
A menudo, la naturaleza misma de los procesos debió servir de regla a la competencia. Así es como todas las cuestiones que se relacionan con el comercio marítimo debieron ser falladas por los tribunales federales (29).
La razón es fácil de conocerla: casi todas esas cuestiones entran en la apreciación del derecho de gentes. En este concepto, interesan esencialmente a la Unión entera frente a los extranjeros. Por otra parte, no estando el mar encerrado en una circunscrición judicial más bien que en otra, no hay más que la justicia nacional que pueda tener justo título para conocer en los procesos que cuentan con un origen martítimo.
La constitución ha encerrado en una sola categoría a casi todos los procesos que, por su naturaleza, deben ventilarse en las cortes federales.
La regla que señala a este respecto es sencilla, pero comprende por sí sola un vasto sistema de ideas y una gran cantidad de hechos.
Las cortes federales, dice, deberán juzgar todos los procesos que tengan su nacimiento en las leyes de los Estados Unidos.
Dos ejemplos harán comprender perfectamente el pensamiento del legislador.
La constitución prohibe a los Estados Unidos hacer leyes sobre la circulación del dinero. A pesar de esta prohibición, un Estado hace una ley semejante. Las partes interesadas se niegan a obedecerla, en vista de que es contraria a la constitución. Es ante un tribunal federal ante el que hay que comparecer, porque el medio de ataque está tomado de las leyes de los Estados Unidos.
Esta regla está perfectamente de acuerdo con las bases adoptadas por la constitución federal.
La Unión, tal como se la constituyó en 1789, no tiene, es verdad, sino una soberanía restringida, pero se ha querido que en este círculo no formara más que un solo y mismo pueblo (30).
En ese círculo, es soberana. Planteado y admitido este punto, todo lo demás se vuelve fácil, porque si reconocemos que los Estados Unidos, en los límites señalados por su constitución, forman un solo pueblo, es preciso concederles los derechos de que disfrutan a todos los pueblos.
Ahora bien, desde el origen de las sociedades, se está de acuerdo sobre este punto: que cada pueblo tiene el derecho de hacer juzgar por sus tribunales todas las cuestiones que se relacionan con la ejecución de sus propias leyes. Pero se responde: la Unión está en la singular posición de que no forma un pueblo sino en relación con ciertos objetos. Para todos los demás no lo es. ¿Qué resulta de ello? Sencillamente que, al menos para todas las leyes que se relacionan con esos objetos, tiene los mismos derechos que se concederían a una soberanía completa. El punto real de la dificultad es saber cuáles son dichos objetos. Tocado este punto (ya hemos visto antes, al tratar de la competencia, cómo lo había sido), no hay ya, a decir verdad, cuestiones difíciles; porque una vez que se ha establecido que un proceso es federal, es decir, que entra en la parte de soberanía reservada a la Unión por la constitución, se debe naturalmente que sólo un tribunal federal debe fallar esa cuestión.
Siempre, pues, que se quiere atacar las leyes de los Estados Unidos, o invocarlas para defenderse, es a los tribunales federales a los que hay que recurrir.
Así, la jurisdicción de los tribunales de la Unión se extiende o se contrae según que la soberanía de la Unión se contraiga o extienda a su vez.
Hemos visto que el fin principal de los legisladores de 1789 había sido dividir la soberanía en dos partes distintas. En una, colocaron la dirección de todos los intereses generales de la Unión; en la otra, la dirección de todos los intereses especiales a algunas de sus partes.
Su principal cuidado fue armar al gobierno federal de poderes bastantes para que pudiese defenderse en su esfera contra las usurpaciones de los Estados particulares.
En cuanto a éstos, se adoptó como principio general dejarlos libres en su esfera. El gobierno central no puede dirigirlos, ni siquiera inspeccionar su conducta.
He indicado, en el capítulo de la división de poderes, que este último principio no había sido siempre respetado. Hay ciertas leyes que un Estado particular no puede formular, aunque no interesen en apariencia sino a él solo.
Cuando un Estado de la Unión produce una ley de esa naturaleza, los ciudadanos lesionados por la ejecución de la misma pueden apelar a las cortes federales.
Así, la jurisdicción de las cortes federales se extiende no solamente a todos los procesos que tienen su fuente en las leyes de la Unión, sino también a todos aquellos que nacen de las leyes que los Estados particulares han confeccionado, contrarias a la constitución.
Se prohibe a los Estados promulgar leyes retroactivas en materia penal. El individuo que es condenado en virtud de una ley de esta especie puede apelar a la justicia federal.
La constitución ha prohibido igualmente a los Estados hacer leyes que pudiesen destruir o alterar los derechos adquiridos en virtud de un contrato (impairing the obligation of contracts) (31).
Desde el momento en que un particular cree ver que una ley de su Estado lesiona un derecho de esa especie, puede negarse a obedecerla, y apelar ante la justicia federal (32).
Esta disposición me parece atacar más profundamente que todo lo demás a la soberanía de los Estados.
Los derechos concedidos al gobierno federal, con fines evidentemente nacionales, son definidos y fáciles de comprender. Aquéllos que le concede indirectamente el articulo que acabo de citar, no caen fácilmente dentro de su sentido y sus límites no se hallan claramente trazados. Hay, en efecto, muchas leyes políticas que se refieren a la existencia de los contratos, y que podrían así proporcionar materia a una usurpación del poder central.
Manera de proceder de los tribunales federales
Debilidad natural de la justicia en las confederaciones - Esfuerzos que deben hacer los legisladores para no colocar, en cuanto sea posible, sino a individuos aislados, y no a Estados, frente a los tribunales federales Cómo lo lograron los norteamericanos - Acción directa de los tribunales federales sobre los simples particulares - Ataque indirecto contra los Estados que violan las leyes de la Unión - El fallo de la justicia federal no destruye la ley provincial, sólo la debilita.
He dado a conocer cuáles eran los derechos de las cortes federales. No importa menos saber cómo los ejercen.
La fuerza irresistible de la justicia, en los países en que la soberanía no es compartida, viene de que los tribunales, en esos países, representan a la nación entera, en lucha contra el solo individuo que el fallo ha lesionado. A la idea del derecho se une la idea de la fuerza que apoya el derecho.
Pero, en los países en que la soberanía está dividida, no sucede siempre así. La justicia encuentra en ellos, muy a menudo frente a ella, no solamente a un individuo aislado, sino a una parte de la nación. Su poder moral y su fuerza material se vuelven así menores.
En los Estados federales la justicia es, pues, naturalmente más débil y el justiciable más fuerte.
El legislador, en las confederaciones, debe trabajar sin cesar para dar a los tribunales un lugar análogo al que ocupan en los pueblos que no han repartido la soberanía. En otros términos, sus más constantes esfuerzos deben tender a que la justicia federal represente a la nación, y el justificable, un interés particular.
Un gobierno, de cualquier naturaleza que sea, tiene necesidad de actuar sobre los gobernados, para forzarlos a concederle lo que le es debido y tiene necesidad de obrar contra ellos para defenderse de sus ataques.
En cuanto a la acción directa del gobierno sobre los gobernados, para obligados a obedecer las leyes, la Constitución de los Estados Unidos hizo de tal suerte (y ésa fue su obra maestra), que las cortes federales, al obrar en nombre de esas leyes, no tuviesen nunca que entendérselas más que con individuos. En efecto, como se había declarado que la confederación no formaba sino un solo y mismo pueblo en el circulo trazado por la constitución, resultaba de ello que el gobierno creado por esa constitución y actUando dentro de sus limites, estaba revestido de todos los derechos de un gobierno nacional, de los que el principal es hacer llegar sus órdenes sin intermediario hasta el simple ciudadano. Así, cuando la Unión ordenó la recaudación de un impuesto, por ejemplo, no fue a los Estados a quienes tuvo que dirigirse para recabarlo, sino a cada ciudadano norteamericano, según su cotización. La justicia federal, a su vez, encargada de asegurar la ejecución de esa ley de la Unión, tuvo que condenar, no al Estado recalcitrante, sino al contribuyente. Como la justicia de los otros pueblos, no encontró frente a sí más que a un individuo.
Observemos aquí que la Unión misma eligió a su adversario. Lo escogió débil y es muy natural que sucumba.
Pero cuando la Unión, en lugar de atacar, se ve a su vez reducida a defenderse, la dificultad aumenta. La constitución reconoce a los Estados el poder de hacer leyes. Esas leyes pueden violar los derechos de la Unión. Aquí, necesariamente, se encuentran en lucha con la soberanía del Estado que ha sancionado la ley. No queda, pues, más que escoger entre los medios de acción el menos peligroso. Ese medio estaba de antemano indicado por los principios generales que he anunciado anteriormente (33).
Se concibe que en el caso que acabo de suponer, la Unión hubiera podido citar al Estado ante un tribunal federal, que habría declarado nula la ley. Eso habría sido seguir la marcha más natural de las ideas. Pero, de esta manera, la justicia federal se habría encontrado directamente enfrente de un Estado, lo que se quería, en cuanto fuese posible, evitar.
Los norteamericanos han pensado que era casi imposible que una ley nueva no lesionara en su ejecución algún interés particular.
En ese interés particular es donde los autores de la constitución federal descansan para atacar la medida legislativa de que la Unión puede tener que quejarse. A él es al que ofrecen un abrigo.
Un Estado vende tierras a una compañía; un año después, una nueva ley dispone de distinta manera acerca de las mismas tierras, y viola así esa parte de la constitución que prohibe cambiar los derechos adquiridos por un contrato. Cuando el que compró en virtud de la nueva ley se presenta para entrar en posesión, el poseedor que apoya sus derechos en la antigua, la defiende ante los tribunales de la Unión y hace declarar la nulidad de su título (34). Así, en realidad, la justicia federal se encuentra en pugna con la soberanía del Estado; pero no la ataca sino indirectamente y sobre una aplicación de detalle. Lesiona así la ley en sus consecuencias y no en su principio. No la destruye, pero la desfigura.
Quedaba por fin una última hipótesis:
Cada Estado formaba una corporación que tenía una existencia y derechos civiles aparte; consecuentemente, podía promover o ser promovido ante los tribunales. Un Estado podía, por ejemplo, perseguir en justicia a otro Estado.
En ese caso, no se trataba ya para la Unión de atacar una ley provincial, sino de juzgar un proceso en el que un Estado era parte. Era un proceso como otro cualquiera; solamente la calidad de los litigantes era diferente. Aquí el peligro señalado al principio de este capítulo existe aún; pero esta vez no se le podría evitar; es inherente a la esencia misma de las constituciones federales, cuyo resultado será siempre crear en el seno de la nación particulares bastante poderosos para que la justicia se ejerza contra ellos con dificultad.
Alto rango que ocupa la Suprema Corte entre los grandes poderes del Estado
NingÚn pueblo ha constituido un poder judicial tan grande como los norteamericanos - Extensión de sus atribuciones - Su influencia politica - La paz y la existencia misma de la Unión dependen de la cordura de sus siete jueces federales.
Cuando, después de haber examinado en detalle la organización de la Suprema Corte, se llega a considerar en su conjunto las atribuciones que le han sido dadas se descubre fácilmente que jamás un poder judicial mayor ha sido constituido en ningún pueblo.
La Corte Suprema está colocada a más altura que ningún tribunal conocido, tanto por la naturaleza de sus derechos como por la especie de sus justiciables.
En todas las naciones civilizadas de Europa, el gobierno ha mostrado siempre una gran repugnancia en dejar a la justicia ordinaria fallar cuestiones que le interesaban a él mismo. Esa repugnancia es naturalmente mayor cuando el gobierno es más absoluto. A medida que la libertad aumenta, el círculo de las atribuciones de los tribunales va siempre ensanchándose; pero ninguna de las naciones europeas ha pensado todavía que toda cuestión judicial, cualquiera que sea su origen, pudiera ser abandonada a los jueces del derecho común.
En Norteamérica, se ha puesto esta teoría en práctica. La Corte Suprema de los Estados Unidos es el solo y único tribunal de la nación.
Está encargada de la interpretación de las leyes y de la de los tratados. Las cuestiones relativas al comercio marítimo y todas aquellas en general que se relacionan con el derecho de gentes, son de su competencia exclusiva. Se puede incluso decir que sus atribuciones son casi enteramente políticas, aunque su constitución sea enteramente judicial. Su único objeto es hacer ejecutar las leyes de la Unión, y la Unión no reglamenta sino las relaciones del gobierno con los gobernados, y de la nación con los extranjeros. Las relaciones de los ciudadanos entre sí son casi todas regidas por la soberanía de los Estados.
A esta primera causa de importancia hay que añadir otra más grande aún. En las naciones de Europa, los tribunales no tienen sino a particulares como justiciables; pero se puede decir que la Suprema Corte de los Estados Unidos hace comparecer soberanos ante su barra. Cuando el ujier de estrados, adelantándose en las gradas del tribunal, llega a pronunciar estas palabras: El Estado de Nueva York contra el de Ohio, se siente que no se halla uno en el recinto de una corte de justicia ordinaria. Y cuando se piensa que uno de esos litigantes representa a un millón de hombres, y el otro a dos millones, se asusta uno de la responsabilidad que pesa sobre los siete jueces cuyo fallo va a regocijar o a contristar a tan gran número de sus conciudadanos.
En manos de los siete jueces federales descansan incesantemente la paz, la prosperidad y la existencia misma de la Unión. Sin ellos, la constitución es letra muerta; a ellos es a quienes apena el poder ejecutivo para resistir las usurpaciones del poder legislativo; la legislatura, para defenderse de las obras del poder ejecutivo; la Unión, para hacerse obedecer de los Estados; los Estados, para rechazar las pretensiones exageradas de la Unión; el interés público contra el interés privado; el espíritU de conservación contra la inestabilidad democrática. Su poder es inmenso; pero es un poder de opinión. Son todopoderosos en tanto que el pueblo consiente en obedecer a la ley; no pueden nada, cuando él la desprecia. Ahora bien, el poder de opinión es aquel del que es más difícil hacer uso, porque es imposible decir exactamente dónde se hallan sus límites. Es a menudo tan peligroso permanecer más acá de este extremo como sobrepasarlo.
Los jueces federales no deben, pues, solamente, ser buenos ciudadanos hombres instruidos y probos, cualidades necesarias a todos los magistrados es preciso encontrar en ellos a verdaderos hombres de Estado; es necesario que sepan discernir el espíritu de su tiempo, afrontar los obstáculos que se pueden vencer, y apartarse de la corriente cuando el oleaje amenaza arrebatar junto con ellos la soberanía de la Unión y la obediencia debida a sus leyes.
El presidente puede fallar sin que el Estado sufra, porque el presidente no tiene sino un poder limitado. El Congreso puede errar sin que la Unión perezca, porque por encima del Congreso reside el cuerpo electoral que está facultado a cambiar su espíritu al cambiar sus miembros.
Pero si la Corte Suprema llegara alguna vez a estar compuesta de hombres imprudentes o corrompidos, la confederación tendría que temer a la anarquía o a la guerra civil.
Por lo demás, no debe uno engañarse: la causa originaria del peligro no está en la constitución del tribunal, sino en la naturaleza misma de los gobiernos federales. Hemos visto que en ninguna parte es más necesario constituir fuertemente el poder judicial que en los pueblos confederados, porque en ninguna parte las existencias individuales, que pueden luchar contra el cuerpo social, son mayores y se encuentran en mejor estado de resistir el empleo de la fuerza material del gobierno.
Ahora bien, mientras más necesario es que un poder sea fuerte, es más preciso darle extensión e independencia. Cuanto más extenso e independiente es un poder, más peligroso es el abuso que se puede hacer de él. El origen del mal no está en la constitución de ese poder, sino en la constitución misma del Estado que necesita la existencia de tal poder.
En qué la Constitución Federal es superior a la Constitución de los Estados
Cómo se puede comparar la constitución de la Unión con la de los Estados particulares - Se debe atribuir particularmente a la cordura de los legisladores federales la superioridad de la constitución de la Unión - La legislatura de la Unión menos dependiente del pueblo que la de los Estados - El poder ejecutivo más libre en su esfera - El poder judicial menos sujeto a la voluntad de la mayoría - Consecuencias prácticas de esto - Los legisladores federales han atenuado los peligros inherentes al gobierno de la democracia. Los legisladores de los Estados han acrecentado estos peligros.
La constitución federal difiere esencialmente de la constitución de los Estados en el fin que se propone, pero se le aproxima mucho en cuanto a los medios de alcanzar ese fin. El objeto del gobierno es diferente, pero las formas del gobierno son las mismas. Desde este punto de vista especial, se puede compararlas útilmente.
Pienso que la constitución federal es superior a todas las constituciones de los Estados. Esta superioridad se basa en varias causas.
La constitución actual de la Unión ha sido formada posteriormente a las de la mayor parte de los Estados. Pudo, pues, aprovecharse de la experiencia adquirida.
Se convencerá uno, sin embargo, de que esta causa es sólo secundaria, si se piensa que, desde el establecimiento de la constitución federal, la confederación norteamericana se ha acrecentado en once nuevos Estados, y que éstos han casi siempre exagerado más bien que atenuado los defectos existentes en las constituciones de sus antecesores.
La gran causa de la superioridad de la constitución federal está en el carácter mismo de los legisladores.
En la época en que fue formada, la ruina de la confederación parecía inminente; estaba, por decirlo así, presente ante todas las miradas. En ese extremo el pueblo escogió, quizá no a los hombres que quería más, sino a los que más estimaba.
He hecho observar anteriormente que los legisadores de la Unión habían sido casi todos notabes por sus luces, y más notables todavía por su patriotismo.
Se habían elevado todos en medio de una crisis social, durante la cual el espíritu de libertad había tenido que luchar continuamente contra una autoridad fuerte y dominadora. Terminada la lucha, y en tanto que, según el uso, las pasiones excitadas de la multitud se empeñaban aún en combatir peligros que desde hacía largo tiempo no existían, ellos supieron detenerse; echaron una mirada más tranquila y penetrante sobre su patria; vieron que una revolución definitiva se había realizado, y que desde entonces los peligros que amenazaban al pueblo no podían nacer sino de los abusos de la libertad. Tuvieron el valor de decir lo que pensaban, porque sentían en el fondo de su corazón un amor sincero y ardiente por esa misma libertad; se atrevieron a hablar de restringirla, porque estaban seguros de no querer destruirla (35).
La mayor parte de las constituciones del Estado no dan al mandato de la Cámara de representantes sino un año de duración, y dos al del Senado, de tal suerte que los miembros del cuerpo legislativo están ligados sin cesar, y de la manera más estrecha, a los menores deseos de sus constituyentes.
Los legisladores de la Unión pensaron que esa extremada dependencia de la legislatura desnaturalizaba los principales efectos del sistema representativo, al colocar en el pueblo mismo no solamente el origen de los poderes, sino aun el gobierno.
Aumentaron la duración del mandato electoral para dejar al diputado una mayor utilización de su libre albedrío.
La constitución federal, como las diferentes constituciones de los Estados, dividió el cuerpo legislativo en dos ramas.
Pero, en los Estados, se formaron esas dos partes de la legislatura de los mismos elementos y según el mismo sistema, la elección. Resultó de ello que las pasiones y las voluntades de la mayoría se pusieron de manifiesto con la misma facilidad, y encontraron tan rápidamente un órgano y un instrumento en una como en otra Cámara, lo que dio un carácter violento y precipitado a la formación de las leyes.
La constitución federal hizo nacer también a las dos Cámaras de los votos del pueblo; pero varió las condiciones de elegibilidad y el modo de la elección, a fin de que si, como en algunas naciones, una de las dos ramas de la legislatura no representaba intereses diferentes de la otra, representara por lo menos una cordura superior.
Fue preciso haber alcanzado una edad madura para ser senador, y una asamblea ya selecta a su vez y poco numerosa la que estuvo encargada de la elección.
Las democracias están naturalmente inclinadas a concentrar toda la fuerza social en manos del cuerpo legislativo. Siendo éste el poder que emana más directamente del pueblo, es también el que participa más de su omnipotencia.
Se observa, pues, en él, una tendencia habitual que lo lleva a reunir toda especie de autoridad en su seno.
Esta concentración de poderes, al mismo tiempo que daña singularmente la buena marcha de los negocios, introduce el despotismo de la mayoría.
Los legisladores de los Estados se han abandonado frecuentemente a esos instintos de la democracia; los de la Unión, han luchado siempre valerosamente contra ellos.
En los Estados, el poder ejecutivo está entregado en manos de un magistrado, colocado en apariencia al lado de la legislatura; pero que, en realidad, no es sino un agente ciego y un instrumento pasivo de sus voluntades. ¿De dónde tomaría su fuerza? ¿De la duración de sus funciones? No es nombrado en general sino por un año. ¿De sus prerrogativas? No las tiene, por decirlo así. La legislatura puede reducirlo a la impotencia, al encargar la ejecución de sus leyes a comisiones especiales salidas de su seno. Si ella lo quisiera, podría en cierto modo anularlo, suprimiéndole sus emolumentos.
La constitución federal ha concentrado todos los derechos del poder ejecutivo, como toda su responsabilidad, en un solo hombre. Ha dado al presidente cuatro años de existencia; le ha asegurado, durante toda la duración de su magistratura, el disfrute de sus emolumentos; le ha compuesto una clientela, y lo ha armado de un veto suspensivo. En una palabra, después de haber trazado cuidadosamente la esfera del poder ejecutivo, ha tratado de darle en la medida de lo posible, en esa misma esfera, una posición fuerte y libre.
El poder judicial es de todos los poderes el que, en las constituciones de Estado, ha permanecido menos dependiente del poder legislativo.
Sin embargo, en todos los Estados, la legislatura ha permanecido dueña de fijar los emolumentos de los jueces, lo que somete necesariamente a estos últimos a su influencia inmediata.
En ciertos Estados, los jueces no son nombrados sino por cierto tiempo, lo que les quita gran parte de su fuerza y de su libertad.
En los otros, se ve a los poderes legislativos y judiciales enteramente confundidos. El Senado de Nueva York, por ejemplo, forma para ciertos procesos el tribunal superior del Estado.
La constitución federal ha tenido cuidado, al contrario, de separar el poder judicial de todos los demás. Ha hecho, también, independientes a los jueces, declarando su estipendio fijo y sus funciones irrevocables.
Las consecuencias prácticas de esas diferencias son fáciles de percibir. Es evidente, para todo observador atento, que los negocios de la Unión están infinitamente mejor conducidos que los asuntos particulares de ningún Estado.
El gobierno federal es más justo y más moderado en su marcha que el de los Estados. Hay más cordura en sus planes, más duración y combinación sabia en sus proyectos, más habilidad, continuidad y firmeza en la ejecución de sus medidas.
Pocas palabras bastan para resumir este capítulo. Dos peligros principales amenazan la existencia de las democracias:
La servidumbre completa del poder legislativo a las voluntades del cuerpo electoral.
La concentración, en el poder legislativo, de todos los demás poderes del gobierno.
Los legisladores de los Estados han favorecido el desarrollo de esos peligros. Los legisladores de la Unión han hecho lo que han podido para hacerlos menos temibles.
Lo que distingue a la Constitución Federal de los Estados Unidos de América de todas las demás Constituciones federales
La confederación norteamericana se asemeja en apariencia a todas las demás confederaciones - Sin embargo, sus efectos son diferentes - ¿De dónde viene esto? - En qué esta confederación se aleja de todas las demás - El gobierno norteamericano no es un gobierno federal, sino un gobierno nacional incompleto.
Los Estados Unidos de América no han dado el primero y único ejemplo de confederación. Sin hablar de la antigüedad, la Europa moderna ha suministrado varios. Suiza, el Imperio Germánico, la República de los Países Bajos, han sido o son todavía confederaciones.
Cuando se estudian las constituciones de esos diferentes países, se observa con sorpresa que los poderes conferidos por ellas al gobierno federal son casi los mismos que los que concede la constitución norteamericana al gobierno de los Estados Unidos. Como esta última, dan al poder central el derecho de hacer la paz y la guerra, el derecho de reclutar hombres y dinero, de proveer a las necesidades generales y regular los intereses comunes de la nación.
Sin embargo, el gobierno federal, en esos diferentes pueblos, ha permanecido casi siempre débil e impotente, en tanto que el de la Unión conduce los negocios con vigor y facilidad.
Hay más, la priméra Unión norteamericana no ha podido subsistir, a causa de la excesiva debilidad de su gobierno y, sin embargo, ese gobierno débil había recibido derechos tan extensos como el gobíerno federal de nuestros días. Se pUede hasta decir que en ciertos aspectos sus privilegios eran mayores.
Se encuentran, pues, en la constitución actual de los Estados Unidos algunos principios nuevos que no llaman la atención de pronto, pero cuya influencia se deja sentir profundamente.
Esta constitución, que a primera vista se ve uno tentado a confundir con las constituciones federales que la han precedido, descansa en efecto sobre una teoría enteramente nueva, que debe señalar como un gran descubrimiento la ciencia política de nuestros días.
En todas las confederaciones que precedieron a la confederación Norteamericana de 1789, los pueblos que se aliaban con un fin común consentían en obedecer a los mandatos de un gobierno federal; pero conservaban el derecho de ordenar y vigilar entre ellos la ejecución de las leyes de la Unión.
Los Estados de Norteamérica que se unieron en 1789, no solamente consintieron que el gobierno federal les dictara leyes, sino también que él mismo hiciera ejecutarlas.
En ambos casos el derecho es el mismo, solamente el ejercicio del derecho es diferente. Pero esta sola diferencia produce inmensos resultados.
En todas las confederaciones que precedieron a la Unión norteamericana de nuestros días, el gobierno federal, a fin de proveer a sus necesidades, se dirigía a los gobiernos particulares. En el caso de que la medida prescrita desagradara a alguno de ellos, este último podía siempre sustraerse a la necesidad de obedecer. Si era fuerte, acudía a las armas; si era débil, toleraba la resistencia a las leyes de la Unión convertidas en suyas, pretextaba la impotencia y recurrían a la fuerza de inercia.
Asi se ha visto constantemente suceder una de estas dos cosas: el más poderoso de los pueblos unidos, tomando en su mano los derechos de la autoridad federal, dominó a todos los demás en su nombre (36); o el gobierno federal permaneció abandonado a sus propias fuerzas, y entonces la anarquía se estableció entre los confederados, y la Unión cayó en la impotencia de obrar (37). En Norteamérica, la Unión tiene por gobernados, no a Estados, sino a simples ciudadanos. Cuando quiere recaudar un impuesto, no se dirige al gobierno de Massachusetts, sino a cada habitante de Massachusetts. Los antiguos gobiernos federales tenian frente a ellos a pueblos; el de la Unión tiene a individuos. No pide prestada su fuerza, la toma por si misma. Tiene sus administradores propios, sus tribunales, sus oficiales de justicia y su propio ejército.
Sin duda, el espíritu nacional, las pasiones colectivas y los prejuicios provincianos de cada Estado, tienden aún singularmente a disminuir la extensión del poder federal así constituido, y a crear centros de resistencia contra su voluntad. Restringido en su soberanía, no podría ser tan fuerte como aquel que la posee por entero; pero es ése un mal inherente al sistema federativo.
En Norteamérica, cada Estado tiene muchas menos ocasiones y tentaciones de resistir; y si el pensamiento de hacerlo le viniese, no puede ponerlo en ejecución sino violando abiertamente las leyes de la Unión, interrumpiendo el curso ordinario de la justicia y alzando el estandarte de la revuelta. Necesita, en una palabra, tomar de pronto un partido extremo, lo que los hombres dudan largo tiempo en hacer.
En las antiguas confederaciones, los derechos concedidos a la Unión eran para ella causas de guerras y no de poder, puesto que esos derechos multiplicaban sus exigencias, sin aumentar sus medios de hacerse obedecer. Asi, se ha visto casi siempre la debilidad real de los gobiernos federales crecer en razón directa de su poder nominal.
No sucede asi en la Unión norteamericana. Como la mayor parte de los gobiernos ordinarios, el gobierno federal puede hacer todo lo que le concede el derecho de ejecutar.
El espiritu humano inventa más fácilmente las cosas que las palabras: de ahi viene el uso de tantos términos impropios y expresiones incompletas.
Varias naciones forman una liga permanente y establecen una autoridad suprema, que, sin tener acción sobre los simples ciudadanos, como podría hacerlo un gobierno nacional tiene, sin embargo, acción sobre cada uno de los pueblos confederados, considerados como cuerpo.
Ese gobierno, tan diferente de los demás, recibe el nombre de federal.
Se descubre en seguida una forma de sociedad en la cual varios pueblos se funden realmente en uno solo en relación con ciertos intereses comunes, y permanecen separados y solamente confederados para todo lo demás.
Aqui el poder central obra sin intermediario sobre los gobernados, los administra y los juzga por sí mismo, como lo hacen los gobiernos nacionales; pero no actúa así sino en el círculo restringido. Evidentemente, no es ya ese un gobierno federal; es un gobierno nacional incompleto. Así se ha encontrado una forma de gobierno que no era precisamente ni nacional ni federal; pero se han detenido allí, y la palabra nueva que debe expresar la cosa nueva no existe todavía.
Por no haber conocido esa nueva clase de confederación, todas las uniones han llegado a la guerra civil, a la servidumbre, o a la inercia. Los pueblos que las componían han carecido todos de luces para ver el remedio de sus males, o de valor para aplicarlo.
La primera Unión norteamericana había caído también en los mismos defectos.
Pero en Norteamérica, los Estados confederados, antes de llegar a la independencia, habían formado parte largo tiempo del mismo imperio; no habían, pues, contraído todavía el hábito de gobernarse completamente por sí mismos, y los prejuicios nacionales no echaban aún hondas raíces; más ilustrados que el resto del mundo, eran entre sí iguales en luces; no sentían sino débilmente las pasiones que, de ordinario, se oponen en los pueblos a la extensión del poder federal, y esas pasiones eran combatidas por los más grandes ciudadanos. Los norteamericanos, al mismo tiempo que sintieron el mal, avizoraron con firmeza el remedio. Corrigieron sus leyes y salvaron al país.
Notas
(24) Véase el capítulo VI, intitulado: El poder judicial en los Estados Unidos. Ese capítulo da a conocer los principios generales de los norteamericanos en materia de justicia. Véase también la Constitución Federal, art. III.
Véase la obra El Federalista, núms. 78-83 inclusive, Constitutional law, being a view of the practice and jurisdiction of the courts of the United States, por Thomas Sergeant. Véase Story, págs. 134-162; 489-511; 581, 668. Véase la ley orgánica de 24 de septiembre de 1789, en la colección titulada: Laws of the United States, por Story, vol. I, pág. 53.
(25) Son las leyes federales las que tienen más necesidad de tribunales y son ellas, sin embargo, las que lo admiten menos. La causa es que la mayor parte de las confederaciones han sido constituidas por Estados independientes, que no tenían la intención de obedecer al gobierno central y que, otorgándole el derecho de dirigir, se reservaban cuidadosamente la facultad de desobedecerlo.
(26) Se dividió la Unión en distritos; en cada uno de ellos, se situó la residencia de un juez federal. La corte presidida por ese juez se llama Corte de Distrito (District Court).
Además, cada uno de los jueces que componen la Corte Suprema debe recorrer cada año cierta parte del territorio de la República, a fin de decidir en los lugares mismos ciertos procesos más importantes. La corte presidida por ese magistrado fue designada con el nombre de Corte de Circuito (Circuit Court).
En fin, los asuntos más graves deben llegar, por apelación, o directamente, ante la Suprema Corte, en cuya sede todos los jueces de circuito se reúnen una vez al año, para celebrar una sesión solemne.
El sistema del jurado fue introducido en las cortes federales, de la misma manera que en las cortes de Estado, y para casos semejantes.
No hay casi ninguna analogía, como se ve, entre la Corte Suprema de los Estados Unidos y nuestra Corte de Casación. La Suprema Corte forma en verdad, como la Corte de Casación, un tribunal único encargado de establecer una jurisprudencia uniforme; pero la Suprema Corte juzga tanto el hecho como el derecho; y pronuncia sentencia por sí misma, sin remitirla a otro tribunal, dos cosas que la Corte de Casación no podría hacer.
Véase la ley orgánica de 24 de septiembre de 1789, Laws of the United States, por Story, vol. I, pág. 53.
(27) Por lo demás, para hacer menos frecuentes esos procesos de competencia, se decidió que, en gran número de procesos federales, los tribunales de los Estados tuvieran derecho a pronunciar sus fallos concurrentemente con los tribunales de la Unión; pero entonces la parte condenada tuvo siempre la facultad de apelar ante la Corte Suprema de los Estados Unidos. La Corte Suprema de Virginia impugnó a la Corte Suprema de los Estados Unidos el derecho de juzgar la apelación de su sentencia, pero inútilmente. Véase Kent's Commentaries, vol. I, págs. 300, 370 ss. Véase Story's Commentaries, pág. 646, y la ley orgánica de 1789: Laws of the United States, vol. I, pág. 53.
(28) La Constitución dice igualmente que los procesos que pueden surgir entre un Estado y los ciudadanos de otro serán de la competencia de las cortes federales. Bien pronto surgió la cuestión de saber si la Constitución había querído referirse, a todos los procesos que pueden suscitarse entre un Estado y los ciudadanos de otro, fuesen demandantes los unos o los otros. La Suprema Corte se decidió por la afirmativa; pero esa decisión alarmó a los Estados particulares, que temieron llegar a ser llevados, a pesar suyo y con cualquier motivo, ante la justicia federal. Una reforma debió introducirse en la Constitución, en virtud de la cual el poder judicial de la Unión no pudo extenderse hasta juzgar los procesos que hubieran sido intentados contra uno de los Estados Unidos por los ciudadanos de otro. (Véase Story's Commentaries, pág. 624).
(29) Ejemplo: todos los casos de piratería.
(30) Se han hecho restricciones a ese principio, introduciendo a los Estados particulares como poder independiente en el Senado, y haciéndose votar separadamente en la Cámara de representantes en caso de elección del Presidente; pero éstas son excepciones. El principio contrario es el domínante.
(31) Es perfectamente claro, dice Story, pág. 503, que toda ley que extiende, reduce o cambia de cualquier manera que sea la intención de las partes, tales como resultan de las estipulaciones contenidas en un contrato, altera (impairs) ese contrato. El mismo autor define con cuidado en el mismo pasaje lo que la jurisprudencia federal entiende por un contrato. La definición es muy amplia. Una concesión hecha por un Estado a un particular y aceptada por él es un contrato, y no puede ser arrebatada por efecto de una nueva ley. Una concesión acordada por el Estado a una compañía es un contrato, y hace ley para el Estado tanto como para el concesionario. El artículo de la Constitución de que hablamos asegura la existencia de una gran parte de los derechos adquiridos, pero no de todos. Yo puedo poseer legítimamente una propiedad, sin que haya pasado a mis manos a consecuencia de un contrato. Su posesión es para mí un derecho adquirido, y ese derecho no está garantizado por la Constitución federal.
(32) He aquí un ejemplo notable citado por Story, pág. 508. El colegio de Darmouth, en Nueva Hampshire, había sido fundado en virtud de una concesión hecha a ciertos individuos antes de la revolución de Norteamérica. Sus admínistradores formaban, en virtud de esa concesión, un cuerpo constituido, o según la expresión norteamericana, una corporación. La legislatura de Nueva Hapmshire creyó debía cambiar los términos de la concesión original, y confirió a nuevos administradores todos los derechos, privilegios y franquicias que resultaban de esa concesión. Los antiguos administradores resistieron, y apelaron a la corte federal, que les dio la razón, atendiendo a que la concesión original era un verdadero contrato entre el Estado y los concesionarios, y la ley nueva no podía cambiar las disposiciones de ese documento sin violar los derechos adquiridos en virtud de un contrato, y en consecuencia violar el artículo I, Sección IX, de la Constitución de los Estados Unidos.
(33) Véase el capítulo intitulado: El Poder Judicial en Norteamérica.
(34) Véase Kent's Commentaries, vol. I, pág. 387.
(35) En esa época, el célebre. Alexander Hamilton, uno de los redactores más influyentes de la Constitución, no temía publicar lo que sigue en El Federalista, núm. 71:
Sé -decía-, que hay personas para las cuales el poder ejecutivo no podría recomendarse mejor que plegándose con servilismo a los deseos del pueblo o de la legislatura; pero ésas me parece que poseen nociones muy bastas sobre el objeto de todo gobierno, así como sobre los verdaderos medios de producir la prosperidad pública.
Que las opiniones del pueblo, cuando son razonadas y maduras, dirijan la conducta de aquellos a quienes confía sus negocios, es lo que resulta del establecimiento de una Constitución republicana. Pero los principios republicanos no exigen que se deje uno arrastrar por el menor viento de las pasiones populares, ni que se apresure a obedecer a todos los impulsos momentáneos que la multitud puede recibir por la mano artificiosa de hombres que halagan sus prejuicios para traicionar sus intereses.
El pueblo no quiere, muy frecuentemente, sino llegar al bien público, esto es verdad; pero se engaña a menudo al buscar ese bien. Si llegasen a decirle que él juzga siempre sanamente los medios que debe emplear para producir la prosperidad nacional, su buen sentido le haria menospreciar tales lisonjas; pues ya ha llegado a saber por experiencia, que le ha acontecido a veces engañarse; y de lo que debe sorprenderse, es de que no se engañe más a menudo, acosado como está por las astucias de los parásitos y de los sicofantes; rodeado por los lazos que le tienden sin cesar hombres ávidos y sin recursos, decepcionado cada día por los artificios de quienes poseen su confianza sin merecerla, o que tratan más bien de poseerla que de hacerse dignos de ella.
Cuando los verdaderos intereses del pueblo son contrarios a sus deseos, el deber de todos aquellos que ha propuesto para la salvaguardia de esos intereses, es combatir el error de que es momentáneamente vlctima, a fin de darle tiempo para reconocerlo y considerar las cosas con sangre fria. Y ha llegado a acontecer más de una vez que un pueblo, salvado así de las fatales consecuencias de sus propios errores, se ha 'complacido en elevar monumentos de agradecimiento a los hombres que tuvieron el magnánimo valor de exponerse a desagradarle por servirlo.
(36) Esto mismo se vio entre los griegos, bajo Filipo, cuando este principe se encargó de ejecutar el decreto de los anfictiones. Sucedió también en la República de los Países Bajos, donde la provincia de Holanda hizo siempre la ley. Lo mismo pasa todavía en nuestros días en el campo germánico, Austria y Prusia se hacen agentes de la dieta, y dominan toda la confederación en su nombre.
(37) Ha sido siempre así en cuanto a la confederación suiza. Hace siglos que Suiza no existiria ya sin los celos de sus vecinos.