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LIBRO SEGUNDO
Cuarta parte
Capítulo séptimo
Continuación de los capítulos precedentes
Creo que es más fácil establecer un gobierno absoluto y despótico en un pueblo donde las condiciones son iguales, que en cualquier otro, y pienso que si tal gobierno se estableciese una vez en un pueblo semejante, no solamente oprimiría a los hombres, sino que con el tiempo arrebataría a cada uno de ellos muchos de los principales atributos de la humanidad.
El despotismo me parece particularmente temible en las edades democráticas.
Me figuro que yo habría amado la libertad en todos los tiempos, pero en los que nos hallamos me inclino a adorarla.
Estoy, además, convencido de que todos los que en nuestro siglo intenten apoyar la libertad en el privilegio y en la aristocracia, tendrán poco éxito. Lo mismo acontecerá a los que quieran atraer y retener la autoridad en el seno de una sola clase. No hay en nuestros días soberano bastante hábil y fuerte para fundar el despotismo, restableciendo distinciones permanentes entre sus súbditos; ni existe tampoco legislador tan sabio y poderoso que sea capaz de mantener instituciones libres, si no toma la igualdad por primer principio y por símbolo. Es preciso, pues, que todos nuestros contemporáneos que quieran crear o asegurar la independencia y la dignidad de sus semejantes, se muestren amigos de la igualdad. De esto depende el éxito de su santa empresa.
Así, no se trata de reconstruir una sociedad aristocrática, sino de hacer salir la libertad del seno de la sociedad democrática en que Dios nos ha colocado.
Estas dos primeras verdades me parecen sencillas, claras y fecundas y me inclinan naturalmente a considerar qué especie de gobierno libre puede establecerse en un pueblo donde los ciudadanos son iguales.
Resulta de la constitución misma de las naciones democráticas y de sus necesidades, que en ellas el poder del soberano debe ser más uniforme, más centralizado, más extenso y más poderoso que en cualquiera otra parte.
La sociedad es naturalmente más activa y más fuerte, el individuo más subordinado y más débil; la una hace más; el otro menos: esto es forzoso.
No debemos esperar que, en los países democráticos, el círculo de la independencia individual, se extienda jamás tanto como en los aristocráticos. Tampoco debemos desearlo, pues en las naciones aristocráticas la sociedad es muchas veces sacrificada al individuo y la prosperidad del mayor número a la grandeza de algunos.
Es a la vez necesario y conveniente que el poder central que dirige un pueblo democrático, sea activo y poderoso; no para hacerlo hábil e indolente, sino sólo para impedir que abuse de su agilidad y de su fuerza.
Lo que más contribuía a asegurar la independencia del individuo en los siglos aristocráticos al gobernar y administrar a la sociedad era sacrificada muchas veces al gobernar y administrar a los ciudadanos: el individuo se hallaba obligado a dejar en parte este cuidado a los miembros de la aristocracia; de suerte que, encontrándose siempre dividido el poder social, no obraba nunca por entero y del mismo modo sobre cada hombre.
No solamente el soberano no lo hacía todo por sí, sino que la mayor parte de los funcionarios que obraban en su lugar, obteniendo su poder del hecho de su nacimiento y no de él, no dependían constantemente de su autoridad. El soberano no podría crearlos o destituirlos a cada paso, según sus caprichos, ni sujetarlos a todos a su voluntad; lo que garantizaba más la independencia individúal.
Sé muy bien que en nuestros días no se puede recurrir al mismo medio; pero veo procederes democráticos que lo reemplazan.
En lugar de dar al soberano únicamente todos los poderes administrativos que se confiaban a las corporaciones o a los nobles, se puede dar una parte a cuerpos secundarios formados temporalmente de simples ciudadanos. De este modo, será muy efectiva la libertad de los particulares, sin que su igualdad sea menor.
Los norteamericanos, que no se fijan tanto en las palabras como nosotros, han conservado el nombre de condado al mayor de sus distritos administrativos; pero han reemplazado en parte las funciones del conde por una asamblea provincial.
Convendré sin dificultad en que en una época de igualdad como la nuestra, sería injusto y fuera de razón instituir funcionarios perpetuos; pero nada impide establecer en lugar de ellos, hasta cierto punto, funcionarios electivos. La elección es un recurso democrático que asegura la independencia del funcionario del poder central, tanto o más de lo que puede hacerlo el derecho hereditario en los pueblos aristocráticos.
Los países aristocráticos abundan en particulares ricos e influyentes, capaces de bastarse a sí mismos y a quienes no se oprime fácilmente ni en secreto; tales hombres mantienen el poder en los habitos generales de moderación y de recato.
Sé que las naciones democráticas no presentan naturalmente individuos semejantes; pero se puede crear en ellas artificialmente alguna cosa análoga.
Creo firmemente que no se puede formar de nuevo una aristocracia en el mundo; mas también pienso que los simples ciudadanos pueden asociarse, constituir seres muy opulentos, muy influyentes y fuertes; en una palabra, gente aristocrática.
Se obtendrían de este modo muchas de las mayores ventajas políticas de la aristocracia, sin sus injusticias ni sus peligros. Una asociación política, industrial, comercial o bien científica o literaria, es un ciudadano ilustrado y poderoso que no se puede sujetar a voluntad ni oprimir en las tinieblas y que, al defender sus derechos particulares contra las exigencias del poder, salva las libertades comunes.
En los tiempos de aristocracia, cada hombre está siempre ligado de una manera muy estrecha a muchos de sus conciudadanos, de modo que no se puede atacar al uno sin que los otros acudan en su auxilio. En los de igualdad, cada individuo se halla naturalmente aislado; carece de amigos hereditarios de quienes pueda exigir auxilio, y no hay clases cuyas simpatías le estén aseguradas; se le desprecia, pues, fácilmente, y se le atropella. En nuestros días un ciudadano a quien se oprime no tiene más que un medio de defensa, que es el de dirigirse a la nación entera, y si ella no le escucha, al género humano; y no hay sino un medio de hacerlo, que es la prensa. Por eso la libertad de prensa es infinitamente más preciosa en las naciones democráticas que en todas las demás; sola, cura la mayor parte de los males que la igualdad puede producir. La igualdad aísla y debilita a los hombres; pero la prensa coloca al lado de cada uno de ellos un arma muy poderosa, de la que puede hacer uso el más débil y aislado. La igualdad quita a cada individuo el apoyo de sus vecinos, pero la prensa le permite llamar en su ayuda a todos sus conciudadanos y semejantes. La imprenta ha apresurado los progresos de la igualdad, y es uno de sus mejores correctivos.
Creo que los hombres que viven en las aristocracias pueden, en rigor, pasarse sin la libertad de prensa, pero no los que habitan los países democráticos. Para garantizar la independencia personal de éstos, no confío en las grandes asambleas políticas, en las prerrogativas parlamentarias, ni en que se proclame la soberanía del pueblo. Todas estas cosas se concilian hasta cierto punto con la servidumbre individual; mas esta esclavitud no puede ser completa, si la prensa es libre. La prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad.
Diré algo análogo del poder judicial.
Es de la esencia del poder judicial ocuparse de intereses particulares y fijar su atención en los pequeños objetos expuestos a su vista; también es privativo de este poder el no ir por sí mismo en socorro de los oprimidos; pero sí, hallarse constantemente a disposición del más humilde de ellos. Cualquiera, por débil que sea, puede forzar siempre al juez a oír su queja y responder, lo que depende de la constitución misma del poder judicial.
Un poder semejante es, pues, esencialmente aplicable a las necesidades de la libertad, en una época en que la vigilancia y la autoridad del soberano se introducen sin cesar en los más mínimos pormenores de las acciones humanas, y en que los ciudadanos demasiado débiles para protegerse a sí mismos, están muy aislados para poder contar con la ayuda de sus semejantes. Si la fuerza de los tribunales ha sido en todos los tiempos la garantía más grande que se puede ofrecer a la independencia individual, esto es particularmente cierto en los siglos democráticos: los derechos y los intereses particulares se hallan siempre en peligro, si el poder judicial no crece ni se extiende a medida que las condiciones se igualan.
La igualdad sugiere a los hombres muchas inclinaciones peligrosas para la libertad, sobre las cuales el legislador debe velar constantemente. No hablaré aquí sino de las principales.
Los hombres que viven en los siglos democráticos no comprenden fácilmente la utilidad de las formas y las desdeñan como por instinto: ya he dicho las razones de esto. Las formas excitan su desprecio y muchas veces su odio. Como, por lo común, no aspiran sino a los goces fáciles y presentes, se lanzan impetuosamente hacia el objeto de cada uno de sus deseos, y los menores obstáculos los desesperan. Este mismo carácter, transportado a la vida política, los dispone contra las formas que retardan o detienen cada día algunos de sus designios.
El inconveniente que los hombres democráticos encuentran en las formas, es lo que las hace más útiles a la libertad; su mérito principal consiste en servir de barrera entre el fuerte y el débil, el gobernante y el gobernado, y retardar al uno y dar al otro el tiempo de reconocerse. Las formas son más necesarias a medida que el soberano es más activo y poderoso, y los particulares más indolentes y débiles. Por esto, los pueblos democráticos tienen naturalmente más necesidad de las formas que los demás, y naturalmente las respetan menos. Examinemos este punto con atención.
Nada es tan miserable como el soberbio desdén de la mayor parte de nuestros contemporáneos hacia las cuestiones de las formas; porque las más insignificantes han adquirido en nuestros días una importancia que jamás hasta ahora habían tenido. Muchos de los mayores intereses de la humanidad se hallan ligados a ellas.
Creo que si los hombres de Estado de los siglos aristocráticos podían algunas veces despreciar impunemente las formas y hacerse superiores a ellas, los que conducen los pueblos de hoy día deben considerar con respeto la menor de ellas, no descuidándolas sino cuando una imperiosa necesidad los obligue. En las aristocracias, se tenía la superstición de las formas. Es preciso que nosotros les demos un culto ilustrado y reflexivo.
Otro instinto muy natural y también muy peligroso en los pueblos democráticos, es el que los conduce a despreciar o a estimar en poco los derechos individuales.
Los hombres se adhieren en general a un derecho y le manifiestan respeto en razón de su importancia, o del largo uso que han hecho de él. Los derechos individuales en los pueblos democráticos son, por lo común, poco importantes, muy recientes e inestables. Esto hace que se los sacrifique sin dificultad y se los viole casi siempre sin remordimiento.
Pero sucede que, al mismo tiempo y en las mismas naciones en que los hombres conciben un desprecio natural por los derechos de los individuos, los derechos de la sociedad se extienden naturalmente y se aseguran; es decir, que los hombres se interesan menos por los derechos particulares, precisamente en el momento en que más les convendría retener y defender lo poco que les queda. En los tiempos democráticos en que nos hallamos, es en los que los verdaderos amigos de la libertad y de la grandeza humana deben estar dispuestós a impedir que el poder social sacrifique los menores derechos particulares de algunos individuos a la ejecución general de sus designios. No hay, en estos tiempos, ciudadano tan obscuro que no sea muy peligroso oprimirle, ni derechos individuales tan poco importantes que se puedan abandonar impunemente. La razón de esto es muy sencilla: cuando se viola el derecho particular de un individuo en una época en la que el espíritu humano está penetrado de la santidad de los derechos de clase, no se hace mal sino a quien se despoja; pero violar un derecho semejante en nuestros días, es corromper profundamente las costumbres nacionales y poner en peligro la sociedad entera, pues la idea misma de estas clases de derechos tiende sin cesar entre nosotros a alterarse y perderse.
Hay ciertos hábitos, ciertas ideas y ciertos vicios, que son propios del estado revolucionario que un largo trastorno no puede dejar de crear y generalizar, cualesquiera que sean por otra parte su carácter y su objeto.
Cuando una nación cualquiera ha cambiado muchas veces en un corto espacio de tiempo de jefes, de opiniones y de leyes, los hombres que la componen acaban por contraer afición al movimiento y por habituarse a que todos los trastornos se ejecuten rápidamente con la ayuda de la fuerza. Conciben entonces un desprecio natural por las formas cuya impotencia ven todos los días, y no toleran sino con dolor el imperio de las normas a las que tantas veces se sustraen.
Como las nociones ordinarias de la equidad y de la moral no bastan para explicar y justificar todas las cosas nuevas que la revolución crea diariamente, se adhiere al principio de la utilidad social, se crea el dogma de la necesidad política y se acostumbra de buen grado a sacrificar sin escrúpulo los intereses particulares y a hollar los derechos individuales, a fin de alcanzar con más prontitud el objeto general que se propone.
Estos hábitos y estas ideas que yo llamaré revolucionarios, porque todas las revoluciones los producen, se hacen ver en el seno de las aristocracias tanto como en los pueblos democráticos; pero en las primeras son frecuentemente menos poderosos y menos durables, porque encuentran costumbres, ideas, hábitos y defectos, que les son contrarios: se borran por sí mismos en el momento en que la revolución termina y la nación entera vuelve a su antigua senda política. No sucede así siempre en los países democráticos, donde debe temerse que, calmándose y regularizándose los instintos revolucionarios sin extinguirse, se transformen gradualmente en costumbres gubernativas y en hábitos administrativos.
Por eso, no hay país donde las revoluciones sean más peligrosas que en las democracias; pues, independientemente de los males accidentales y pasajeros que no deja nunca de hacer toda revolución, crean siempre males permanentes y, por decirlo así, eternos.
Creo que hay resistencias justas y rebeliones legítimas: no digo, pues, de una manera absoluta, que los hombres de los tiempos aristocráticos no deban jamás hacer revoluciones; pero pienso que deben vacilar más que todos los demás antes de emprenderlas, y que vale más sufrir muchas penas en el estado presente que recurrir a un remedio tan peligroso.
Terminaré con una idea muy general, que encierra no solamente todas las ideas particulares expresadas en este capítulo, sino la mayor parte de las que en este libro me he propuesto exponer.
En los siglos de aristocracia que han precedido al nuestro, había particulares muy poderosos y una autoridad muy débil. La imagen misma de la sociedad era obscura y se perdía en medio de los diversos poderes que regían a los ciudadanos. El principal esfuerzo de los hombres de estos tiempos, debió dirigirse a extender y fortalecer el poder social, a aumentar y asegurar sus prerrogativas y, por el contrario, a encerrar la independencia individual dentro de límites muy estrechos, subordinando el interés particular al general.
Otros peligros y otros cuidados esperan a los hombres de nuestros días.
En la mayor parte de las naciones modernas, el soberano, cualquiera que sea su origen, su constitución y su nombre, se hace poderoso y los particulares caen en el último grado de debilidad y dependencia.
Todo era diferente en las antiguas sociedades.
La unidad y la uniformidad no se encontraban en parte alguna. Todo amenaza volverse tan semejante en las nuestras, que la forma particular de cada individuo se perderá bien pronto en la fisonomía común. Nuestros padres estaban siempre dispuestos a abusar de la idea de que los derechos particulares deben respetarse, y nosotros nos hallamos inclinados naturalmente a exagerar esta otra: que el interés de un individuo debe ceder siempre al interés de muchos.
El mundo político cambia y es preciso, en adelante, buscar nuevos remedios a males nuevos. Fijar al poder social extensos limites, pero visibles e inmóviles; dar a los particulares ciertos derechos y garantizarles el goce tranquilo de ellos; conservar al individuo la poca independencia, fuerza y originalidad que le quedan; elevarlo al nivel de la sociedad, sosteniéndolo frente a ella; tal me parece ser el primer objeto del legislador en el siglo en que entramos.
Se dirá que los soberanos de nuestros tiempos no tratan de hacer con los hombres sino cosas grandes. Yo querría que pensasen algo en hacer grandes hombres, que diesen menos valor a la obra y más al obrero; que no olvidasen que una nación no puede ser por largo tiempo fuerte, siendo cada hombre individualmente débil, y que hasta ahora no se han encontrado formas sociales ni combinaciones políticas, que puedan hacer enérgico a un pueblo compuesto de ciudadanos pusilánimes y débiles.
Veo en nuestros contemporáneos dos ideas contrarias e igualmente funestas. Los unos no hallan en la igualdad sino las tendencias anárquicas que ésta hace nacer; temen su libertad y se temen ellos mismos. Los otros, en menor número, pero más ilustrados, tienen otra visión. Al lado de la ruta que, partiendo de la igualdad conduce a la anarquía, han descubierto el camino que parece dirigir forzosamente a los hombres hacia la esclavitud; someten ante todo su alma a esa esclavitud necesaria y, desesperando de permanecer libres, adoran ya en el fondo de su corazón al que ha de ser bien pronto su señor.
Los primeros abondonan la libertad, porque la creen peligrosa; los otros, porque la juzgan imposible.
Si yo tuviese esta última creencia, no hubiera escrito la obra que se acaba de leer; me habría limitado a compadecer en secreto el destino de mis semejantes.
He querido poner en claro los peligros que la igualdad hace correr a a la independencia humana, porque creo firmemente que son los más formidables y los más imprevistos de todos los que encierra el porvenir, pero no los creo insuperables.
Los hombres que viven en los periodos democráticos que nosotros empezamos, tienen naturalmente el gusto de la independencia. No pueden soportar la regla y, hasta el estado que ellos prefieren, los cansa. Aman el poder, pero se inclinan a despreciar y aborrecer al que lo ejerce, escapándose fácilmente de sus manos, a causa de su pequeñez y de su misma movilidad. Tales instintos se encontrarán siempre, porque salen del fondo del estado social, que no cambia.
Impedirán por largo tiempo que se establezca el despotismo, y suministrarán nuevas armas a cada generación que quiera luchar en favor de la libertad de los hombres.
Tengamos, pues, ese temor saludable del porvenir, que hace velar y combatir, y no esa especie de terror blando y pasivo que abate los corazones y los enerva.
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