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Libro Primero

Plática de Rafael Hitlodeo sobre la mejor de las Repúblicas

I

El muy invicto y triunfante Rey de Inglaterra, Enrique Octavo de su nombre, Príncipe incomparable dotado de todas las regias virtudes, había tenido recientemente una disputa sobre negocios graves y de grande importancia con Carlos, el poderoso Rey de Castilla, y, para conciliar las diferencias, me mandó Su Majestad como embajador a Flandes, en compañía del sin par Cuthbert Tunstall, a quien el Soberano, con gran contento de todos, acababa de dar el oficio de Guardián de los Rollos ( En el siglo XVI el cargo público de Master of the Rolls, llevaba aparejada la misión de suplir al Canciller de sus funciones jurisdiccionales). Por temor a que den poco crédito a las palabras que salen de la boca de un amigo, no diré nada en alabanza de la prudencia y el saber de ese hombre. Mas son tan conocidos sus méritos que, si yo pretendiera loarlos, parecería que quisiese mostrar y hacer resaltar la claridad del sol con una vela, como dice el proverbio ( La inspiración de este proverbio se encuentra en un Adagio de Erasmo, mismo que dice: incernam adhibere in meridie).

Como se había convenido de antemano, en Brujas encontramos a los mediadores del Príncipe, todos ellos hombres excelentes. El jefe y cabeza de los mismos era el Margrave (Título de nobleza que en Alemania equivalía al de marqués) - como le llaman allí - de Brujas. varón esclarecido; pero el más ilustrado y famoso de éllos era Jorge Temsicio, Preboste (Aquél que es el jefe, presidente o gobernante de una comunidad) de Cassel, eminente jurisconsulto, inteligente y con grande experiencia de los negocios, hombre que, por su saber, y también porque la naturaleza le había hecho ese don, hablaba con singular elocuencia. Celebramos luego un par de conferencias y no pudimos ponernos enteramente de acuerdo sobre ciertas estipulaciones, por lo que ellos se despidieron de nosotros y se marcharon a Bruselas para saber cuál era la voluntad de su Príncipe.

Yo, mientras tanto, me fuí a Amberes, porque así lo requerían mis negocios.

Estando en aquella localidad vinieron a visitarme varias personas, pero la más agradable visita para mí fue la que me hizo Pedro Egidio (Se refiere a Peter Gilles o Aeguidius 1486 - 1533, su gran amigo quien fuese contemporáneo de Erasmo), ciudadano de Amberes, hombre que en su patria gozaba fama de ser íntegro y honrado a carta cabal, muy estimado entre los suyos y digno aún de mayor consideración. Es sabio, es virtuoso, sabe mostrarse amable con toda suerte de personas ; pocos jóvenes habrá que le aventajen en eso. Para sus amigos tiene un corazón de oro; es con ellos afectuoso, leal y sincero; no se le puede comparar con nadie. No puede ser más humilde y cortés. Nadie como él usa menos del fingimiento o del disimulo, nadie tiene una sencillez más prudente. Además, su compañía amable, su alegre afabilidad, hicieron que su trato y su conversación mitigaran la tristeza que me embargaba por hallarme lejos de mi patria, de mi esposa y de mis hijos, y apagaron, en parte, mi ferviente deseo de volver a verlos después de una separación que duraba más de cuatro meses.

Cierto día, luego de haber oído misa en la iglesia de Nuestra Señora, que es el templo más hermoso y concurrido de toda la ciudad, cuando me disponía a volver a mi posada, tuve le fortuna de ver al antes mentado Pedro Egidio hablando con un desconocido de avanzada edad, rostro curtido por el sol, luengas barbas, terciada la capa al hombro con descuido, todo lo cual me dió a entender que su dueño debía de ser marino. Vióme Pedro, acercóse a mí v me saludó. Iba yo a responderle cuando, señalando al hombre con quien le había visto conversar antes, me dijo:

- Tenía la intención de llevarlo en derechura a vuestra casa.

- Le hubiera recibido bien por traerlo vos -repliqué.

- Diríais que por sí mismo, si le conocierais. Nadie como él, entre los hombres que viven hoy, podría contaros tantas cosas acerca de los países y hombres incógnitos. Y yo sé lo mucho que os gusta oír hablar de esto.

- Veo que acerté, porque a primera vista le juzgué marino.

- Pues os habéis equivocado. Cierto es que ha navegado, mas no como el marino Palinuro (Referencia al piloto de Eneas), sino como el hábil y prudente Príncipe Ulises; más bien como el sabio filósofo de la antigüedad Platón. Porque este mismo Rafael Hytlodeo conoce tan bien la lengua latina como la griega. Es mejor helenista Que latinista, pues se entre,gó al estudio de la Filosofía y sabe que los latinos no han escrito libros eminentes, salvo algunos pocos de Séneca y de Cicerón. Es portugués y dejó la hacienda que tenía en su tierra natal a sus hermanos. Luego se unió a Américo Vespucio, pues tenía el deseo de ver y conocer los países remotos del mundo. Acompañó a éste en los tres últimos viajes de los cuatro que hizo, cuya relación se lee ya por todas partes (Téngase en cuenta que en 1507 se había publicado la relación de los viajes de Américo Vespucio). No volvió con él de su último viaje. Tanto porfió Hytlodeo en quedarse con los veinticuatro hombres que dejaba allí Vespucio, que éste, contra su voluntad, hubo de darle la licencia que le pedía. Quedóse, pues, allí como era su gusto, pudiendo más en él su afición a los viajes y a las aventuras que el temor a morir en tierra extraña. Siempre tiene en los labios estas dos máximas: El Cielo cubrirá a quien no tenga sepultura (Frase tomada de La Farsalia de Lucano) y El camino que conduce al Cielo tiene igual largura y está a la misma distancia desde todas partes (Frase tomada, sin duda, de lo señalado por Anaxágoras de Clazomenae, el cual fue citado por Cicerón en su escrito Tusculanas, donde señala: Nihil necesse est undique enim ad inferos tantundem viae est). Esta fantasía suya le hubiera podido costar cara si Dios no hubiese sido siempre su mejor amigo. Después de haberse marchado Vespucio, viajó atravesando muchas regiones en compañía de cinco de sus compañeros. Con maravillosa fortuna arribó a Taprobana (Nombre con el cual se conocía a Ceilán), y de allí se fue a Calicut (Ciudad de la India, en cuyo puerto desembarcó Vasco de Gama), donde halló naves lusitanas que lo devolvieron a su patria.

Luego que Pedro me hubo contado todo esto, le di las gracias por haberme deparado la ocasión de tener un coloquio con un hombre así - plática que tan agradable y beneficiosa me iba a resultar - y me volví a Rafael. Nos saludamos uno a otro y dijimos aquellas cosas que se dicen al trabar conocimiento. Después fuimos a mi casa, y allí, en el jardín, nos sentamos en un banco de verde hierba cubierto y nos pusimos a platicar juntos.

Nos refirió Rafael cómo, después de la partida de Vespucio, él y los compañeros que se quedaron allí lograron ganar poquito a poco, con suaves y persuasivos discursos, la amistad y los favores de los naturales del país, y entablar con ellos relaciones, no sólo de paz, sino familiares, y hacerse gratos a cierto personaje principal, cuyos nombre y nación he olvidado, la liberalidad del cual les procuró todo lo que habían menester para proseguir su viaje: barcas para cruzar las corrientes de agua, carros para ir por los caminos. Dióles además un guía fiel, que había de llevarlos hasta los otros Príncipes.

Así, después de muchas jornadas, hallaron ciudades y Repúblicas llenas de gente y gobernadas por muy justas leyes. Bajo la línea equinoccial, y a ambos lados de la misma, hasta donde llega el sol en su carrera, hállanse los vastos desiertos, abrasados y secos por razón del perenne e insufrible calor. Allí, todas las cosas son feas, espantosas, aborrecibles, y no gusta mirarlas. Viven fieras y serpientes y algunos hombres no menos crueles, feroces y salvajes que aquéllas. Mas algo más allá todas las cosas empiezan a hacerse más agradables poco a poco; el aire es suave y templado, el suelo está cubierto de verde hierba y son menos feroces las bestias. Y por fin vuelven a hallarse gentes y ciudades que hacen continuamente el tráfico de mercaderías, tanto por mar como por tierra, no solamente entre ellos y con las comarcas vecinas, sino también con los mercaderes de los países remotos. Tuvo ocasión de ir a muchos países, pues todas las naves que estaban prestas a hacerse a la vela recibían con agrado a Hytlodeo y a sus compañeros. Las primeras naves que vieron teman ancha y plana la carena; las velas estaban hechas de papiros o de mimbres y aun a veces de cuero. Después las hallaron con velas de cáñamo y las quillas terminadas en punta; finalmente hallaron otras en todo semejante a las nuestras.

Los marinos eran también muy diestros y hábiles; sabían bien las cosas del mar y las del cielo. Rafael ganó su amistad enseñándoles el uso de la aguja magnética (Recuérdese que a principios del siglo XV ya se utilizaba, en Europa, la brújula en la navegación), que desconocían hasta entonces, pues eran temerosos del mar, en el cual. sólo se arriesgaban durante el estío. Mas ahora tienen tal confianza en esa aguja que no temen ya el tempestuoso invierno; se arriesgan más de lo debido, y bien pudiera ser que lo que ellos juzgaron un bien les traiga, por imprudencia suya, los mayores males.

Sería muy larga la narración de las cosas que Hytlodeo nos contó acerca de lo que había visto en las tierras en que él había estado. Tampoco es mi propósito narrarlas aquí. Tal vez hablaré de ello en otro libro, principalmente de lo que es útil que sea conocido, como son las leyes y ordenanzas que, según él, han sido prudentemente dictadas para que sean cumplidas en aquellos pueblos, que viven juntos en buen orden merced a su sistema de gobierno. Le preguntamos largamente sobre tales extremos, y él, con suma amabilidad, satisfizo nuestra curiosidad. Mas no le hicimos preguntas acerca de los monstruos, porque eso ya no es nuevo. Nada es más fácil de hallar que las aulladoras Escilas, las voraces Celenos, los Lestrigones devoradores de hombres (Estos nombres parecen provenir de la Odisea, ya que en ella Homero menciona a los antropófagos Lestrigones) u otros grandes e increíbles monstruos como esos. Pero es extremadamente raro encontrar ciudadanos gobernados mediante buenas leyes. Aunque Rafael vió en aquellas tierras recientemente descubiertas, bastantes instituciones extravagantes e insensatas, notó en cambio otras muchas de las que pueden tomar ejemplo nuestras ciudades, naciones, pueblos y reinos para enmendar sus faltas, sus enormidades y sus errores. De esto, como ya tengo dicho, trataré en otro lugar.

Ahora sólo me propongo referir lo que nos contó acerca de las costumbres, leyes y ordenanzas de los Utópicos. Mas antes debo explicar por qué discurso llegamos a tratar de aquella República. Hytlodeo consideraba con gran discreción las cosas malas que había podido ver acá y allá; la mejor que en ambas partes había visto, y se mostraba tan profundo conocedor de las costumbres y Ieyes de los diversos países, que parecía haber pasado toda su vida en cada uno de ellos. Suspenso ante semejante hombre, dijo Pedro:

- En verdad, maese Rafael, que me sorprende grandemente que no os halléis sirviendo a algún Rey, pues estoy cierto de que no hay ningún Príncipe a quien no fuerais grato en seguida, ya que podríais agradarle con vuestra profunda experiencia y vuestro conocimiento de los hombres y de los países. Instruirle con muchos ejemplos y ayudarle con vuestros consejos. Si esto hicieseis, os darían un buen empleo, y podríais proteger a la vez a vuestros amigos y parientes.

- En lo tocante a mis parientes y amigos - respondió - no tengo de qué preocuparme, pues ya he hecho mucho por ellos. Los demás hombres no se desprenden de sus bienes de fortuna hasta que se sienten viejos y enfermos, y aun entonces, pese a que no pueden usarlos, no renuncian a ellos de muy buen grado. Yo, estando todavía en la flor de mi juventud y sano, repartí los míos entre mis amigos y parientes, y creo que estarán contentos de mi liberalidad y que no querrán después que me haga esclavo de un Rey.

- ¡Dios me libre de proponeros que os esclavicéis! - dijo Pedro -.Hablo de servir nada más. Creo que sería el mejor modo de emplear vuestro tiempo con provecho, no sólo en bien de vuestros amigos, sino en el de toda suerte de personas en general. Así mejoraríais de condición y seríais más rico.

- ¿Mejorar de condición y ser más rico haciendo lo que me repugna? - replicó Rafael -. Ahora vivo libre, según mi gusto. Habrá muy pocos ricos y pares del Reino que puedan decir lo mismo. ¿No son ya bastantes los que buscan la amistad de los poderosos? Paréceme que no es ningún mal que entre ellos no nos contemos ni yo ni tres cuatro más.

- Veo claramente, amigo Rafel - tercié yo - que no apetecéis riquezas ni poder; y yo no reverencio ni aprecio menos a un hombre que piensa como vos que a los poderosos. Creo que obraríais de acuerdo con vuestro natural generoso sacrificando vuestra comodidad y consagrando vuestro saber y vuestra diligencia a la República, lo que podríais hacer con gran fruto siendo del Consejo de algún gran Príncipe, donde el Príncipe podría oír vuestras honradas opiniones. Un Príncipe, bien lo sabéis, es como una fuente de la que manan perennemente sobre su pueblo todos los bienes y todos los males. En vos hay una ciencia sin experiencia y una experiencia sin ciencia tan grandes, que seríais un excelente consejero de cualquier Rey.

- Os equivocáis dos veces, maese More - me respondió -; primero respecto de mi persona y luego de la cosa en sí misma. No hay en mí la habilidad que vos me atribuís, y aunque la hubiese y yo mismo turbase mi propio sosiego, no serviría para los negocios de Estado. En primer lugar, a las gentes divierten más los hechos bélicos y caballerescos (de los cuales nada sé ni deseo saber) que las cosas de la paz, y más se preocupan de conquistar, por buenas o malas artes, nuevos territorios que de gobernar pacíficamente los que ya tienen. Además, los consejeros de los Reyes, o bien carecen de entendimiento o bien tienen tanto que no les dejan aprobar las opiniones ajenas, a no ser que se trate de aplaudir las más insensatas por haberlas dicho aquellos personajes por mediación de los cuales, adulándolos, esperan conseguir el favor del Príncipe. Es una cosa natural que el hombre ame sus propias obras. También a la hembra del cuervo y a la mona les parecen sus crías hermosísimas. En semejante compañía, donde unos desdeñan y desprecian los ajenos pareceres y los demás consideran las propias opiniones como las mejores, si alguien propone como ejemplo a seguir lo que ha Ieído se hizo en otros tiempos o lo que ha visto en países extranjeros, advierte que los que le escuchan se comportan como si fuesen a perder su fama de discretos, y aun como si después hubiesen de ser tenidos por necios, a menos de poder demostrár el error en que han caído los otros. Si no persuaden todas estas razones, se escudan diciendo:

Estas cosas eran del agrado de nuestros padres y antepasados. ¡Quién pudiera ser tan sabio como ellos! Con esto hacen callar a los demás y vuelven a sentarse. Como si constituyese un grave peligro que un hombre fuese en alguna cuestión más sabio que sus antepasados. A más, nosotros que consentimos que no sean cumplidas las mejores y más sabias leyes que ellos dictan, cuando se pretende mejorarlas nos aferramos a ellas, pese a los muchos defectos que hallamos en las mismas. He oído muchas veces juicios absurdos y orgullosos como esos en diversos países, y, hasta una vez, en la misma Inglaterra.

- ¿Habéis estado en nuestro país? - le pregunté.

- Sí - me respondió --, cuatro o cinco meses. Llegué poco después de haberse alzado contra su Rey los ingleses del Oeste. Para acabar con esta insurrección hubo que ajusticiar a los rebeldes (Se refiere a la insurrección de los moradores de Cornualles). Me favoreció entre tanto el Reverendísimo Padre Juan Morton (Juan Morton, 1420 - 1500, Canciller de Enrique VII. Su actitud como Ministro fue lo que desancadeno una sublevación en 1497. Tomas More fue educado, cuando niño, en su casa), Cardenal Arzobispo de Canterbury, que era a la sazón Lord Canciller de Inglaterra, hombre, maese Pedro (maese More sabe bien lo que voy a deciros), tan respetable por su autoridad como por su prudencia y sus virtudes. Era de mediana estatura y llevaba el cuerpo erguido a pesar de su avanzada edad. Su rostro era agradable. Sin dejar de ser grave, era amable en el trato. Empleaba a veces un lenguaje rudo con los pretendientes, que no les ofendía, para probar su temple de alma, y protegía, sin imprudencia, a los que daban muestras de tener cualidades semejantes a las suyas. Hablaba con elegante y persuasiva elocuencia. Sabía de leyes como pocos, y tenía un entendimiento y una memoria prodigiosos. Tales cualidades, que poseía por naturaleza, habíanlas perfeccionado el ejercicio y el estudio. Cuando yo estuve allí, el Rey hacía gran caso de sus consejos, y él era en cierto modo el que sostenía el Estado. Siendo aún muy joven, fue trasladado del colegio a la Corte. Hubo de trabajar sin descanso y sufrir infortunios sin cuento. En medio de tantos y tan graves peligros, adquirió esa experiencia del mundo que, una vez aprendida, ya no se olvida fácilmente.

Quiso la fortuna que cierto día, estando yo sentado a su mesa, lo estuviese también un seglar gran conocedor de las leyes de vuestro reino. No sé cómo fue que se puso a alabar con ardor las severas penas con que la justicia castigaba a los ladrones. Diio que, más de una vez, había visto colgar hasta veinte de ellos en una misma horca, y añadió que se preguntaba, ya que tan pocos se libraban del castigo, cuál sería la mala suerte que llevaba a tanta gente a robar.

Entonces yo, que podía hablar sin trabas delante del Cardenal, le repliqué:

- No me maravilla, porque este castigo pasa de los límites de la justicia y es muy dañoso para el Estado. Es dcmasiado cruel y no lo es bastante para impedir que los hombres roben. El simple robo no es un delito tan grande que deba ser castigado con la muerte, y ninguna pena será lo suficientemente dura para impedir que roben los que no tienen otro medio de ganarse el sustento. En esto vos y gran parte del mundo obráis como los malos maestros, que prefieren azotar a sus discípulos en vez de enseñarles. Hacen sufrir a los ladrones un castigo tremendo, y lo que debiera hacerse es dar a los hombres medios de e:anar el pan de cada día, para que nadie se vea forzado por necesidad, primero a robar y a ser ahorcado después.

- Ya se ha proveído sobre esto - respondióme -. Existen los oñcios y la labranza, si quieren trabajar.

- No escaparéis tan fácilmente - dije yo -.Nada diré de los que vuelven estropeados de las guerras, como los que han estado en las de Comualles o en las de Francia. Estos arriesgaron sus vidas por la Patría y por el Rey, y ahora, mancos, cojos o enfermos, no pueden volver a ejercer su antiguo oficio y no se hallan en edad de poder aprender uno nuevo. No hablaré de ellos, repito, pues las guerras se suceden en espacios más o menos largos. Consideremos las cosas quee pasan cada día.

-Son muchos los nobles y señores que no se contentan con vivir en la ociosidad, haciendo que los demás trabajen para ellos, sino que desuellan a sus feudatarios para aumentar la renta de sus tierras, porque no conocen otra economía, y además son tan malbaratadores y malgastadores, que algunos acaban viéndose reducidos a la mendicidad. Y no solamente son ellos los que viven en la ociosidad, sino también la inmensa caterva de perezosos criados de que se rodean, los cuales jamás supieron oficio alguno. Estos hombres, cuando muere su amo o ellos enferman, son echados de la casa al instante, porque los señores prefieren mantener ociosos que enfermos. Sucede a veces que el heredero del muerto no puede sostener una casa tan grande ni tener tantos criados como su padre tenía. Y al quedarse sin acomodo, o tienen que dejarse morir de hambre o hacerse ladrones. ¿Qué queréis que hagan sino robar? Mientras buscan otro empleo gastan su salud y sus ropas. Los señores, al ver sus pálidos y demacrados rostros de enfermos y sus andrajos, no los quieren tomar a su servicio. Tampoco los labradores les dan trabajo, porque éstos saben que jamás serán capaces de manejar la azada y de contentarse con un salario y una comida escasos, sirviendo a un pobre labriego aquellos que vivieron en el lujo, la molicie y la pereza, que están acostumbrados a ceñir la espada y a llevar el broquel, que se jactan de ser más que nadie y miran con desprecio a los demás.

- No es eso, señor - replicó -. Los hombres de esa clase son los que necesitamos más, porque tienen el estómago más robusto y más audacia y valentía que los artesanos y los campesinos, porque en ellos está la fuerza y el poderío de nuestro ejército cuando hay guerra y hay que luchar.

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