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¡Ya es tiempo de que deje la ergástula Tom Mooney!

A mediados del año 1916 la burguesía norteamericana recorría las calles de las populosas ciudades de aquel país, en su afán de reclutar carne de cañón para enviarla a la gran guerra europea. Organizó pomposas manifestaciones formadas por personajes sacados del seno mismo de la aristocracia para recorrer el país en son de guerra y vengar el honor de la patria ultrajado por Alemania.

El honor de la patria ultrajado no era más que el pretexto para exaltar el patriotismo de las masas inconscientes y arrastrarlas fácilmente al matadero. Las causas verdaderas de la guerra, que astutamente se ocultaban al pueblo, eran otras y bien distintas.

Los millonarios y grandes comerciantes de ciertos países estaban en bancarrota debido a la gran competencia que les hacían los especuladores millonarios y comerciantes de otras naciones; fueron éstas las causas primordiales que originaron aquella horrible masacre en que perecieron millones de seres humanos, por la ambición de apoderarse de los mercados del mundo. Y como el pueblo americano era enemigo de aquella carnicería, al grado de que precisamente por esta promesa de Wilson de no mezclar a los Estados Unidos en aquella contienda, fue elevado a la presidencia de la República; había que inventar medidas políticas estratégicas para animar al pueblo a la guerra.

Todo el mundo tendría que ir a la guerra: americanos, mexicanos, italianos, chinos, japoneses, etc. El que no iría voluntariamente tendría que engrosar las filas por medio de la fuerza. No valían disculpas; hasta en las cárceles se reclutaba gente, asesinos y criminales de toda clase eran puestos en libertad con la promesa de ir a la guerra. Y con el fin de hacer a un lado todo pretexto de los que alegaban ser los únicos sostenedores de la familia, el gobierno prometió dar todo lo necesario para el sostenimiento de los familiares.

Todo fue un engaño, porque mientras los combatientes morían en los campos de batalla al otro lado de los mares, sus esposas y sus hijas trabajaban, se prostituían o morían en la miseria.

Antes de partir, grupos de enlistados reclutas recorrían las calles a todas horas del día o de la noche, gritando ¡Vivas a la patria! y ¡Mueras a Alemania!

Nadie se atrevía a lanzar un grito en contra de la guerra; los pocos hombres y mujeres conscientes y honrados que lo hicieron, fueron linchados o conducidos por muchos años al presidio.

Este era, en síntesis, el estado general del país de las barras y las estrellas, cuando una de aquellas manifestaciones organizadas por la burguesía, vestidos sus manifestantes con trajes especiales, recorría las calles de San Francisco, California, excitando al pueblo para engrosar las filas de los patriotas que iban a Europa a vengar el honor de la patria, ultrajado.

Pasaba la manifestación por la calle Market cuando se vio elevarse una bola de fuego, acompañada de un estruendo formidable que surcaba el espacio. La dinamita había hecho destrozos en las filas de los manifestantes. Repetía la policía secreta, en contubernio con el capitalismo, la misma estrategia maquiavélica usada en 1886 contra los mártires de Chicago. Pero en esta vez la tirada era en contra de Mooney. Y Tom Mooney fue la víctima.

Tom Mooney era un viejo luchador en favor de los intereses obreros y, por lo mismo, un enemigo de la guerra. Era un enemigo de toda explotación y de toda tiranía, y por estas causas la burguesía lo odiaba. Durante la dictadura porfirista recorrió de incógnito algunos estados de la República mexicana, animando al pueblo a rebelarse contra la tiranía del machetero tuxtepecano. Su propaganda libertaria era internacional.

En los momentos de la explosión de la bomba en la calle Market, Tom Mooney y su esposa Rena se encontraban en la azotea del edificio de los Eilers, observando la manifestación, hecho demostrado por los retratos de la manifestación sacados por los fotógrafos en los momentos de la explosión. Sin embargo, días después de este trágico incidente, fue arrestado Mooney y también Rena y Warren Billings como sus cómplices.

Las evidencias materiales, así como los testimonios de numerosos testigos presenciales, no se tomaron en consideración. Tom Mooney era el señalado y había que acabar con él. La policía fue manejada por los abogados del gobierno, y en contubernio con los mismos jueces fraguaron un proceso inicuo contra los que de antemano se tenían como culpables, farsa de proceso que se llevó a cabo sentenciando a Mooney y a Billings con la pena de muerte, y a Rena Mooney a cadena perpetua, sentencias que al fin fueron conmutadas por las de prisión perpetua para Mooney y Billings, quedando Rena en libertad debido a la general protesta en contra de esta infamia.

Han pasado ya quince largos años; durante este tiempo, los remordimientos han dejado hondas huellas en las conciencias de los principales testigos que condenaron a dos hombres inocentes. Pocos días después y aún últimamente esos mismos testigos han hecho declaraciones públicas, denunciando a jueces y abogados del gobierno que les pagaron para servir de testigos falsos. Pero ahora los mismos jueces declaran cínicamente que las primeras declaraciones son las que valen.

Han sido inútiles las numerosas protestas y los esfuerzos de miles y miles de hombres y mujeres de todas las clases sociales, que han pedido la libertad de ambos prisioneros, pues el silencio a la negativa han sido las contestaciones de los inquisidores gobernadores del Estado de California, de quienes depende la libertad o la muerte de esos dos trabajadores.

Ha sido Albert Einstein, el famoso sabio alemán, autor de la teoría de la relatividad, quien se ha dirigido últimamente al gobernador Rolph, de California, pidiendo la libertad de los dos presos en los siguientes términos:

Potsdam, Alemania, 2 de junio de 1931.

Honorable Gobernador:

Desde que tuve el gusto de haber conocido a Ud. como hombre noble y bueno, durante mi residencia en Pasadena, consideré un deber mío decirle lo siguiente:

En tiempo del gran cataclismo político, el año de 1916, Tom Mooney y Warren Billings fueron sentenciados a prisión por toda la vida en una casa de corrección. Estos hombres, según opinión de muy estimables contemporáneos, son completamente inocentes. Yo mismo tengo la firme opinión, que debo expresar, porque no puedo mentir, que una gran injusticia aparece indudablemente en este caso. Por tanto, estoy firmemente seguro, señor Gobernador, que Ud. prestará un alto servicio de verdadera justicia si concede a ambos hombres absoluto perdón después de quince años de penoso sufrimiento.

Con gran estima. A. Einstein.

A la fecha nada se sabe de la contestación que haya dado el gobernador, la que, de haber sido favorable para los presos, ya era hora que deberían estar libres, lo que no sucede así. Es deber, pues de todo ser humano, protestar enérgicamente en contra de estos nuevos Torquemadas, hasta hacer que Tom Mooney y Billings obtengan su libertad.

Del periódico Paso, 1º de septiembre de 1931.


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